[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]
[Mención honorífica en el concurso El cuento en cuarentena, organizado por la revista Palabrerías]
Por Sonia Arreguín
Acababas de mudarte a Tokio con tu esposa el mes anterior, habías encontrado un buen trabajo en una empresa de ventas en el área de comercio internacional, ella aún no encontraba empleo, pero tenía tres solicitudes enviadas, aunque no hablaba japonés tenía otros idiomas que le ayudaban a sobrevivir. No te sentías solo ni triste ni desgraciado, estabas en plena flor de la vida, con la mujer que más amabas, en tu lugar favorito, con tu empleo deseado. Eras eternamente feliz, dijiste.
Saliste de tu departamento, traías puesto un abrigo, todavía era invierno y estaba frío. Soplaste en tus manos para calentarlas: a pesar de los guantes, sentías tus dedos entumecidos. Aún era temprano, así que no ibas apurado, pasaste a una tienda de conveniencia y compraste un café y un pan de 200 yenes. Caminaste un poco, el metro estaba cerca, por primera vez contemplaste el parque por el que habías pasado día con día el último mes. Entonces, miraste una mujer sentada en el columpio: tenía un té caliente en las manos, se mecía de adelante hacia atrás, no lucía como una japonesa; sin embargo, no pudiste saber qué era realmente. Tokio es una ciudad apurada, no se pierde el tiempo; lo pensaste, lo sabías, así que decidiste pasar de largo y comenzar tu camino al trabajo.
El día siguiente saliste un poco más temprano, besaste a tu esposa que seguía dormida, te pusiste los zapatos y sentiste la brisa fresca de la mañana. Entraste a la tienda de conveniencia, compraste el café, calentaste tus manos y, con la idea de verla, aunque poco posible, miraste hacia el parque. Ahí estaba ella, meciéndose, traía el rostro cubierto con la bufanda hasta la nariz, su tez morena resaltaba con el rosa de su atuendo, tenía el té caliente en las manos, no lucía triste ni feliz ni preocupada, solo estaba ahí, disfrutando de una mañana en el parque.
Los días siguientes hiciste lo mismo, te mantenías callado mientras observabas el paisaje invernal que desaparecía mezclándose en una mujer que se mecía en el columpio del parque infantil. No resististe más y te acercaste a ella, le preguntaste si tenía frío, ella frunció el ceño y te miró un poco asustada, pensaste que no sabía japonés. Después de unos segundos ella te respondió que no tenía frío, su té le calentaba las manos. Ella no se levantó del columpio y tú no te acercaste más, no sabías si debías tratarla como occidental u oriental, no sabías si ella era real o únicamente era producto de tu imaginación. Agachaste la cabeza en reverencia y saliste del parque un poco confundido, pero había algo en ella que te dio curiosidad.
Pasó un día más y otro, te acercabas a ella, la saludabas y te alejabas con temor a decir algo más, ella no parecía muy amigable. El fin de semana fue para ti un martirio, querías salir y tomar un café de la tienda de 200 yenes con tal de ver si ella estaba ahí; sin embargo, no era una razón que se le pudiera decir a tu esposa. Esperaste a que fuera más tarde, le preguntaste a tu esposa si ese día desayunaban pan y te ofreciste a comprarlo, ella accedió. Habían pasado un par de horas desde la hora de siempre, “la mujer no estaba ahí, era obvio que no iba a estar ahí”, pensaste. Tus dedos entraron entre tus cabellos, volviste a casa con el pan y el café, lo colocaste en la mesa y te recostaste un poco más junto a tu esposa, “qué raro eres”, pensó.
Volvió el lunes, esa mujer no había salido de tu mente, el frío estaba disminuyendo, se sentía como si estuviese a punto de entrar la primavera, pero los árboles de cerezo seguían en botones. Salió vapor de entre tus labios, compraste tu café y la miraste, estaba sentada como si hubiese estado ahí siempre. Querías hablar con ella, más que un hola y un adiós, saber por qué estaba ahí, saber quién era ella. Viste el reloj, estaba bien, te sentaste en el columpio a su lado. “Vaya, no pensé que fuera tan relajante estar sentado aquí a esta hora”, por primera vez ella sonrió, apenas y lograste mirarla, pues la bufanda la cubría. Le preguntaste si vivía ahí cerca, ella dijo que sí, le preguntaste si era japonesa, ella dijo que no. Sus frases eran un poco cortantes, pero no lucía como alguien que quisiera terminar la conversación, al menos no para ti, así que a través de frases cortas supiste su nombre, te encantó su nombre: Anna. De ese modo, seguiste en los días venideros acercándote a ella, hablando con ella; hasta ahora tu mayor duda no había sido resuelta: ¿qué hacía ahí? Al ser lo que importaba, cada mañana estabas listo, tu esposa te preguntaba si estabas trabajando más horas, le decías que el metro estaba muy lleno… no lo pensaste, pero estabas mintiéndole por una desconocida, sin razón alguna.
Le preguntaste varias veces el porqué, pero ella no respondía. Con el paso de los días dejaste de hacerlo, entre las pláticas descubriste que tenían gustos similares, que ella también estaba en Japón para trabajar, que había algo en ella que te llamaba mucho la atención. Entonces, empezaste a tener miedo, miedo de que esa emoción fuera más que curiosidad. Por dos días no te levantaste más temprano, bebiste un café hecho en casa y caminaste directo a la estación; no querías seguir así, querías ir a verla, saludarla nada más.
El tercer día, aún con el viento helado que llegó de pronto a la ciudad, apareciste en el parque a la hora de siempre; ella estaba ahí tomándose un té caliente, tenía la nariz roja por el frío y sus manos estaban temblando, incluso así, te sonrió en cuanto te vio. Estaba feliz de verte, creyó que estabas enfermo, se preocupó. Sentiste ternura por sus reacciones, diste tres palmaditas en su cabeza y ella bajó la mirada.
Comenzó a llover, el agua era helada, en pocos segundos estabas empapado, ella también. Te invitó a su casa, estaba frente al parque, no querías aceptar, pero querías aceptar… aceptaste. Seguiste a Anna hasta su departamento, no sabías si vivía sola o acompañada, no sabías si tenía novio, no sabías nada de ella y, sin importarte, entraste a su casa, te quitaste los zapatos y pasaste a su sala. Viste un lugar con pocos muebles, un piso muy limpio y una habitación cerrada, supusiste que era la suya. Te llevó hasta el baño, ella tomó una toalla, pasó al cuarto cerrado, miraste de reojo, era una habitación muy simple, un futón y una mesita de trabajo, aunque con un montón de libros apilados. Te prestó un pantalón y chamarra deportiva que resultaron muy pequeñas para tu tamaño. Ella te dijo que metería la ropa a la secadora. Te diste cuenta de la hora, era demasiado tarde y, si no te ibas en ese momento, no llegarías al trabajo: apenas estabas comenzando y no querías perderlo, así que optaste por presentarte mojado.
Tomaste tu maletín, le dijiste que debías irte, ella te sonrió una vez más, quiso darte unas palmaditas en la cabeza, pero su mano no llegaba hasta ti, eras demasiado alto para ella, así que reíste un poco y te agachaste. Ella se puso el pulgar entre sus labios y mordió un poco su uña, después estiró la mano y te dio varias palmaditas en la cabeza mientras cerrabas los ojos. Los abriste. Miraste su rostro enrojecido por el frío, su pequeña nariz casi tocaba la tuya, sus ojos se miraron en los tuyos, sentiste como si se te helara la sangre, como si corriera en sentido contrario, como si tu corazón explotase. Si tuvieses que explicarlo, no podrías; la tomaste de la cintura, la acercaste y la besaste, temías estar loco, todo era una locura, y entonces ella te besó de vuelta. Sentiste sus labios fríos en tus labios, cómo mordisqueó suavemente hasta enrojecer tu boca, se puso de puntas para alcanzarte, intentando acercarte a ella como si quisiera fundirse contigo en un beso, y luego respiraron. Tu teléfono comenzó a sonar, sabías que era el momento indicado para escapar, Anna no te siguió ni te lo impidió, te abrió la puerta y con una sonrisa te deseó un buen día.
“Estoy loco”, pensaste, y pensaste en la mujer que te esperaba en casa, pensaste en cómo te siguió hasta Japón en tu locura, pensaste lo mucho que le costaba adaptarse y pensaste entonces en Anna, en sus labios, en su aroma, en su calor, olvidaste todo, solo recordaste a Anna y sus manos sosteniéndose con fuerza a ti.
Trabajaste un poco distraído ese día, mirabas de vez en vez al techo, querías… no, no querías ir tras ella, querías ir a cenar y ver a tu esposa, tocar su cabello y besarla, sí, a tu esposa. Era ella quien valía la pena, era ella a quien debías proteger. Pensaste en ser el mejor esposo, regresarías a casa ese día, como si nada hubiese pasado, la mirarías y la besarías, aquello que fue no volvería a ser, fue un paso en falso. Saliste del trabajo, las nubes desaparecieron como si fuese una extraña jugarreta la de esa mañana, respiraste y un hilillo de vapor salió de tus labios, necesitabas algo caliente. Había una tienda cerca, te acercaste al exhibidor de bebidas, viste el té caliente que Anna siempre bebía y tomaste dos sin pensarlo, guardaste uno en tu maletín y seguiste tu camino regreso a casa. Tu esposa te abrazó y besó al verte, se había sentido muy sola y lo entendías, le sonreíste, le besaste la frente. Ella te contó lo feliz que estaba al aprender a comprar las cosas en el supermercado cerca de la estación, una vecina estaba intentando ayudarla, también era extranjera, pero ya era algo mayor. De alguna manera te alegró saber que había conocido a alguien, que poco a poco podría salir de casa y conocer el mundo. Por un momento te quedaste callado, ella te preguntó el porqué: querías planear un viaje con ella, conocer el sur, faltaba mucho para unas vacaciones; sin embargo, pronto sería el puente por la primavera y sería maravilloso conocer algo más que las mismas calles. Ella saltó y se abrazó a tu cuello, era feliz nada más saber que pensabas en ella.
Esa noche no pudiste dormir, a cada instante que cerrabas los ojos mirabas a Anna. ¿Qué era ella?, te preguntabas, te consternaba el querer verla, el querer sentirla… ¿sentirla? Hablar no era suficiente en tu cabeza. Te pusiste un alto, debías alejarte de ella, a tu lado estaba la mujer de tu vida, la razón de tu fortaleza. Tal vez no era perfecta, pero era perfecta a tus ojos, con su eterna sonrisa y su apoyo condicional, con su forma tan cómica de pelearse contigo, con su forma tan dulce de amarte.
Caminaste hacia el trabajo, llegaste a la tienda y compraste tu café de 200 yenes, decidiste que ibas a pasar de largo por el parque, sin importar que ella estuviera ahí, debías hacerlo. Dudaste un momento al dar el siguiente paso que te haría pasar frente a los columpios, no sabías cómo reaccionarías cuando la vieras, aunque tenías fe en ti, fe de que seguirías por amor a tu esposa. Aun así, miraste: los columpios estaban vacíos. Te extrañó, ¿qué había pasado?, dudaste en ir a buscarla, pero seguiste tu camino al trabajo, mientras recordabas sus manos…
Pasaron varios días, ella no aparecía, la buscabas cada mañana meciéndose en el columpio; sin embargo, no estaba ahí, incluso creíste que la imaginaste. Llegó el fin de semana, te vestiste, diste un beso a tu esposa en la frente y saliste de casa. «Voy a trabajar», dijiste con confianza y sinceridad. Caminaste sin comprar un café, viste una máquina expendedora y compraste dos tés calientes, seguiste tu andar y, como si fuera tu camino de siempre, llegaste frente al departamento de Anna. Tenías que asegurarte de que no era una ilusión.
Ella abrió la puerta, estaba sorprendida de verte, tenía el cabello despeinado y al parecer traía puesta la pijama: una blusa corta y un short. Tembló un poco cuando una ráfaga de aire frío siguió hasta ella. Le enseñaste el té caliente y ella sonrió, te quitaste lo zapatos y entraste. Una vez cerrada la puerta, no había vuelta atrás. El piso de madera estaba caliente, se sentaron en el sofá frente a la televisión, se quedaron silenciosos mirándose. No sabías qué decir ni qué hacer y, en un momento de iluminación, preguntaste: “¿Estás bien? No te he visto en varios días”. Sus mejillas enrojecieron, “¿estabas preocupado por mí?”, pensó. “Tuve un poco de fiebre, no podía salir así, pero ya estoy mejor”. Agradeciste que estuviera sana. No habías notado la cantidad de pilas de libros y hojas a tu alrededor hasta que gobernó el silencio. Ella se dio cuenta de qué mirabas y comenzó a recoger apenada. “Es parte de mi trabajo, lo siento”. Jalaste su mano para que volviera a sentarse en el sofá, su pierna quedó muy cerca de tus dedos, el calor de su piel te atrajo con increíble facilidad. Te desconociste. Como si hubieses sido poseído por otra persona. Anna estaba debajo de ti, le habías quitado la playera dejando sus senos visibles, ella no se cubría, solamente tenía sus mejillas coloradas, te miraba a los ojos. La miraste también, miraste su cuerpo semidesnudo, besaste su cuello mientras tomabas sus senos entre tus manos y te saciabas con el sonido de su voz. Te quitaste la playera y le quitaste el short. Pasaste tus manos por lo largo de sus piernas y apretaste sus muslos con fuerza. Ella se quejó un poco. Te volviste torpe y perdiste un poco el equilibrio, eras demasiado alto para el sillón, la bajaste al piso de madera sin que ella se negara. Ella se atrapó a tu cuello y viste por un segundo la imagen de tu esposa, quisiste detenerte… sus labios tocaron los tuyos, no había ropa que separara sus cuerpos. No sabías nada, te sentías dentro de ella, sentías su calor, sentías sus dedos pasar con suavidad en tu espalda, mientras que tú arrancabas la piel de la suya. Te perdiste, se perdieron en un lapso de muerte, de un corazón detenido al unísono de las voces. Tus manos temblaban. Ella estaba en tu pecho, sentía tu latir al punto de erupción. Y entonces viste cómo jugaba con tus dedos, cómo jugaba con el anillo en tu dedo anular.
Se miraron a los ojos, ella estaba a punto de llorar. «Lo noté demasiado tarde», dijo con una voz entrecortada. No sabías si hacerla a un lado, correr, volver con tu esposa y olvidarlo todo. Anna no se quitó de tu pecho; “¿qué piensa?, ¿me odia?”, dabas rodeos una y otra vez en tu cabeza.
Anna se hizo a un lado, miró al techo y te sostuvo la mano como intentando mantenerse en la realidad. “Venir desde muy lejos con un sueño en la mano, escribir, pensé. Pero pasan los días y sigo sola, no amigos, no nadie, solo mi editor que exige capítulos por teléfono cada mes. El parque era mi único momento de inspiración, de ver pasar a las personas apresuradas hacia sus trabajos, niños a las escuelas… yo… solo estaba ahí por soledad”.
Dejarla sola, desaparecer, dejar a tu esposa… no lo habías planteado siquiera, la amabas y no la ibas a dejar nunca. Aunque Anna nunca te pidió tal cosa, no te estaba pidiendo nada… ¿y ahora? Ibas a volver a con tu esposa, jamás volverías a ver a Anna, eso era lo correcto, era lo que debía suceder. Entonces te levantaste con un ferviente impulso de motivación y, así, la viste: desnuda frente a ti, con sus senos pequeños, cadera suave y una piel que te tentaba a sentirla, rasgarla. Tal vez… tal vez la deje mañana.
Categories: Antología, El cuento en cuarentena, Menciones especiales
Increíble cuento, atrapa y emociona de principio a fin, tal cual la autora.