Antología

El cuento en Cuarentena | Vino y rosas amarillas

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa MagazineTintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]

Por Dave Santos

Hay dos tipos de personas: quienes se apartan cuando viene alguien de frente para dejar pasar y quienes siguen caminando como si nada. Alba pertenecía al primer grupo, le pasaba todo el tiempo y le pasó aquella mañana de sábado: era su día libre —hoy no debía ser recepcionista de dentista— y se levantó temprano para empezar a preparar las cosas de la cena, esa noche Víctor venía a su casa. No debía impresionarlo, pero quería demostrarle que, incluso después de ocho meses saliendo juntos, seguía queriendo hacer cosas especiales por él: aquello le parecía importante a los treinta y dos años, así que hizo una lista y se plantó en Carrefour poco después de las diez de la mañana.

Tenía que elegir un vino y, cuando se metió en el pasillo del alcohol, le pasó lo de siempre: alguien venía de frente y le tocó a ella apartarse a un lado. Una vez acomodada en el pasillo, era momento de elegir. Alba nunca entendió toda la parafernalia que rodea al «saber de vinos», para ella al vino se le da un trago y, luego, te gusta o no te gusta. Ver a gente en el pasillo de los vinos como si estuvieran eligiendo una chaqueta era una de esas cosas que no podía entender. Esa era una de sus manías de supermercado, pero había más; por ejemplo, cuando estaba ya en la caja y era su turno, se enfurecía si la persona frente a ella no se preocupaba de poner todo en bolsas primero y pagar después. Eso de pagar primero y luego ponerse a meter la compra en las bolsas la enervaba, porque entonces la cajera empezaba a pasar su compra y la otra persona ni se dignaba a apurarse un mínimo mientras la compra de Alba se acumulaba más y más, a punto de mezclarse con la otra, y ella sentía como si de repente todo el mundo la estuviese observando. Estas pequeñas manías de supermercado culminaban con frenar un poquito justo antes de salir, cuando pasaba por los detectores, como para demostrar su calma al de seguridad porque no había robado nada; si alguna vez pitaba, se ponía roja como una amapola y se apresuraba a buscar ella misma al de seguridad. Ese día, como la inmensa mayoría, el detector no pitó.

Cuando llegó a casa y colocó la compra, decidió que estaría bien tener unas rosas amarillas en la mesa del comedor, así que salió por unas. Aparte de eso, el día transcurrió sin mucho más: solo debía esperar la llegada de Víctor, alrededor de las ocho de la tarde.

A las siete, ya vestida para la ocasión, Alba empezó a preparar la cena: no era nada complicado, pero no quería que Víctor la pillara aún con el delantal puesto, quería que llegara, darle una copa de vino, dar los ultimísimos toques a la comida y sentarse con él a la mesa. Hacía un año se había convertido en «pescetariana» y quería probar una receta que había leído en una revista: «Salmón sobre una cama de arroz integral y espinaca, acompañado de tomates cherry y un aderezo de miel y mostaza». La gente siempre decía que el pescado debe ir con vino blanco, había comprado en Carrefour un Rioja blanco de 2017, de uvas tempranillo y viura; lo compró porque le gustó la botella y porque ponía 2017: cuando Víctor la viera, sabría que había puesto un poco de esfuerzo en elegirla. También su vestido: esa semana se había comprado un vestido rojo, entallado, de escote elegante sin llegar a presuntuoso. El rojo siempre favorecía su suave piel blanca y su pelo negro como la tinta india. También se había comprado unos pendientes pequeños, simulando perlas, los cuales había dejado al descubierto recogiéndose el pelo en un elegante moño. Esperaba, secretamente, que Víctor diera buena cuenta de todo esto.

A las siete y veinte metió el salmón en el horno. El aderezo ya lo tenía hecho y el sencillo postre de natas y fresa también. Ahora solamente quedaba poner el arroz a hervir y meter los tomates al horno en unos veinte minutos. Si todo iba bien, estaría completamente listo para los ocho, cuando llegara Víctor.

Mientras cocinaba, puso algo de música: cogió el móvil y puso el Spotify en modo aleatorio; de repente, la sorprendió una canción. Meses atrás, en su primera cita con Víctor, él la llevó a casa después del cine y la cena; cuando ya era momento de despedirse, en la radio del Opel Astra de Víctor, sonó «Pequeño Rock & Roll», de Quique González. Fue aquella canción con la que se dieron su primer beso, todavía recordaba el olor a cuero de la chaqueta cuando él se le acercó, la embaucadora fragancia de su perfume francés, el roce de su barba perfectamente descuidada. Un escalofrío recorrió su cuerpo con las primeras notas mientras cubría el salmón con papel de platina.

Las ocho llegaron, luego las ocho y cinco y las ocho y diez. A las ocho y cuarto, Alba ya había mirado el móvil unas quince veces. No sabía si llamar a Víctor o no, no quería parecer controladora; después de todo, a veces su trabajo dictaba que se debía quedar más, era lo malo de ser uno de los encargados de su restaurante, aunque… él había pedido la noche libre, no entendía por qué llegaba tarde. A veces sentía que se aprovechaban de él; otras veces, que lo usaba como excusa para no pasar tiempo con ella; esta vez esperaba lo primero.

A las ocho y veintitrés, le mandó un mensaje: no hubo respuesta. A las ocho y treinta y dos, lo llamó: nadie lo cogió. A estas alturas el salmón ya estaba templado, pasando a frío; el vino blanco, a media botella, y hasta las rosas amarillas parecían empezar a preguntarse qué es lo que estaba pasando. Otros dos tímidos mensajes y otra llamada cautelosa tuvieron el mismo éxito. Hasta las ocho y cincuenta y dos, toda clase de cosas se la pasaron por la cabeza. Por fin, a las ocho y cincuenta y tres, sonó el teléfono: no era Víctor, sino un número desconocido; sin embargo, lo cogió: Víctor estaba en el hospital.

Mientras ella recorría lo que le había parecido diez kilómetros en su piso, Víctor había llegado al Hospital Nuestra Señora de la Candelaria en ambulancia. Había salido bien del restaurante, con tiempo a pedalear la bicicleta y llegar a casa de Alba en menos de media hora. Por ahorrar un poco, aunque sobre todo por hacer un poco de ejercicio, el camino desde La Laguna a su casa o la de Alba en Santa Cruz lo hacía, cuando podía, en bicicleta: al fin y al cabo, era todo en bajada. Su inspiración habían sido ella y su pasión por cuidarse: no solo se había convertido también al «pescetarianismo», sino que había empezado a hacer ejercicio, se había comprado una bicicleta plegable para poder meterla en el tranvía durante el viaje Santa Cruz-Laguna, en subida, y luego bajaba pedaleando. Sin embargo, ese día, ese sábado apacible de primavera, alguien le salió por la derecha en una rotonda cercana a Finca España: él iba tranquilo, indicando todo el tiempo, pero el tipo, en un coche negro de esos imponentes, no supo qué hacer con la imagen de un ciclista, tan poco común en Tenerife. Víctor creyó que el coche frenaría, el coche creyó que lo haría Víctor. El choque, pese a ser a no mucha velocidad y a que llevara casco, impregnó de tragedia el aire amable de aquella tarde de mayo.

Cuando llegó al hospital, aún con el vestido rojo acentuando su suave piel blanca y con los pendientes parecidos a perlas, lo primero que quiso hacer fue hablar con el médico de urgencias que atendía a su novio. Esa noche conocí a Alba, mi esposa.

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