Por Ignacio Ballester Pardo
Cancela es un verbo y un sustantivo. Son quizá las dos palabras más importantes de la oración. Para que esta exista, por supuesto, debe de haber una acción. El resto no tiene por qué estar presente.
La obligación remite a la duda. Bien lo sabe mi bisabuela, pues se ha dedicado a dar clase en Deza, entre gallinas y toros. Este pequeño pueblo de Soria le dio la vida antes de que la destinaran a Villena por defender las libertades tras la guerra. Sus apenas dos centenares de habitantes la conocían y no dudaban a la hora de tocarla. Desde el alcalde al único bar que ya quedaba abierto, en el ayuntamiento. Al final de su vida ese era su lenguaje, el tacto. Ni veía ni escuchaba.
No tuvo más contacto que conmigo en esa primavera que sorteaba la piedra en la carretera de aires imprevistos. Sabes de ese tembleque que provoca en la espalda sin darnos cuenta la falta de oxígeno, una tos seca, algo que molesta en la garganta y hace olvidar por momentos el nervio que todo lo ciega. Obliga a tumbarse, preferiblemente boca abajo. Así me sentí cuando subí unas escaleras en las que todavía quedaban restos de jamón. Cerré la reja con tanta fuerza que casi se caen las zapatillas que solían airearse en la ventana. La abracé. Recuerdo que hincó sus dedos ásperos entre mis sexta y séptima costillas, como diciéndome que no la iba a olvidar.
***
Toda la familia creía que estaba muerta. Dicen que perdió la vida enferma, aunque poca gente se atreve a hablar del tema. Parece que su compromiso por los derechos humanos la había ido mermando. Sin embargo, hace unos años, una investigación en la Universidad Miguel Hernández de Elche, a donde fue destinada Pilar Hernando Asensio, dejó entrever que seguía viva. No se recogía la fecha de su fallecimiento por ningún lado.
Me picó la curiosidad y aproveché que se había decretado el estado de alarma para teletrabajar en el pueblo. En unas cuantas horas me planté allí. No me encontré a nadie. Solo el buitre que nos despidió en el último viaje de su hija y su yerno, mi abuela y mi abuelo, Conchita y Eladio. Quise resguardarme en esa casa para seguir dando clase de manera virtual, pese a que la conexión no era la más fiable en aquella España, dicen, vaciada.
La encontré de madrugada. Estaba resguardada con unas bolsas de agua caliente que temblaban en una heroína que había resistido, entonces, más de cien años. No pude impedir ese abrazo. Olvidé la contingencia y las medidas sanitarias. Quise expresarle con el tacto que nos negaban cómo se rompían las puertas y de qué modo a partir de ahora la recordamos con estas notas que enmudecen y ciegan a las personas que viven a pesar de la muerte.
Con los días caí en la cuenta de que ese fue mi error. Cuando alguien solo puede recibir estímulos con la piel la fiebre es un grito. Nos seguíamos el rostro para expresar la pena. Yo partía de su nariz, grande y redonda, subía hacia unos ojos minúsculos con arrugas que sugerían las noches que pasó despierta, sin cerrarlos las suficientes horas como para descansar en calma. Las cejas eran finas y suaves, seguían una piel sorprendentemente tersa para su edad. Sería el frío. La erosión de los años llegaba a una boca que gritó algún día contra el vaticano. Tenía labios firmes, también delgados, con marcada mandíbula hambrienta de noticias que, quise creer, ella ya tenía al recorrer con sus uñas largas pero elegantes.
Mis párpados temblorosos y húmedos estaban satisfechos por dar con la persona a la que nos debemos en el lugar por el que sigue corriendo nuestra sangre. La besé para contagiarle algo más que el cariño de una familia, el orgullo, sin necesidad de más palabras que la emoción que tardamos en expresar, mano a mano, cuando los sentidos, incluyendo el gusto y el olfato, quedaban confinados en la memoria.
***
Su historia me fue revelada después, poco a poco, por las vecinas. En la esquina, frente a la iglesia, los domingos a la hora del vermú bajaban las pocas familias que ya iban llegando para adecentar las casas de cara al verano. Era la temporada en la que el número de habitantes se multiplicaba por tres o por cuatro. Rozaba el millar. La gente se mojaba los pies en el río, paseaba por la plaza de toros, donde en septiembre se arremolinaba la gente por las fiestas. Se vendían casas a buen precio. Se alquilaban locales. Todo eso lo veía yo después de tanto tiempo, cuando mi bisabuela, por su edad, ya ni veía ni escuchaba.
Entonces até los cabos que faltanban: cincuenta años antes abandonó el pueblo alicantino para confinarse en el soriano. La casa familiar estaba vacía durante la mayor parte del año, de manera que se resguardó en la planta alta, junto al baño enorme y helado que te despertaba a la hora que salieras de la cama. Fui entendiéndolo días después, cuando pudieron enterrarla en el patio, a la sombra del árbol y un campanario todavía alto. Al lado estaban las zapatillas que esperaban nuevos pasos. Calle debería ser siempre un sustantivo.
Categories: El cuento en cuarentena, General