Por Aldo Linares González
Hace algunos años, en una ciudad cercana vivía un erudito ictiólogo. Tenía en su biblioteca todos y cada uno de los libros publicados sobre peces en la más amplia variedad de idiomas. Dominaba tanto el arameo como el griego moderno, aunque su acento era bastante marcado en danés puesto que, cuando uno lo escuchaba hablar, parecía estar oyendo más bien una pronunciación propia del noruego.
Nuestro sabio permanecía largas horas del día arbitrando artículos científicos que eran enviados a su oficina por las revistas más respetadas en el campo, los cuales, invariablemente, resultaban rayados y devueltos con sarcásticos comentarios dirigidos hacia la falta de erudición de sus nóveles autores. Después, dictaba su cátedra en la universidad con más tradición del país, cada una de sus clases resultaba un deleite por su erudición y un suplicio por la cantidad de ofensas dirigidas hacia los pobres estudiantes de posgrado. Por la tarde limpiaba meticulosamente sus numerosos acuarios llenos de las más vanidosas formas de vida: plantas verdes, rojas, amarillas y azules convivían armónicamente con peces de todos los tamaños, colores y sabores.
En la noche, cuando terminaba su ardua faena, se sentaba en un hermoso sillón de terciopelo rojo a admirar sus pedacitos de río e invariablemente soñaba despierto. Algunas veces su imaginación lo convertía en un arowana de Brasil, enorme pez que puede saltar hasta metro y medio para alcanzar su presa; otras veces era un poderoso cíclido del lago Malawi que tenía la habilidad de criar a su progenie en la boca; algunas más una poderosa anguila eléctrica capaz de generar 650 volts en su cuerpo, pero todas sus imaginarias aventuras terminaban cuando posaba la vista en un diminuto pez tornasol de colores azul y verde que vivía solo en un acuario de veinte litros, porque su más grande deseo era poder convertirse en un luchador del Siam, en un betta splendens.
Ese pequeño pez, no más grande que un lápiz partido por la mitad, había sido el origen de todos sus desvelos. Su padre se lo había regalado cuando tenía solo cinco años de edad. Fue una calurosa tarde de abril, justo antes del día del niño. Había llegado una pequeña feria itinerante al pueblo donde ellos vivían, llevaban juegos mecánicos, un pequeño circo, puestecitos con algodón de azúcar y dulces con formas divertidas, pero lo más interesante era una minúscula lonita roja que albergaba un juego de canicas. El juego exhibía la más grande variedad de canicas que un niño de esa edad jamás hubiese visto. Bombochas, tiros y agüitas de caprichosos patrones eran la delicia de todos los niños que volteaban a verlas. El juego era sencillo: debías escoger cinco canicas bombochas, aventarlas hacia tres agujeros de distintos tamaños y puntajes, quien obtuviera más puntos sería el ganador de un fantástico premio, además de llevarse todas las canicas utilizadas para jugar. Todo ello por la ínfima cantidad de veinte centavos de pirámide, ¡toda una ganga! Una sola de esas bombochas valdría, al menos, veinticinco centavos (o eso le habían dicho sus papás, reacios a gastar tal cantidad de dinero en una sola canica), y te daban cinco más un premio. No podría dejar pasar tal oportunidad, por ello, como todo buen niño de cinco años, solicitó cortésmente a su papá que jugara con él para ganarse el premio. Si bien la perspectiva del adulto se inclinaba más por pensar que era un berrinche de un niño tirado en el suelo y pataleando mientras gritaba “¡quiero jugar mis canicas!” una y otra vez, la idea de una cortés solicitud era la misma.
Veloz cual saeta el padre le propinó una severa mirada que heló hasta los huesos al infante y terminó súbitamente su berrinche, levantándolo del suelo y posándolo en firme como el mejor cadete de la academia militar.
Acto seguido, el padre sacó una gran y reluciente moneda de cobre del bolsillo y se la entregó al dueño del puestecito para poder comenzar a jugar. ¡Vaya velocidad de tiro, un corcel desbocado no andaría más rápido, las canicas salían disparadas al aire con una puntería tan fantástica que el mismísimo Apolo tendría envidia de ella! En un abrir y cerrar de ojos y ante la mirada atónita del propietario del juego, todas las canicas habían sido colocadas en el agujero de mayor puntaje. Se volvió acreedor, de esa manera, al fabuloso premio mayor, un pequeño pececito azul en un frasco de vidrio, ¡un ser tan espectacular que, a pesar de su diminuto tamaño osaba retar al hombre que podía congelar con una sola mirada! Cuando su padre lo colocó frente a él, el pequeño pez estiró sus aletas en señal de reto, dejando en claro que aquel espacio era completamente suyo.
Ahora este espacio era completamente suyo. La totalidad del campo de la ictiología era la pecera del erudito y la defendía a capa y espada de todos aquellos que osaban acercarse. Tanto colegas como estudiantes eran potenciales intrusos, por eso los trataba tan mal.
La noche era especialmente calurosa, el sopor del sueño comenzaba a invadirlo en aquel cómodo sillón rojo. Pesadamente se levantó y dirigió su cuerpo hacia la ventana para abrirla, y así permitir que el suave viento del verano refrescase un poco la habitación. Fue en ese justo momento cuando una estrella fugaz pasó frente a él. Había escuchado muchos cuentos de hadas cuando era niño, en ellos, los deseos eran cumplidos por fenómenos celestes tan interesantes como las estrellas fugaces. Su mente de científico se negaba a creerlo, pero esta vez pudo más la curiosidad infantil, así que cerró los ojos y pidió con todas su fuerzas convertirse en betta.
Como era de esperar, nada ocurrió, por ello continuó con sus quehaceres cotidianos. Preparó sus clases, calificó con pésima puntuación algunos exámenes imposibles, escribió un par de líneas, se despidió de todos sus peces y se dispuso a dormir. Todo le daba vueltas, sus ojos no se cerraban, el pecho le apretaba, las manos se sentían suaves, los pies no respondían, el aire le faltaba, el final era inminente.
Una suave caricia lo despertó de su letargo, como la palma de la mano de una hermosa mujer, electrificó todos su sentidos de una sola vez. Estaba en el paraíso, brincaba entre las nubes observando las cascadas, los desiertos, los ríos y lagos que tanto había visitado en su afán de conocimiento. Escuchaba el canto celestial de las sirenas mientras disfrutaba del delicado olor de las primeras gotas de lluvia.
¡Cuidado! La finísima voz de un ser que se movía como el rayo lo distrajo de su ensueño. Fijó su mirada en un ente enorme y poderoso que parecía romper el cielo con su movimiento pues opacaba la luz del sol. Nuestro héroe, presa del terror, no pudo más que quedar petrificado ante tal espectáculo. El monstruo comenzó a bajar en una espiral sin fin, con cada vuelta se acercaba más a él hasta que estuvieron frente a frente. Su piel plateada, los ojos enormes y los dientes afiladísimos ocupaban todo el espacio frente a sus ojos.
Una voz que más bien parecía veinte truenos al mismo tiempo, le dijo:
—Tú no debes estar aquí, este es mi reino.
Acto seguido, aspiró con tal fuerza que todo el espacio se volcó hacia él. Su boca era un gran hoyo negro del que no había escapatoria. Aún así se aferró con todas sus fuerzas a algo que bailaba. Se sentía perdido, toda su vida pasó frente a él, los amables colegas, los esmerados alumnos, la hermosa mujer que lo amaba, sus amigos, su familia. ¡No quería morir! ¡Tenía tanto que hacer! Una poderosa descarga eléctrica lo sacudió hasta la médula. Antes de desmayarse pudo ver por un instante que el monstruo se alejaba y un largo cuerpo oscuro pasaba junto a él.
Cuando despertó eran las seis de la tarde del domingo, ¡había dormido tres días! Junto a él un angelical y familiar rostro cambiaba una compresa de su frente con guantes dieléctricos mientras lo saludaba:
—Buenos días, ¿cómo te sientes? No diste clase por dos días, así que vine a verte. El primer día no estabas y el segundo te encontré completamente mojado sacando chispas por todos lados. Mira tus dedos, siguen saliendo lucecitas de ellos. Lo más extraño es que los paramédicos que me ayudaron a subirte a la cama no hallaron nada quemado, todo funciona perfectamente en la casa. Es como si te hubieras electrocutado espontáneamente, ¿a dónde te fuiste?
Al escuchar esto rápidamente se levantó de su cama, salió corriendo al patio y rodó como en sus infantiles días en la tierra para quitarse de encima toda esa electricidad. Regresó con su amada y la abrazó cual si fuera la primera vez que la veía. ¡Era tan dichoso! Solo hacía falta una cosa, revisar a sus peces.
La mujer sonrió con complicidad y comentó rápidamente:
—Cuidé bien a los pequeños mientras no estabas, encendí las cámaras para que pudieras revisar cualquier anomalía.
Al ver las grabaciones, ¡cuál no fue su sorpresa al ver aparecer su primer betta en el tanque de la arowana! El enorme pez lo perseguía para devorarlo pero en su frenesí golpeó a una anguila eléctrica que descargó 650 volts. La arowana se alejó y el betta se esfumó del acuario. ¿Había logrado su sueño?, ¿se había convertido en betta splendens?
¡La magia existía!
Nuestro sabio permanecía largas horas del día arbitrando artículos científicos, los cuales, invariablemente, resultaban corregidos y devueltos con comentarios de aliento para sus jóvenes autores. Después, dictaba cátedra en la universidad con más tradición del país. Cada una de sus clases resultaba un deleite por su erudición y sus chistes, pero un suplicio por la cantidad de tarea que dejaba a los pobres estudiantes de posgrado. Por la tarde paseaba de la mano de su novia por las más bellas calles y avenidas de la ciudad.
En la noche, después de pasear, se organizaban para mantener en perfectas condiciones los acuarios, poniendo especial cuidado en aquella fantástica anguila eléctrica que le salvara la vida.
Categories: El cuento en cuarentena, General