El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | La agonía está en casa

Por Erick Michell Campos Mendiola

La tarde de un martes sonó en mi cabeza un pequeño vibrato, como el pasar de un mosquito, sin importancia, pero desde luego incómodo. Era la alarma que azotaba la casa y que parecía enloquecer a todos, menos a mí. No sospechaba que la cosa iba en serio, que en algún momento pasaría. Si no fuera porque justo ese día, que es cuando viene mi madre Rocío a visitarme, no sabría cuándo empezó. Porque el tiempo pasa y como cuando te pones a contar las gotas de agua que caen de una fuga, este se desvanece. Es más, no recuerdo si es precisamente el martes o el miércoles el día que Santa viene a que la apoye con las materias escolares de su hijo. Lo bueno es que estábamos juntos. No recuerdo bien cuándo llegaron, pero ya estaban ahí.

Aquella tarde, no sé bien de qué martes, en aquella casa vacía de risas y memorias donde estaban todos, mis padres, mis hermanos, casi sin darme cuenta floreció la alegría, una alegría simpática y extraña. No soy muy cercano a ellos, de hecho parecían espejismos. Si no fuera por la alarma, difícilmente estaríamos juntos. Lo bueno es que “estamos”. Gracias a Dios por la alarma poderosa que con su suave y titánico sonido logró hacer que la llama de la soledad se apagara. No supe cuándo llegaron, pero llegaron, tan tranquilos, como si el destino hubiera querido que fuese así.

Rocío, siempre tan atenta, desde el alba me visitaba cada martes. Evitaba comentar con ella mis temores porque se inquietaba, pero juró quedarse conmigo para siempre, eso me daba tranquilidad. Soy de la idea de que no hay hijos favoritos, sin embargo, sospecho que aquí hay gato encerrado. Santa, mi hermana, era como yo. Solo a veces desearía que ese humor tan arrebatado, tan impulsivo, no lo tuviera. Era sombría, no hablaba más que conmigo. Una vez leí sobre eso, mutismo selectivo. —¡Pero qué extraña era!—, pensé.

Ella tiene un pequeño niño que apodé Gorrión por sus ojos. Me visitaba cada miércoles para ayudarle con sus tareas. Aparentemente todos lo ignoran. Platicaba de lo magnífico que era él con Rocío, pero ella, como si no existiera, no me prestaba atención. Tal vez porque nadie se dio cuenta en qué momento Santa parió, ni en qué momento eso iba a definir su destino. Con Alejandro, mi otro hermano, no tuve problemas, es más, no lo recordaba porque es mucho más chico que Santa y yo. Graciosamente, lo recuerdo “de vista”.

Mi padre es un tipo muy extraño de barba larga y ojos hundidos, un vago totalmente. No solía aparecerse muy seguido, pero cuando lo hacía mi madre siempre lo hostigaba con haz esto y haz aquello. Únicamente me miraba de forma triste (y algo espeluznante), como queriendo decirme algo. Yo también lo miraba como si sintiera su dolor, pero después de diez segundos volteaba a otro lado mientras el regaño continuaba.

Estuvo bien al comienzo. Disfrutaba la compañía de todos, pero pasaron los días. Sinceramente me sentí cansado de su compañía, incluso de mi propia sombra. Todo era tan monótono y tedioso, parecía incluso que ya me sabía todos los diálogos. Sorprendentemente antes de que pudieran dar una bocanada de aire, conocía las palabras que iban a salir de sus bocas. Todo era tan falso.

—Necesitas dormir más —mencionaba Rocío —, te vas a volver loco si no duermes bien y no sigues mis instrucciones.

—Aquí está la cena —decía Santa con un susurro —, no has comido bien últimamente.

—solo me falta quedar loco como papá con tantas indicaciones, como si la vida tuviera instrucciones de uso —respondía.

Posterior a todo esto, no sé después de cuanto, noté que mi sombra, sí, aquella monótona sombra que usualmente permanecía detrás de mí, parecía desobedecer cualquier ley natural, ya que notaba cómo se movía detrás de mí por el rabillo del ojo. A veces me quedaba quieto en el comedor mientras los demás hablaban para poder captar su presencia. Con temor volteaba y ella, como si nada, volvía a su posición. 

El problema realmente vino cuando ya no solo la veía por instantes breves. Ella salía y actuaba por sí sola, abría puertas, ventanas, una mancha negra que hacía travesuras en la casa. Lo peor es que solo yo la notaba, nadie más. Se agravó la situación cuando se quedaba a mi lado, a escasos centímetros, pues sentía como si esa cosa tuviera corazón y pulmones que latían y respiraban a voluntad. Como nadie la veía decidí ignorarlo, seguramente era a causa del encierro.

Aquella presencia me causaba ansiedad, temor e incertidumbre, que aunados a la monótona rutina de mi familia, desquebrajaban mi paciencia. Quise en ese momento terminar con todo, no podía, sinceramente no podía y tampoco tenía la seguridad de continuar así, porque realmente estaba cansado. Decidido a terminar con esto, le grité a la presencia —¿Qué quieres de mí? ¿Qué te he hecho para que me tengas en esta agonía? Yo sé que me conoces, porque tenemos mucho tiempo juntos, pero ya me cansé. Aléjate, ¡vuelve a tu lugar y no me molestes más! —, pero me llevé una gran sorpresa cuando aquella masa etérea sonrió delante de mí. Ya no se ocultaba y con esa sonrisa tenebrosa me siguió por todas lados. Pedí ayuda a mi familia, pero me ignoraban, como con Gorrión. Corrí a la cocina y tomé lo más cercano a mí, un chuchillo cebollero que, con la adrenalina del susto, pasé rápidamente por su cuello.

Aquella sombra se ahogaba de dolor, tosía sangre como de humano y se arrodilló para desplomarse en el piso. Estaba más asustado ahora pero, dónde esconderla, porque lejos de desvanecerse como yo pensaba, estaba decidida a quedarse ahí para descomponerse. La llevé a mi recámara, que es la principal.

Guardé el bulto debajo de la cama, pero mi padre tomaba ahí siestas en la tarde, así que mejor lo moví a un armario de caoba que ya estaba en la casa cuando me mudé. De momento rezaba por que todo fuera una mala jugada de mi mente, una alucinación. Me propuse no abrir nunca aquel armario y para que nadie más lo abriera lo atranqué. Di mis prendas por perdidas.

La casa había estado en absoluto silencio, lo que era raro si se consideraba el bullicio natural, pero ni pronto pensé en esto cuando la sala se llenó de gritos y reclamos. Comenzamos (porque me uní para tratar de calmar las aguas) a discutir por trivialidades, tonterías sin sentido. Nadie daba su brazo a torcer. Santa lloraba porque nadie la tomaba en cuenta, Alejandro trataba de calmar a mi padre que gritaba por todos los reclamos de Rocío, mientras ella me tomaba del brazo. Fuera de todo amor maternal, me alzaba la voz pidiendo que me contralara, diciendo que era solo un ataque de ansiedad, que no había razones para entrometerme en esto. Eso fue la gota que derramó el vaso, la catarsis rompió conmigo. ¡No soportaba más esta horrible casa! Corrí sudando y casi temblando de cólera hacia el pórtico y grité con todo lo que tenía la palabra “suficiente”.

Pasé la puerta principal y todo se borró como una burla del desierto, Las lágrimas de pronto terminaron y los recuerdos, como el hielo, se derretían en mis manos. Volteé y en ese momento vi a mi madre desvanecerse, aquella que juró nunca abandonarme. Miré a mi padre que con una mirada de olvido me juzgaba mientras se iba. —Santa, ¡perdón! No me dejes —grité, pero ella solo me dio la espalda e ignoró mis sollozos. Alejandro y el pequeño Gorrión habían desaparecido tan rápido que ni siquiera alcancé a despedirme de ellos. Pero por qué pasaba esto. Las personas se van, mas tienden a irse por otros métodos y no como el vapor.

De pronto me sentí confundido y culpable, ¿se habrán ido para siempre? En un arrebato de cólera golpeé la puerta principal muy fuerte, pero mi corazón dolía más. Así derrotado y enfermo de odio salí y con una extraña sensación de renovación todo fue tan claro- El sol no se había ido y a pesar de ser viernes, no había ni un solo rastro de personas. Los árboles se veían más verdes que nunca, no había nubes, no había ladridos de perros ni los ruidosos motores del transporte colectivo.

Recordé de pronto al mirar a la calle, como al llegar a un oasis, como un trago de agua fresca, que la orfandad fue mi triste pasado: carecía de padre, madre y desde luego, hermanos. Sentí el aire recorriendo mis pómulos húmedos y lleno de tristeza volví a llorar, porque no había sentido la soledad en mucho tiempo y ahora recorría cada parte de mí. Sin esperanza me tiré sobre las rodillas y casi deseando mi muerte, utilicé el último grano de ánimo que me quedaba para levantarme. Ya la tormenta había pasado. ¿Eran realmente alucinaciones o los espectros ancestrales visitaban a este eslabón perdido? Comencé a tranquilizarme y con el supuesto de que todo fue una mala juagada de mi pensamiento me alegré, pero no podía cantar victoria. Necesitaba entrar para probar mi hipótesis ispso facto.

Al entrar vi la casa vacía, más feliz que nunca por aquel espejismo que ya se había ido. Pero al entrar en la recámara, aquella sustancia rojiza, cristalina y brillante como el caramelo, caía con una parsimonia terrible, gota a gota sobre el piso blanco. Larga y como persiguiéndome llegó a mis pies, y con la calma que me dominaba en ese momento quité la tranca y abrí el armario de caoba. Entonces vi con una rara satisfacción que ese cuerpo muerto no era mi sombra, era yo, ¡yo! Con esa calma y ese estupor tan extraño me senté en la sala, crucé mis piernas y me dediqué a esperar, porque alguien finalmente tendría que explicarlo. Solo al ver una caja de ziprasidona en la mesa lo recordé todo. Por cierto hoy es martes y ahora que todo es más claro, recuerdo que es cuando viene Rocío, la enfermera que ha puesto el estado para cuidarme, que me había cuidado con amor maternal —Rocío, ¡ahora eres libre!—.

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