El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Hambre

Por Joseph R. Santos

“Vi, y, ¡miren!, un caballo negro; y el que iba sentado sobre él tenía en su mano una balanza. Y oí una voz como si fuera en medio de las cuatro criaturas vivientes decir: ‘Un litro de trigo por un denario, y tres litros de cebada por un denario; y no dañes el aceite de oliva ni el vino’” (Revelación 6:5, 6)

Mahlzeit era prospero, lo fue hasta que la Gran Guerra llegó hasta ellos. Por siglos, la gente que habitaba allí no tenía que preocuparse por qué iba a comer o por si llegase a comer ese día. No, eso no pasaba. La papa abundaba, las zanahorias, los tomates, todo, todo podía cosecharse en Mahlzeit.

Hasta 1915, un año después de que la Gran Guerra comenzara, el ejército usó el pueblo de trinchera y fue una completa masacre. Del pueblo que antes estaba rodeado de praderas verdes y arboles grandes ahora solo quedaba un páramo gris e infértil, y troncos torcidos y secos. La comida escaseaba y el hambre se hizo presente en todos los habitantes. Algunos de ellos se quedaban a morir en sus casas, esperando que la inanición se los llevara; los más inteligentes mataban a toda su familia para después quitarse la vida. Algunos salían a morir entre los reducidos y laberínticos callejones de aquel lugar abandonado por Dios.

Los cuerpos eran llevados al centro, donde se encontraba una fuente con la estatua de un ángel llorando, y alrededor de esta fuente se encontraban todas las tiendas o negocios que Mahlzeit tenía en su edad de oro. La entrada al lugar era una larga avenida con un camino empedrado que conectaba con la fuente, no había más salidas de Mahlzeit, ni siquiera por los lados. 

Anton Herwind era un viajero quisquilloso con la comida, nunca salía de viaje sin una buena porción de sus platillos favoritos. No comía otra cosa que no fuera servida por sus propias manos. Aun así, viajaba. Cualquiera diría que una persona así no debería siquiera salir de la comodidad de su cocina, pero él lo hacía. Jamás salía de casa sin su Mauser C96 o como él lo llamaba: Sturm. Nunca dijo la razón por la cual comenzó a viajar en los tiempos en que la Gran Guerra acabó. Sus amigos más cercanos creyeron que quería documentar las heridas de ese funesto conflicto, ya que aparte de cocinar, disfrutaba de escribir e investigar todo tipo de cosas que se le vinieran a la mente. Pero ese terminó siendo un viaje muy largo. Pobre Anton, a toda su familia le hubiera gustado que regresara a casa, pero no lo hizo, no porque no quisiera, Mahlzeit no lo quiso así. 

Anton, al entrar a Mahlzeit, sintió un efluvio rodeando aquel lugar por completo, pero este era ignoto y solo le quedó sentir desconfianza. Mientras se dirigía al centro, con paso lento debido a su pesada mochila, vio pasar a su lado una carreta llena de cadáveres. No quiso ni siquiera mirar, pero lo hizo y la mayoría de los que iban ahí eran niños. En ese largo camino volteó a ver a todos los callejones que pudo y lo que vio lo dejó perturbado. Algunos habitantes se habían ahorcado en las vigas que sobresalían de los techos de las casas. Un anciano cura le daba el perdón a una madre con su bebé muerto en brazos, que tenía la carne pegada a los huesos. Los cuervos venían por carroña. Anton pensó en dar media vuelta y salir de ahí, pero la noche se acercaba, estaba lejos de cualquier otro lugar. Quedarse era la única opción. Aunque era la peor.

Llegó a la taberna con el estómago revuelto. Ahí lo recibieron varias caras arrugadas y demacradas. El barman lo miraba impertérrito mientras limpiaba un tarro. Anton se acercó despacio hacia la barra y pidió un vaso de agua. El barman en un movimiento casi mecánico le dio un vaso lleno. El viajero lo bebió, lo saboreó y lo escupió enseguida. Le dio alcohol etílico. A lo que el barman le dijo que era lo único que tenía. Anton, intentando mantener la compostura, le preguntó sobre lo que le pasó a ese lugar. Este le contestó, pero todo lo que dijo fue frío e inhumano, su forma de describir lo que pasaba era como si ya estuviera acostumbrado. El viajero se dio cuenta de que no podría sacar algún sentimiento humano de esas personas y su última pregunta fue sobre si había un lugar en donde pudiera quedarse a pasar la noche. 

La posada, llamada Reiter, era un edificio más ancho que los demás y sobre todo parecía ser el más viejo. Al entrar Anton sintió que todo el edificio se venía abajo. Despertó a la recepcionista y esta lo atendió con indiferencia, sin más, le dio su cuarto en la parte de arriba y se fue sin decir en algún momento: “Bienvenido”. 

La habitación era muy pequeña y tenía solo una ventana lo suficientemente grande para justificar que fuera la única vista al exterior. Daba justo al páramo, a una pequeña colina en donde había un árbol torcido, en este apareció una figura. Alguien en un caballo negro observaba el pueblo desde esa colina, aunque no pudo ver exactamente debido a que el frío empañó la ventana de un momento a otro, como si hubiera sido por su propio bien.

Comió un poco para calmarse, pero eso solo lo inquieto más, mucho más. Comenzó a ponerse paranoico. Con el pequeño escritorio de madera atrancó la puerta y todo lo que tuviera a la mano. Durmió con la mirada en la puerta y con la Sturm en mano. Un ruido lo despertó en la madrugada, alguien estaba dándole la vuelta al picaporte de su habitación, pero no logró entrar ya que sintió la oposición del escritorio. Anton apuntó en todo momento hacia la puerta. 

Mahlzeit estaba atónito la mañana siguiente debido a un misterioso jinete en túnica y capucha de un color pálido al que no se le veía la cara, que se puso a repartir trozos de carne a todos los que aún estaban con vida, que por cierto eran muy pocos. Los ruidos de súplica despertaron al viajero, así que salió a ver qué pasaba. Encontró una fila de no más de cuarenta personas, entre ellas el barman. Al fondo el jinete repartía comida en movimientos lentos y casi muertos. Anton ni siquiera pensó en formarse por su exclusivísimo gusto a la comida, pero volvió a sentir ese efluvio ignoto emanando de aquel ser, lo que lo hizo volverse enseguida a la posada por su mochila.

Antes de entrar a su habitación se dio cuenta de que la puerta fue forzada, entró con cuidado y notó que su mochila no estaba. Esto lo preocupó y al darse la vuelta fue golpeado en la cabeza por la recepcionista. 

Despertó al cabo de unas horas. Al intentar moverse su pierna izquierda le ardió. Subió su pantalón para revisarse y vio que no tenía un buen pedazo de carne. La puerta estaba abierta y alguien subía por las escaleras. Anton se arrastró difícilmente hasta la cama y buscó algo debajo de la almohada. La recepcionista apareció en el umbral de la puerta, con la cara pálida y masticando un pedazo de carne.

—Sabes bien —dijo ella. 

Anton con terror en el rostro sacó su arma que estaba debajo de la almohada y le disparó. La mujer cayó pesadamente al piso. 

El viajero salió del lugar con la pierna vendada, un palo de escoba que usó de bastón y el arma bien aferrada a su mano. Anton aún pensaba que la situación de la recepcionista era un caso aislado, por lo que fue a la taberna, que era de los pocos edificios que tenía luz todavía. El pobre viajero no sabía, pero estaba viendo el nacimiento de algo siniestro que perduraría siglos.

Al llegar a la taberna notó de inmediato que no había ni un muerto, lo que sí vio fue que en una mesa se encontraban dos platos con carne cocida, uno estaba mordisqueado, pero el otro no. Comenzó a analizar el lugar y vislumbró un rastro de sangre que iniciaba en el primer escalón. Decidió subir apretando fuerte su arma y encontró un pasillo oscuro, con una puerta entreabierta de la que salía una luz anaranjada. Anton se acercó con cautela para no sobresaltar a nadie y cuando se asomó por la puerta no pudo creer lo que estaba viendo: el barman estaba sobre una mujer y le devoraba el cuello. El viajero retrocedió lo más silenciosamente que pudo y cuando estuvo fuera de la taberna, vomitó.

Ya con prisa, aterrado y sintiendo que se desangraba, fue hacia la colina con el árbol torcido. Ya estaba fuera del pueblo en ese momento, pero sentía, no, sabía que lo perseguían. Cuando llegó a la cima de la colina vio que el camino adelante era la oscuridad absoluta, pero no lo pensó dos veces y caminó de inmediato. De pronto, detrás del árbol, apareció el jinete arriba de su caballo negro. Anton retrocedió ante tal aterrador ser. Pero fue sorprendido por la mordida del barman en el brazo que sostenía el bastón, lo que lo hizo caer no sin antes dispararle al barman. Así fue como advirtió, con las pocas luces que alumbraban el camino, que todos los habitantes de Mahlzeit iban por él. Cuando los tuvo cerca comenzó a dispararle a cada uno, pero se le acabaron las balas y los que quedaron lo apresaron y mordieron.

El viajero gritaba de dolor y vio cómo el jinete se quitaba su capucha de encima y así observó un rostro con piel verdosa, un ojo corrido hasta la mejilla derecha, un bulto de carne en el hueco donde debería ir el otro ojo y una sonrisa con una quijada colgante. En el momento en que Anton vio ese rostro, su corazón se detuvo, tal vez por piedad. Se detuvo solo por el horror de vislumbrar la cara podrida y corroída del Hambre.

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