Antología

El cuento en cuarentena | Nueve cosas que nadie te enseña en las películas del fin del mundo

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa MagazineTintero Blanco y Zompantle, este cuento será incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual podrás hallar próximamente de manera gratuita en la página de Palabrerías]

[Mención honorífica en el concurso El cuento en cuarentena, organizado por la revista Palabrerías]

Por Michelle A. Jaquez Meymar

Monterrey, Nuevo León. Diciembre 24 del año 2 después del Ex-A.

Cuando mi mamá aún vivía, constantemente se quejaba del calor de la ciudad. También se quejaba del frío en los meses de invierno. Yo, con el persistente movimiento, ya no sentía frío; pero, en cuanto me detenía, el aire se colaba a través de mi uniforme.

Mientras avanzábamos con paso seguro hasta una plaza donde yo solía pasearme, en mi mente añoraba estar sentada frente al fuego de la noche anterior; sin embargo, era necesario que antes de volver buscáramos un par de mantas extra para los Habitantes del Complejo. Ahora que no había tanta gente en las calles, la sensación térmica había bajado considerablemente, nada que ver con aquella Navidad donde mi familia y yo habíamos ido a nadar.

Mis muchachos entraron primero, con sus pistolas de cañón largo en mano, apuntando y atentos a cualquier sonido que llegara de adentro. Nada era como yo lo recordaba: hacía mucho que habían saqueado la mayoría de los locales. Encontrar gente tampoco era muy común: casi todos habían tratado de escapar a los terrenos abiertos que todavía quedaban más allá de la Carretera Nacional; de haber personas, no se iban a acercar a un grupo de diez jóvenes armados y con uniforme de soldado.

Primera cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: cómo es que los personajes logran dar con latas de comida en supermercados y camiones abandonados con refrescos.

Nos dirigimos directo a los almacenes de la plaza comercial, ni siquiera valía la pena el esfuerzo de buscar algo en los locales con las persianas metálicas destruidas.

Segunda cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: la enorme cantidad de cadáveres. Probablemente esto se deba a que esas películas nunca eran mexicanas y a que en el cine de Hollywood se muestra cierta organización por parte de la gente: toman sus pertenencias y salen de sus casas, huyen al campo o a los bosques.

Entrar a la bodega implicaba sofocarse con el penetrante aroma de todas las personas que quedaron atrapadas, que se asesinaron al pelearse por las cosas o que simplemente decidieron que ese era un buen lugar para terminar con su propia vida. Había poca luz: no había más corriente eléctrica, los pasillos apenas se iluminaban gracias a los tragaluces del techo y las linternas en nuestros uniformes. Avanzamos un rato, examinado superficialmente la mayoría de los espacios. Para nuestra sorpresa, logramos dar con unas cuantas colchas suaves que se habían conservado bien en su empaque de plástico sellado: los insectos no habían acabado con la suave tela. Metimos las que pudimos en la parte de abajo de nuestras grandes mochilas.

Al final de un largo pasillo estaba la zona donde se había almacenado la comida, que era, por mucho, la que se encontraba en peor estado: era evidente que muchos habían peleado ahí cuando el caos explotó. Aun así, ahí no había tantos cuerpos: la comida procesada fue lo primero en terminarse y la mayoría de la gente había optado por tomar lo que podía y salir corriendo del lugar. Nos dimos la libertad de separarnos en busca de lo que fuera.

Tercera cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: lo primero que se acaba son las latas, pañales, fórmulas y sopas instantáneas.

En las películas los saqueos son únicamente de televisiones, lo cual solo es medianamente falso, porque los primeros sí habían sido el resultado del mero caos donde la gente robaba pensando en el beneficio que podían obtener una vez que todo volviera a la normalidad. Pero seguía sin saber por qué aún, después de dos años, podíamos seguir encontrando granos, frijoles, sopas y pastas.

—Flaco estará feliz —me decía Heredia, mientras me asomaba a donde escarbaba. Era una caja cubierta de humedad, pero con muchos tipos de especias y condimentos bien protegidos en sus envases de plástico. Flaco, su hermano, es uno de los que ayudan en la cocina comunitaria del Complejo. Le sonreí brevemente y bajé mi arma para seguir paseándome por los almacenes.

Un par de cubículos más allá estaba Dakota, de espaldas a mí. No me había escuchado llegar porque estaba muy ensimismado moviendo diversos artículos que había regados por el suelo: toallas sanitarias, tampones y copas; condones y lubricantes; crema de afeitar, gel para el cabello, jabón, shampoo y demás.

—Es raro cómo la gente no pensó en llevarse esto, ¿no? —dije al recoger un jabón, haciendo que Dakota se sobresaltara y se diera la vuelta hacia mí en ese instante.

En su mano había un paquete de condones. Se le coloraba lo que alcanzaba a ver de su cuello mientras bajaba la mano a su costado.

—Lo siento, general —dijo, en voz baja, aunque firme—. No la oí entrar.

—Yo sé que esta es tu primera vez con mi grupo, Dakota; pero en serio, no me llames general. Para empezar, en estricta teoría, en realidad soy almirante. Y tampoco me hables de usted, me haces sentir de cuarenta en vez de veintitrés —le vi sonreír un poco, mientras me quitaba el casco y bajaba mi mochila para meter en ella lo que pudiera de jabones, toallas y desodorantes.

Cuarta cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: la ropa sí se apesta, tu propio sudor te pica y es ahí donde envidias a la gente que hizo compras de pánico de papel higiénico. Tendría que decirles a los demás que vinieran a guardar en sus mochilas todo lo que se encontrara en buen estado.

—Llámame Cortez. Si quieres, puedes llamarme Ariana, pero nadie me ha dicho así desde que iba en la secundaria.

—No sabía que fueras tan joven —dijo Dakota de forma pausada, mientras me acercaba a ver lo que había estado viendo en una caja en el piso. Eran toallas sanitarias. Yo tenía razón.

—Cuando esto inició —le dije, al mismo tiempo que me volteaba para tomar una copa, todavía en su caja, del piso—, yo ya llevaba tres años en la universidad naval. No tenía ninguna intención de pertenecer a la marina, pero la colegiatura era muy económica y tenía de los mejores maestros de medicina en el país.

—¿Querías ser doctora?

—Ajá. Cuando todo explotó yo estaba de vacaciones aquí en la ciudad con mi familia —le miré seriamente—. ¿Hace cuánto te quedaste sin tratamiento?

Quinta cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: hasta hoy hay personas que necesitan tratamientos hormonales, pero de un día para otro ya nadie podía recetarlo ni surtirlo.

La cara de sorpresa duró apenas un segundo, pero sabía de qué estaba hablando. Por un momento pensé que no me contestaría y durante otro creí que me golpearía. No hizo ninguna.

—Hace como dos meses —me dijo finalmente, tirando al suelo la caja de condones—. ¿Qué me delató?

—Conozco la vergüenza interna de manchar la ropa interior. Y la de tener que tallarla sin jabón, al aire libre, con tu tropa a menos de tres metros —hizo un movimiento de incomodidad, como si de repente le apretara el uniforme. Empezó a mirar el suelo, buscando un punto de apoyo—. Los demás no se darán cuenta, no te preocupes.

—Tú te diste cuenta —argumentó, aún sin mirarme.

—Yo soy mujer y tú eres uno de mis hombres. Estás a mi cargo —levantó la vista hacia mi rostro, como debatiéndose qué hacer. Le entregué la caja que había levantado. La observó sin saber qué decir—. Sin embargo, a menos que logremos hallar más hormonas, se te va a empezar a notar.

—Me tardé en iniciar el tratamiento —empezó, después de tomar una bocanada de aire—. Usualmente empiezan a los dieciséis años, yo ya tenía un poco más de diecisiete. En cuanto alcancé la mayoría de edad me hice una mastectomía, pensando en que tendría toda la vida para que las hormonas me ayudaran a verme como quería. Obviamente no sangré mucho, pero admito que me asusté un poco porque tenía mucho que no sucedía.

Asentí lentamente con la cabeza, mirando las cosas regadas por el suelo y pensando qué podía aconsejar en una situación así. Dakota tenía las facciones toscas y vello en los brazos. Sin el uniforme puesto, se notaba que sus caderas eran un poco más voluminosas de lo que normalmente se veía en los hombres, pero su tratamiento hormonal había hecho de las suyas: le había visto afeitarse, tenía una espalda ancha, brazos toscos y una voz grave. Yo no había llegado ni a la mitad de mi formación médica; sin embargo, sabía que, si el muchacho dejaba de tomarse su tratamiento durante un tiempo prolongado, su cuerpo y su mente lo iban a resentir.

—Ahí hay una copa menstrual —le dije, señalándole la cajita de cartón que le había puesto en la mano—. Es lo que yo uso porque puedo tenerla puesta más tiempo, es fácil de lavar, es reutilizable y me ahorra el bochorno emocional de tener que hacer cualquiera de esas cosas cuando estoy en Campo con la tropa. Al principio es incómodo, pero no duele —dejé de verlo, mientras me volvía a la salida del almacén—. No le diré nada a los demás, pero te prometo que el tratamiento hormonal que necesitas estará en mi lista de cosas por buscar. Espero poder lograrlo pronto para que no tengas que usar esa cosa.

—Cortez —me llamó Dakota, haciéndome volver la cabeza en su dirección antes de salir—, gracias.

Sonreí de medio lado mientras salía del almacén. El muchacho necesitaba un momento para pensar si valía la pena ocupar el valioso espacio de la mochila con un puñado de toallas sanitarias.

—¿Crees que valga la pena que use espacio en esto? —me dijo Miguel, cuando me vio llegar. En sus manos sostenía unos balones de fútbol desinflados y una pequeña bomba manual.

No lo decía, y nadie hubiera notado a simple vista el hoyuelo que se le hacía en la mejilla; sin embargo, yo conocía a mi mejor amigo de pies a cabeza: la sonrisa de medio lado en su rostro y el brillo de sus ojos mientras sostenía las cosas eran suficiente para expresar la emoción interna.

—Yo creo que sí vale la pena y se justifica el uso del espacio —le respondí, haciendo que la sonrisa se ensanchara. Empezó a guardar las cosas en la mochila—. Voy a ir a buscar, prometo que no tardaré —levantó la mirada un segundo, debatiéndose si dejarme ir sola o no. Al final asintió: era evidente que quería seguir explorando la habitación.

La mayoría de los miembros de mi tropa llevaba conmigo un año. Hernández y Heredia habían estado en la escuela naval conmigo, pero Miguel y yo éramos amigos desde niños. Aun así, seguía latente la incomodidad de discutir ciertas cosas o hacer ciertos chistes con una mujer presente; incluso si ella era la general a cargo de tu tropa, que te había salvado la vida varias veces y conocía los sonidos que hacías al gemir.

Sexta cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: te masturbas. El fin de la sociedad capitalista que conocíamos no eliminó la necesidad biológica del sexo; al contrario, creó otra: vivir en comunidad te empuja a dejar la vergüenza de que los demás te escuchen mientras lo haces. Ya fuera con alguien más o contigo mismo.

Yo no tenía el «olfato de perro» de mi madre, pero admitía que a veces me preguntaba si ella habría podía oler el líquido de los hombres. Yo definitivamente los escuchaba. No se lo decía a mi tropa; sin embargo, sabían que cuando podía me alejaba de ellos para darles un momento de «privacidad masculina» donde pudieran volver a como eran las cosas cuando la vida aún era normal.

Mis hombres no me juzgaban ni por mi género ni por mi edad: la pandemia, el Ex-A, había acabado con casi todas las personas de más allá de veintiocho años, dejando un mundo lleno de jóvenes estudiantes inexpertos en las escuelas tradicionales y montones de influencers. Por la cuestión de género, aunque fuese muy crudo, la mayoría de las ideas machistas tradicionales se habían muerto junto con los adultos. Además, tenía más experiencia que todos, me desenvolvía bien como estratega y era buena líder de equipo.

Después de doblar en dos recodos, di con lo que buscaba: el almacén de una de las librerías. Muchos libros estaban regados por el suelo: en el momento de los saqueos no habían sido objetivo de robo. Más adelante fueron quemados para mantener vivas las hogueras en los tejados de casas y edificios, como una señal de que ahí había vida y se esperaba un rescate. Ahora, después de dos años, en ese lugar abandonado, muchos tenían las pastas y las páginas estropeadas por la humedad; sin embargo, aun así siempre me daba la vuelta buscando los siguientes volúmenes de las novelas que había dejado inconclusas, material educativo para los niños que estaban creciendo en este nuevo mundo, libros médicos, porque ya no había maestros que te hablaran desde la experiencia, y cualquier pedacito de cultura que ayudase a recordar la grandeza de lo que fue alguna vez la nación mexicana.

Debí haber estado más atenta a los sonidos que me rodeaban, pero estaba tan metida en uno de esos pequeños instantes de felicidad perdida, mientras ojeaba un libro, que ni siquiera noté en mi nuca la presencia del hombre hasta que ya me había puesto un cable alrededor del cuello. Sentía que me ahogaba y aun así trataba de patearlo en las piernas. Llegó un dolor punzante a mis tobillos: debía de haber tirado una de las repisas donde los libros habían estado acomodados. No entendía lo que me decía, mi cerebro solo me daba para comprender que él era considerablemente más alto que yo, así que casi no me sorprendí cuando sentí una punzada en el apéndice del esternón y luego calor bajando por mi espalda.

Entonces caí de bruces al suelo. Me dolían la espalda y los pulmones, los oídos me pitaban, me lloraban los ojos y, por más que inhalaba y tosía, no sentía el oxígeno entrar plenamente a mis pulmones. Una voz, familiar para mi cerebro, me hablaba; al tiempo que un par de manos me daban la vuelta, me acostaban en el suelo y me quitaban la chamarra de mi uniforme. Hace frío.

—¡Ariana! ¡Ariana! —repetía la voz, sosteniéndome la cara—. Ya, mírame —entre las lágrimas, finalmente lograba distinguir el rostro asustado de Miguel—. No puede ser, Ari. ¿Cómo es posible?

La tos se calmó, pero yo seguía sin respirar bien. Miguel se notaba pálido incluso a través de su piel morena. Yo estaba acostada en el suelo, suponía que tenía la cabeza apoyada en mi chamarra porque no sentía el contacto frío del concreto. Noté que detrás de él estaba el resto de mis hombres, con la mirada igual de preocupada. Girándome medio de lado, en el piso, estaba un joven que podría haber tenido la edad de mis hermanos menores; harapiento, sucio y con una herida de bala que le había atravesado la frente. De ella emanaba una sangre muy líquida del color del océano, cuando el agua cerca de la costa todavía estaba limpia. Mierda. Él no había tenido tanta suerte como nosotros que teníamos armas, comida, una familia y un lugar al que regresar. Junto a su cuerpo había un cuchillo pequeño y corto de sierra. Mierda.

Traté de sentarme y el dolor fue tan agudo que no pude evitar chillar. Miguel, Dakota y Hernández me regresaron al suelo con cuidado. Al bajar sentí que el lugar donde había entrado el cuchillo dolía y estaba caliente. Mierda. Casi no podía pensar, apenas oía lo que discutían los muchachos, aunque estaban claramente alarmados.

Séptima cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: aunque tengas mucha experiencia, estés preparado para el exterior y estés a cargo del grupo, te puedes morir por un descuido. Por estar viendo libros. No todos morimos de forma heroica, sacrificándonos por nuestro grupo.

Por instinto llevé mi mano a la cruz de oro que siempre llevaba colgada. Se había salido del interior de mi blusa y la sentía mucho más fría de lo normal bajo mis dedos. Dicen que cuando vas a morir tu vida pasa por tu mente, pero yo no pensaba en el pasado: pensaba en el ahora y en las decisiones que me correspondía tomar en los próximos minutos; en mis hermanos y en un joven de cabello chino que me esperaban de vuelta en el Complejo. Perdónenme, qué imbécil soy.

—Miguel —dije tan fuerte como podía, sintiendo cómo mis pulmones se ahogaban con mi propia sangre—, saca de mi mochila las fotos de mis padres y llévaselas a mis hermanos, junto con sus regalos de navidad… Cuídalos, por favor, no vayas a dejar que se enlisten. Quédate con esto —me arranqué la cadena de la cruz del cuello—, recuerda que Dios no nos olvida. Y dale esto a Benjamín pedí, sacando del bolsillo de mi pantalón una foto de Ben y mía—, dile que viva la vida que siempre quisimos vivir juntos.

—No —me respondió él, envolviendo mi mano en las suyas y poniendo su frente en la mía—. Te vamos a sacar de aquí y estarás bien y se lo dirás tú misma.

Se separó un segundo, como buscando en mis ojos una señal de que le haría caso y me pondría de pie en ese momento. Toqué su rostro con la mano que tenía libre, apenas notando lo descuidada que se veía su piel. Hace dos años éramos jóvenes, hoy podríamos tener más de cien.

Bajé la mano y la pasé sobre mi pecho, como si estuviera abrazándome yo misma, para alcanzar a tocar el líquido caliente que salía de mi cuerpo por la espalda. No era mucho: la sangre más bien se regaba por dentro de mí, ahogándome cada vez más segundo por segundo. No tenía que explicarle eso, no iba a importarle, y con el color de la sangre iba a ser suficiente.

—¿De qué color es? —le susurré, poniendo la mano frente a sus ojos. Por ella se escurría un líquido azul igual al que salía de la frente del joven que estaba junto a nosotros. Así de cerca me daba cuenta de que olía como a sal quemada y estaba mucho más caliente de lo que había pensado. Los demás hombres hicieron pequeños sonidos de alarma y se miraron unos a otros, pero Miguel se quedó quieto y miró mi mano con furia—. Estoy infectada, Miguel.

—¿Por qué no me lo dijiste? —susurró firmemente, tomando mi mano—. Ari, ¿por qué?

—Porque ibas a insistir en hacer el viaje hasta la vacuna y Benjamín hubiera querido venir. Hubieran insistido en darme su ración de bloqueadores y no podía permitir eso.

Se quedó quieto, mirándome. Pero no discutió y vi la oscuridad asomándose en sus ojos mientras se daba cuenta de que yo tenía razón. Ya no había nada que hacer: el joven harapiento y yo éramos de esos raros pacientes cuya sangre se infecta desde antes de los veinticinco.

—No hay mucho tiempo —dije, tocando el cañón de su pistola—. Hazlo. Me lo prometiste, Miguel. ¿Recuerdas?

Me miró como si estuviera extraviado, parpadeando después de un minuto sin decir nada.

—No puedo, Ari; a ti no.

Los años de amistad, cada experiencia juntos, todos los sueños perdidos. En sus ojos veía el dolor de todo lo que estaba a punto de perderse. Asentí ligeramente y sostuve sus manos. Ya me había estado mentalizando que esto pasaría pronto, pero, lo admito, no creía que fuera a ser ese día. Me tiemblan las manos. Volteé a ver a Dakota y él hizo una seña de asentimiento para después sacar de la cartuchera de su cintura una nueve milímetros que llevaba.

Octava cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: tu mejor amigo, aunque sea soldado y te haya prometido que sería su propia mano la que haría esto por ti, se arrepentirá en el último minuto y no podrá hacerlo.

—Te quiero.

Novena cosa que nadie te enseña en las películas del fin del mundo: lo último que capta tu cerebro no son las lágrimas que se escurren por la cara de tu mejor amigo. Es el sonido de la pistola.

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