Por Jorge Labrín
Florentina no se despertó ni por los constantes gritos que su tía pegaba desde el comedor, ni por el primer y único aviso que dio la alarma que tenía a su lado. Solo abrió los ojos cuando sintió que los rayos de sol que le arropaban desde hacía unas horas habían llegado a sus sueños y se habían vuelto insoportables incluso allí. Se arrepintió de no haber cerrado las cortinas antes de acostarse, pero aun así no se movió. Un hormigueo en la planta de los pies también había interrumpido su reposo.
Los gritos de su tía fueron espaciándose y su intensidad decayó hasta enmudecer del todo. Creyó que volvía a dormirse aun cuando teniendo los ojos abiertos la imagen de su entorno era bien clara. De pronto el hormigueo había invadido todo su cuerpo e incluso se había tomado la libertad de hacer una visita a su mente, se espantaron las culpas y los rígidos planes del día. En ese estado, Florentina se sentía por encima de todas las cosas comunes y ordinarias, tonterías que apuraban a uno sin una buena razón, como esa absurda cita con el dentista que tenía dentro de unas horas. ¿Qué importaban uno o dos dientes chuecos? O las clases de inglés que tenía cada tarde, ¡si es que ella quería ir a Paris! Poca motivación tenía para reforzar algunos verbos modales antes de fin de mes.
Miró a su alrededor y se fijó en los variados muebles que tenía en la pieza. La envidia inocente creció dentro de ella, sus propósitos eran tan obvios y simples, aceptados con una indiferencia que rozaba el placer. Tenían la certeza de que siempre harían su cometido. Dejar pasar la luz era el caso de la ventana, aguantar los numerosos trastes que se le ponían encima ocurría con la cómoda, o la cama, cuyo único gran trabajo era estar acostada, dormir y, a lo sumo, soportar por unas cuantas horas a una niña que bien podría pasar por uno de sus peluches.
—¡Flor, niña, vamos a llegar atrasadas! —gritó su tía desde el otro lado de la puerta, retumbaron sus pasos al bajar la escalera.
El hormigueo desapareció en cuanto el primer dedo tocó el suelo. El horario del día se rearmó y brotó la culpa por no hacer nada de lo prometido. Frotó sus ojos llenos de lagañas hasta bajar por completo la escalera y ahí se plantó frente a su tía.
—¡Niña, por Dios! ¿Por qué no te has cambiado? Ya no alcanzas a desayunar, cámbiate que perdemos la hora.
Siguió la orden lo mejor que pudo, sin distraerse con el rumor de sus tripas. Se puso un chaleco ocre encima de la polera del pijama, unos jeans desteñidos y unas chalas plásticas. Cuando regresó al primer piso su tía la agarró de la mano y la sostuvo con fuerza hasta llegar al paradero, tuvo que pegar un trotecito para seguirle el paso y no caerse.
Eso sí, al menos no esperaron mucho por la micro. Florentina dijo permiso al subir como había hecho tantas veces sin que el chófer alcanzase a verla. Tuvo por un rato un asiento junto a la ventana pero no miró por ella. El hormigueo la había seguido y esta vez surgió de entre los dedos de sus manos. Al inspeccionar su entorno la niña solo pudo encontrar grisáceos asientos rayados, luces que parpadeaban sin poder mantenerse resplandecientes y un suelo pegajoso. Tenían las mismas certezas que sus propios muebles, no sintió que disfrutasen de su estado, todo le pareció resentido y desgastado. El leve roce de los pasajeros con un apoyabrazos o el timbre ocasionaba susurros, no entre ellos ni como maldiciones para sí mismos, sino para quién quisiera escuchar. ¿Qué ocultaban o qué secreto les hacía ser desdichados? Florentina acarició su asiento para simpatizarle, pero justo su tía tuvo que tomarla en brazos para dejarle el puesto libre a un anciano.
Se bajaron en Santa Lucía y caminaron por Miraflores. Tuvo que seguir con el penoso trotecito por unas calles hasta que se detuvieron de golpe. Su tía no sabía si tenía que seguir derecho y doblar en dos cuadras o si se había pasado por un buen tramo. Le ordenó a su sobrina sentarse en una banca mientras ella preguntaba en un quiosco.
Caían gotas del aire acondicionado de un apartamento que no podía ver. A su lado se sentó un joven con traje gris que Florentina solo miró de reojo. No lograba quedarse quieto, estaba en constante búsqueda de alguna zona de su cara para rascarse. Su pierna se movía tanto como para taladrar la acera y la niña llegó a pensar que en cualquier momento saltaría de la banca para huir de esas calles. Pero no sucedió así. El joven recibió una notificación en su celular que desordenó sus pensamientos y dejó escapar un suspiro para rearmarlos.
Se tomó su tiempo para pararse. Estaba por partir cuando descubrió a la niña que había sido su acompañante. Miró sus infantiles rasgos y su aparente ensimismamiento le hizo añorar su juventud, y como viejo moribundo que ve a su nieto recién nacido, empezó a sollozar, por el que se va y por el que viene. Florentina volteó hacía el hombre al oírlo, pero este dio un zapateo para espantar la sensación de sus pies y se fue corriendo hasta llegar a las escaleras de un banco. Cuando reanudó el viaje con su tía, quien le apretaba la mano con más fuerza al saber que le faltaban varias cuadras para llegar a Merced, pasaron por ahí. Creyó ver en la entrada al hombre de traje en compañía de un ejecutivo, el joven grisáceo miraba las zapatos del otro.
—Llega tarde y habla así —alcanzó a escuchar a uno—. No. Es lo único y lo mejor que tengo para ti, hueón. Si tienes potencial igual subirás rápido y espero…
Estaba lejos del dúo para seguir escuchándolos. El aire se le hizo bilis y empezó a llorar, su tía lo notó.
—Flor, por la cresta, ¿qué pasa ahora?
La niña se secó las lágrimas con la mano libre. Intentó formar una frase adecuada para defenderse pero solo gimió, la palabra clave que buscaba estaba fuera de su alcance.
Llegaron a tiempo. Unos dientes estaban un poco torcidos pero los frenillos eran opcionales. Su tía pagó igual por el tratamiento.
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