Por Graciela Chávez
A Elvira, cómplice perfecta de mis travesuras de niña.
Camila se acercó esta mañana antes de irse a la universidad, me dio un abrazo fuerte, de esos que tocan el alma y me dijo —Dale, Nonina, ponele un remiendo… ¿sí?—. Me sonrió y se fue. Tomé la taza, el café invadía con su aroma mi pequeña cocina. Me senté mirando por la ventana, mirando con ojos de nada y pensé en cómo se había deshojado el níspero que plantó hace más de 50 años mi esposo. Es increíble lo rápido que pasó el tiempo. Él lo cuidaba como a un hijo, ahora tendré que hacerlo yo. Mi compañero partió hace un mes.
Remiendo, remiendo… Trataba de hacer memoria. ¿Por qué me diría eso? Esta chiquilla siempre me sorprende. Claro, lo recordé. Camila tenía tan solo 11 años, sus padres se habían separado y mi hija Paula junto a sus dos niños regresaron a nuestro hogar. Cambiaron de ciudad porque Paula al casarse se fue al sur por mejores oportunidades. Los niños estaban confundidos, eran otros paisajes, otros rostros, otros momentos. Demasiados cambios. No era sencillo pintarle soles a Camila, era la mayor y empezaba a ver la vida con otros tonos.
Recuerdo que a Paula la llamaron varias veces de la escuela porque Camila no se adaptaba. Era introvertida, tímida y le costaba hacer amigas. Pero como todo, con ayuda, se fue superando y encontró un grupo que la aceptó. Camila, mi bella Camila, crecía un poco enojada con sus padres, con las limitaciones y hasta con ella misma porque su cuerpo parecía cambiar día a día.
En una oportunidad llegó de la escuela a los gritos. No paraba de hablar, iba a tener la primera fiesta. Decía —¡Nonina! ¡Necesito un chupín! ¡Un chupín! Todas las chicas lo usan. ¡Nonina! ¿Qué voy a hacer? —. Intenté calmarla. Ella me explicó que un chupín era un pantalón de moda, indispensable para ir a esa fiesta. Cuando su mamá le dijo que tenía unos lindos jeans, en realidad era el único par que tenía, le explicó que no había dinero para gastos extras, que no era un buen momento. La niña se puso roja. Sus ojos dijeron todo lo que calló su boca, unas lágrimas mojaron sus mejillas y finalmente de un portazo se fue al dormitorio.
Camila durante esa semana se sintió la más infeliz de las niñas. Incluso dijo que no iría a la fiesta. En casa había un aire de tristeza que el abuelo no aguantó. Aunque a veces parecía indiferente, ausente en sus preocupaciones y hasta parco, buscó a Camila en la escuela y la llevó a comprarse el famoso chupín.
La carita redonda de mi niña parecía más redonda con su sonrisa de media luna. Reía, brincaba, bailaba mostrando su nuevo pantalón. La fiesta se trasladó por un momento a casa y todo parecía perfecto. Me enseñaba los pasos de baile, yo la imitaba mientras intentaba tender la ropa. Ella corría a cambiar de música y seguir bailando. De repente, Camila tropezó con los juguetes que su pequeño hermano regaba por todos lados, se cayó y raspó su rodilla contra el piso áspero. El chupín se rompió.
Ella quedo paralizada, no por el golpe sino por el agujero que vio en su pantalón. Se paró y llorando dijo —¡Noninaaa, no puede ser. Todo se rompe y se destruye en mi vida. Mi padre se ha olvidado de que existimos, mamá está perdida sin saber qué hacer con nosotros. No tenemos casa, no tenemos nada y por culpa de este mocoso hasta mi chupín se ha roto!—. Sonaba como una preadolescente trágica pero lo cierto es que había verdades en su llanto. La música se apagó y se fue a dormir.
Mi marido con un gesto de desconcierto me miró como pidiendo soluciones. Paula no estaba, en su intento por trabajar y estudiar para recuperar el tiempo perdido y mantener a sus hijos, casi no vivía en casa, de modo que, la solución la tenía que dar yo.
Fui hasta el dormitorio de los chicos, tomé el pantalón y pasé toda la noche haciendo un remiendo en el chupín, pero no cualquier remiendo sino uno que acompañé con el bordado de una flor, una técnica antigua que alguna vez me enseño una tía. Al amanecer cuando se levantó mi esposo, me encontró planchando el pantalón y terminando el detalle. Sonrió con la misma cara redonda de mi nieta, se acercó y me besó en la frente, estaba feliz.
Camila se despertó y encontró su pantalón en el mismo lugar que lo había dejado pero ya no tenía el agujero, en su lugar había una flor preciosa. Esta vez sus lágrimas eran de alegría y corrió hasta encontrarme. Me abrazó como solo ella sabe hacerlo y me dijo — ¿Cómo lo hiciste, Nonina? ¿Qué es?—.
Le respondí:
—Mira pequeña, este es un remiendo, no un parche. Un remiendo se hace prolijamente cruzando hebra por hebra del hilo, rearmando el tejido. Se hace con paciencia y amor. Luego bordé esta flor porque sé que te gustan las margaritas. Hoy le tocó a tu chupín pero siempre en la vida hay cosas para sanar, para hacer un remiendo y volver a empezar, para no lamentarnos y animarnos a encontrar las flores.
Ella me miró algo confundida pero luego comprendió y me dijo:
—Perdoná, abuelita, por mi berrinche. Voy a aprender a hacer remiendos, te lo prometo.
Camila finalmente fue a su fiesta y regresó contentísima. El chupín se lució por lo original, nadie tenía uno así.
Lo recordé… qué bueno que lo recordé. A veces me olvido lo que enseño y es tiempo de hacer un remiendo. Camila hoy me lo dijo. Creo que la esperaré con pan casero, de ese que tanto le gusta. Ah, eso tiene otra historia… pero mejor se las cuento otro día.
Categories: El cuento en cuarentena, General
Hermoso cuento Gra, hiciste que leyera hasta el final! Sabes que la literatura no es lo mío. Me gustó mucho, espero que sigas escribiendo!!!
Espero el cuento del pan casero.
Hermoso. Cuanto por remendar…