El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | De la inocencia a la desesperación

Por Verónica del Castillo Barrios

El viento acariciaba las ramas del solitario abeto y a sus pies, huyendo del penetrante frío, yacían acurrucados dos débiles cuerpos.

—¡Tengo hambre! — con voz casi extinta expresaba sus deseos de ingerir algún tipo de alimento una desfallecida hembra.

Él trató de erguirse sobres sus endebles patas: la miró y su corazón se resquebraja en pedacitos de desesperación e impotencia.

Cada primavera los reptiles salen de sus escondrijos en busca de insectos, frutas, plantas… El astro rey aviva sus cuerpos y ellos comienzan la búsqueda de su nueva pareja. “Un mundo de seducción y unas batallas a veces mortales”.

Para Tizón era la primera vez. Nervioso y anhelante asomó su robusta y azulada cabeza de entre las volcánicas rocas. Primero había que alimentarse. “Quién sabe lo ardua que puede ser la campaña”.

Corría de un lado a otro y entre moscas y mosquitos se llenó la panza en poco tiempo. Sobre una pulida obsidiana ofrecía su cuerpo a los ardientes y gratificantes rayos solares, cuando emergió de la nada un contoneo atrayente. Allí estaba ella con su brillante piel y colosales ojos.

Tizón afirmó sus patas delanteras mostrando su vigoroso pecho y contoneó su larga cola esparciendo el intenso olor destinado a la atracción. Oteó a su alrededor sin encontrar oponente. Ella se acercó tímida e ilusionada, y sin expresar palabras sus cuerpos quedaron entrelazados en un desmedido placer.

Gallioti, ya experimentada, no necesitó otro macho para  la continuidad de su especie. Tizón, primerizo, no veía más allá de su colmado corazón.

Cada mañana salían a pasear por aquel desierto volcánico y juntos recolectaban hojas y frutos que almacenaban en su oscuro pero seguro hogar, previniendo la escasez invernal. Mientras Gallioti disfrutaba del calor del atardecer, Tizón cazaba insectos para ella. Y así acontecía cada día para esta pareja de lagartos enamorados. “Un ambiente de amor y felicidad inigualable”.

Con la llegada del verano Gallioti presentía la llamada de la maternidad.

—Tizón, se acerca el momento, tenemos que buscar un lugar donde pueda depositar los huevos.

—No te preocupes, mi vida. Podemos ir bajo el fornido abeto donde la temperatura es ideal. Allí tendrás todos mis cuidados y no te faltará nada de alimento.

Tizón cavó bajo el impetuoso árbol para que su amada se acomodara. Pasaba todo el tiempo cazando y recolectando hojas y frutos. “Trabajo duro  y agotador bajo el intenso calor”.

Al final de la cálida estación, Tizón observó cómo llovían del cielo y caían a su alrededor fragmentos de frutas y otro tipo de alimentos.

—¡Gallioti! ¡Gallioti! ¡Mira toda la comida que tenemos!

—¿Pero cómo es posible?

—No lo sé. Proviene de un animal que nunca había visto. Tendremos que preguntar a los ancianos. En cuanto se marche llamamos a los niños para que vengan a comer.

Al atardecer Tizón fue en busca de algún anciano que pudiese explicar tan prodigioso milagro.

—Anciano, ¿puede decirme qué animal es ese de dos patas que nos trae alimentos?

—Es el ser humano. Llevaba tiempo sin aparecer por aquí. Antes venían con las cabras. Ahora ni sé a que vienen porque caminan apoyando sus manos en unos palos que, si te descuidas, te los clavan. Cargan objetos que se ponen cerca de la cara y se escucha un clic que no es natural y llevan un recipiente en la espalda lleno de comida. Parece que les gusta vernos.

—¿Y sabes si vendrán cada día?

—No lo sé, pero su comida no es nuestra comida. No debes acostumbrarte a ellos, sino alejarte con tu familia en busca de otro lugar donde estos seres no lleguen.

—¡Gracias, anciano!

Tizón fue en busca de su amada. «Cosas de viejo. Con lo fácil que es llegar y que te den de comer»

Cada mediodía Tizón y su familia se unían al festín del ser humano. Ya no había que cazar, ni por qué almacenar. Aquel animal de dos patas, nunca repetido, disfrutaba compartiendo sus restos de comida con los domesticados lagartos.

Acababa el otoño, las despensas vacías, uno a uno fueron enfermando los pequeños retoños y poco a poco se iban apagando sus vidas.

—¡Tizón! ¡Nos hemos quedado solos! ¿Por qué nos han abandonado nuestros hijos, si los hemos cuidado con mucho amor y alegría?

 —¡No lo sé, mi querida Gallioti, pero mi corazón está destrozado! ¡Hemos sido tan felices juntos!

—¿Crees, amado mío, que tendría razón el anciano y que la comida del ser humano no es nuestra comida?

—Tal vez así haya sido y esos alimentos tengan algo que nos hace daño. ¡Maldita la hora en que lo quise todo sin ningún esfuerzo!

—Ellos ya ni vienen con este frío que comienza. Las plantas se congelan y los frutos ya no existen. Los insectos aparecen de vez en cuando y nosotros tenemos que hibernar.

Una tarde desbordada por el gélido frío de un paisaje abarrotado de blanco, la desesperada pareja ya no pudo más. Juntos se acurrucaron bajo el solitario abeto, donde vieron la luz de sus ya inexistentes crías. Unas tripas que suenan, unos corazones con débil palpitar y unos ojos que se cierran para no abrirse más.

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