Por Diego Arredondo Morales
Sintió un calosfrío en la espalda cuando alcanzó a divisar el perfil del Chema a través del vidrio. Pensó en escaparse al baño de la marisquería o esperar detrás de la puerta a que entrara y salir corriendo a refugiarse a la casa de Arcadio. En cuclillas, escondió su cuerpo debajo de una mesa. Parecía que las olas pedían auxilio.
No descuidó ni un momento la amenazante silueta que lo estaba acechando. Pasó la palma izquierda encima de su cabeza y palpó la superficie de la mesa en busca de algo para defenderse, sintió un tenedor entre sus dedos, se figuró que un cuchillo podría estar cerca de su mano.
* * * * * * * * * * * * * * * *
—Con ese buey no trabajes, lo de la pesca es puro cuento. Tiene mala espina, es mejor que te busques otro jale, pélate a la ciudad y te vas aunque sea de macuarro, a trabajar la obra del ingeniero—le había advertido Arcadio de reojo, mientras Juan, con desconcierto, decidía.
—Pues mira que me quedo un año, nomás para juntar un dinero, y después veo hacia donde me encamino— declaró Juan, inseguro de lo que estaba haciendo.
En casa del Chema, lo primero que notó fue su cara trompuda y sus dientes afilados, parecido a una lobina. Su barba grisácea era abundante y descuidada, pero le intrigó más su manejo del machete. Partía en una mesa un jurel en trozos, exactamente iguales, con golpes fijos. Detrás del viejo, las palmeras anunciaban que estaba próxima una tormenta.
—¿Ora a usted qué se le ofrece? —gritó el Chema, mirando fijamente los ojos del muchacho, mientras terminaba de partir el jurel.
—Pues nomás, que me mandó el ingeniero a pedirte jale en la pesca.
—Vente mañana bien temprano y desayunado, ya veremos si aguantas la jornada.
Antes de irse, Juan notó la presencia de una mujer dentro de la casa del Chema. Se quedó mirando hacia ese punto, mientras daba las gracias.
Con la obscuridad de la mañana, salió a su nueva faena. Desde la misma distancia en que la noche anterior había pedido trabajo, lanzó un grito anunciando su llegada. El viejo de la cara trompuda, lo recibió listo para enseñarle su labor en medio del océano.
Caminaron en silencio hacia el bote, era pequeño y gastado, de unos 16 pies de eslora y unos 4 o 5 de manga, repleto de cajas, que el Chema ordenó no mover. Después de algunas horas Juan había pedido un respiro, el bote era tan compacto y lleno de cosas que no había lugar para tomar asiento cómodamente. El viejo lo miró de soslayo.
—Aguantaste más que los otros, los jóvenes como tú piden piedad a las horas de andar pescando. A la mar no le gustan los desguanzados, los vomita. Con la mar hay que ser corrioso y demostrarle que, así como ella no deja de berrear, nosotros no debemos dejar de lanzar el palangre.
A Juan le sorprendió la fuerza y voluntad que tenía el viejo, llevaban nueve horas pescando y él, más joven, ya se sentía cansado.
Regresaron a amarrar el bote. Un olor a sardinas y jitomate llegaba de la casa.
—Cómele bien, te lo has ganado —dijo el anciano mientras pasaban la entrada.
Juan reconoció a la mujer que vio antes, preparaba la cena. Los dos hombres se sentaron, la mujer sirvió los platos y se retiró sin decir una palabra.
—Es mi hija, pero no habla. Así venía de nacida, su mamá huyó cuando estaba niña.
El muchacho se quedó pasmado ante tal belleza. Sus mejillas eran rosadas y contrastaban con lo albo de su cuerpo; debía pasar la mayor parte del tiempo encerrada, pues no se le veía signo alguno de quemazón en el rostro, tampoco tenía manchas: era tan fresca su cara que parecía rozar lo gélido. Casi no habló después de verla, tan solo pactó empezar sus labores al amanecer del siguiente día.
Estuvieron algunas horas bamboleándose en las olas cuando el Chema dobló en otra dirección sin avisar. Juan esperó a ver qué ocurría, pues el rostro del viejo se veía seguro de lo que estaba haciendo.
Llegaron a un islote, el Chema bajó del bote. Con señas le avisó a Juan que callara y que caminara rápido. Cuando notó que estaban solos, se dispuso a hablar.
—Aquí seguro hay huevos de caguama, están cuidándolos los oficiales pero ahorita no hay luces, hay que agarrar el momento cuando no velan. De estos hoyos es de donde se come sabroso, pero para que desprotejan, está canijo.
—¿Nos los vamos a llevar así nomás?
—¡Pues claro, pendejo! ¡Ni modo que pidamos permiso! Si nos ven aquí seguro nos apresan. ¡Ora! agarra el costal, que yo lo lleno.
Después de saquear algunos hoyos, se fueron apresurados al bote. Antes de subirse, el Chema vio a una tortuga cercana a desovar, corrió a atraparla por las patas traseras y, de un tajo con el machete, le abrió la panza. Depositó los huevos en el costal que ya parecía repleto, luego se llevó la tortuga con ellos.
—Ahorita la aviento más al fondo, si los oficiales se dan cuenta que la partí con el machete van a irme a buscar más encabronados, de todos modos, me viene importando una mierda —y el anciano alzó los hombros, como si de verdad no le importara.
Juan lucía algo espantado, pensaba que llegar a la casa del Chema solucionaría la noche. Ver por otro momento a la silenciosa y aperlada mujer lo reconfortaría al punto de cambiar la sensación de miedo y vértigo por la de placer y esperanza.
Mar adentro, el Chema aventó la tortuga.
—Ya se la comerá uno de esos colmilludos —sentenció. Y arrancó el bote con dirección a su casa.
Cuando llegaron, la mujer estaba en la alacena. Juntaba los ingredientes para terminar de preparar los alimentos. Los hombres se sentaron, el Chema sacó un huevo de caguama y se lo puso en la mesa a Juan. Este se lo llevó a la boca con asco.
—¡Trágatelo, no lo vayas a escupir, o te pongo a limpiar la casa entera! Luego del primero saben buenos —le ordenó el Chema y salió a estirarse a la playa.
La mujer fue a la mesa escondiendo en su mano una hoja de yuca, SE LA ofreció a Juan para que se quitara el sabor a huevo de caguama. Le sonrió al dársela y rozaron sus manos, luego caminó rápido a la alacena, tratando que el Chema no notara lo que había hecho. El muchacho se sintió salvado, tragó sin masticar, luego mordió la hoja de yuca, sintiendo aún la suavidad de los dedos de su salvadora. No podía dejar de mirarla, quiso agradecerle, pero pensó que el anciano regresaría en ese momento y lo escucharía.
—¡Ora tú, qué tanto miras la alacena! Si no te gustaron los huevos, váyase a cenar a su casa, que aquí no es restorán ni marisquería —dijo el Chema decidido y se levantó enojado de la mesa, al parecer por el desprecio de Juan a la comida. Pero era en realidad otra cosa lo que más le había perturbado, era claro que Juan no dejaba de mirar el sitio donde se encontraba su hija.
—Una vez vino un chilango que, igualito, nada más miraba para la alacena. Yo dije, o me quiere robar la comida o está todo pendejo y no sabe que cuando se come se mira el plato. Lo agarré del cabello y lo azoté de boca en la mesa, para que se atragantara de caldo. Luego, nomás por pura chinga, le pegué un machetazo en la pierna, así, que le cueste regresarse. ¡Vamos a ver si vuelve, vamos a ver si vuelve! —repitió el Chema, con el propósito de que quedara claro su enojo.
Juan se levantó y agradeció la cena. Se fue caminando nervioso, mientras pensaba en la hija del Chema, en cómo el océano hablaba lo que ella no podía, las olas bramando detrás de la casa, eran tal vez el lenguaje de aquella mujer sigilosa. Tuvo miedo del Chema, o mejor dicho, de no tener las fuerzas para dejar de mirar a su hija.
Desde que tenía recuerdos, siempre había dudado en cada decisión que tomaba. Ahora se había prometido no retractarse, iría a visitar a la hija del Chema, a la hora que sabía que el viejo estaría trabajando en la pesca.
Al llegar a su casa, la miró por la ventana: se encontraba acomodando unos latones. Cuando sus ojos se encontraron a través del vidrio, Juan sonrió y alzó la mano para saludarla, luego hizo una especie de reverencia, algo parecido a un agradecimiento. La mujer sonrió también e hizo una seña con la mano, indicando a Juan que aguardara. En esa espera, tan solo el oleaje se escuchaba, impaciente y las palmeras aireadas anunciaban la borrasca. La mujer volvió a la ventana con otra hoja de yuca, la abrió para que Juan se acercara a tomar el obsequio. Al recibirlo, entrelazaron sus dedos, se miraron de frente y el muchacho tuvo el valor de pasar la mano desocupada por el pómulo de la mujer, trazando una especia de lágrima al bajar sus yemas por el rostro femenino. Después de la caricia, lograron besarse a través del contorno del vidrio.
Al despegar sus labios, Juan notó la silueta del Chema a lo lejos, amenazante, desenfundaba su machete y corría hacia su casa, mirando a Juan fríamente a los ojos. Este se quedó pasmado, no supo si escaparse o enfrentarlo, pero el viejo desvió su carrera al interior de su casa, con la ventana abierta, Juan pudo percatarse de que la mujer era atacada briosamente. Pensó en entrar y defenderla, pero sus piernas temblorosas le impidieron el paso. Escuchó algo parecido a un aullido, reconoció el grito de la mujer y supo entonces que era capaz de hablar. No obstante, entre la duda, huyó titubante del lugar y notó, al girar la cabeza, que, no tan lejos, el viejo lo perseguía enérgico.
Echó a correr sin detenerse hasta que el cuerpo le pidió reposo, igual al primer día que pescaron juntos. Se metió en una marisquería, buscando algún lugar donde ocultarse y fue ahí que notó la silueta del Chema a punto de entrar al mismo lugar. Se preguntó cómo un hombre de tal edad podía mantenerse en pie y alcanzarlo, con tanto brío después de tantas horas pescando, sintió un pavor desmesurado.
Ya se lo había advertido Arcadio, pero fue necio. En ese momento preferiría estar tranquilamente trabajando en la ciudad, en la construcción del ingeniero. Sin embargo, le vino de pronto la imagen de la hija del Chema, la mar sonando a su espalda, el ruido de la brisa que le recordó el lastimoso alarido de aquella mujer blanca, la hoja de yuca que le había ofrecido; luego, la golpiza que le propinó su padre para silenciarla.
Cuando el viejo entró a la marisquería con el machete en la mano, Juan se levantó para lanzarse sobre él con un cuchillo que tomó de una mesa. Por primera vez en su joven vida, se sintió con la certeza de tomar la iniciativa. No esconderse, no cansarse, atacar antes de ser atacado. Percibió un enorme temple al empuñar el cuchillo y lanzarse fiero sobre el Chema.
—Te voy a dar en la madre como le diste a tu hija —alcanzó a gritar Juan antes de recibir profundamente el filo del machete en su barriga.
Categories: El cuento en cuarentena, General