El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | La casona

Por Luis Oropeza Gómez

El hombre se despertó sorpresivamente, muy sediento. Supuso que era el momento. Subió las escaleras en un chasquido y llegó a la única habitación del primer piso. Se decidió a abrirla. Del otro lado de la puerta su hijastra veía atentamente cómo giraba la perilla. El terror la inundó. Afuera llovía y las nubes, inesperadamente, cubrían el cielo y dejaban una pequeña circunferencia: la luna llena. El chillido con los escalones que hizo su padrastro al subir la desconcentró del sueño. Esperaba con horror su sangriento destino. Se protegía con las sábanas, como si estas contaran con una fuerza sobrenatural que la mantendrían con vida. Cerró los ojos. De repente, cuando creyó que él entraría en cualquier momento, oyó un ruido esperanzador: unos vidrios rotos que caían al suelo. Sintió alivio en su corazón. Su padrastro había huido al último instante por la ventana, otra vez. Se relajó y volvió a cerrar los ojos. Se quedó dormida.

La hijastra se despertó. Tenía doce años de nuevo. Se sentía feliz. Quitó la cobija que la envolvía. Al destaparse, sintió húmeda su parte íntima. Se revisó. Su calzón estaba bañado en sangre. Antes de que pudiera emitir cualquier grito, la puerta de su cuarto chilló al abrirse y un hombre apareció erguido bajo el marco: su padrastro. Ella lo miró con sorpresa y extrañeza. El hombre se acercó a la niña. Ella se sentó recargándose en la cabecera y él junto a sus pies. El hombre se sintió atraído por el rojo fresco en la prenda de la pequeña; pero, contra su instinto, se levantó de inmediato y salió de la habitación sin cerrar la puerta a sus espaldas. “Mi padre ha estado raro desde que ese loco le mordió el brazo”, se dijo a sí misma.

La hijastra despertó. Tenía quince años. Había sido un sueño. Respiró con tranquilidad e intentó relajarse. Tocaron su puerta. Se asustó. Temió que fuera el vampiro de su padrastro. Preguntó quién era. “Soy yo, Alma. Soy Ricardo. Ábreme, por favor”, le respondieron de fuera. La adolescente, en piyama, dijo: “No hay seguro. Puedes pasar”. El chico entró y su cara estaba completamente pálida: “¿Qué haces dormida? ¿No ves que tu padre está…?”. La joven, asustada, lo interrumpió: “¿Mi padre? ¿Qué tiene él?”. “Está muerto, Alma. Tu padre murió. Se encuentra recostado en el sofá, allá abajo”, dijo el muchacho. Ella quitó al chico de su camino y bajó las escaleras. Llegó a la planta baja, seguida de su amigo. Vio tendido a su padre boca arriba vestido de negro sobre el sillón. solo la criada estaba ahí. La chica se acercó con miedo. Ambas se abrazaron en señal de pésame. “Haré los preparativos para el funeral, con su permiso, señorita”, dijo la criada.

La joven miró con detenimiento a su padrastro: un par de colmillos encima de su labio inferior y, en su mano izquierda, un frasco. “Quiero estar a solas, Ric. Quisiera aprovechar para decirle cosas que no le dije en vida. Si me permites.”, le dijo a su amigo. “Por supuesto, no tienes por qué pedirlo dos veces. Estaré en mi casa, por si me necesitas. Lo siento mucho, Alma. Te quiero”, contestó el susodicho. A distracción de la criada, Alma abrió la mano del cuerpo para apoderarse del frasco. Entre manos, lo vio con atención: “Té de canela”, se leía perfectamente en la etiqueta. Lo destapó y olió su interior. “Claro está. Se suicidó. No quiso hacerme daño. Se bebió el té de canela con una ración considerable de ajo”, pensó Alma.

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