Por María Crescencia Capalbo
Sentada en el sofá-cama Sofía intentaba alejarse de sus pensamientos más profundos. Había transcurrido algún tiempo ya de ese accidente que cambiaría su vida y la de todos. Llegó a la clínica muerta, asistida por los médicos de la ambulancia mientras hacían maniobras de resucitación. Cuando llegaron a la guardia estaba él, el amor de su vida. Había tenido una cesárea de urgencia, se estaba yendo.
Bajó su madre, pálida, temblando, deseando que aquello no estuviera ocurriendo. Apenas la vio Martín supo de quién se trataba y se acercó preocupado. Leticia rompió en llanto, en un llanto desgarrador y desesperado. “Se está muriendo, Martín. Sofía se está muriendo”.
Sus signos vitales eran nulos. El médico de emergencia gritó “Se nos va”, y en un segundo Martín estaba sobre Sofía haciéndole RCP. Llegaron en cuestión de minutos a terapia intensiva. Martín continuaba sobre Sofía realizándole reanimación, el cardiólogo de turno comenzaba a pasar medicación intravenosa y treinta unidades de insulina. Había llegado a 650 y estaba teniendo un paro cardiorespiratorio. Sofía estaba, estaba más allá de la vida, estaba más con la muerte. Martín ahora se encontraba del lado derecho. No dejaba de hacer reanimación, una enfermera comenzaba a entubarla, Sofía no respondía.
“Vamos, Sofía, no te vayas, no te vayas”, dijo mientras aún seguía intentado lo que ya parecía imposible. “Vamos, mi amor, vamos, tenés que volver”.
Le habían realizado electroshocks, Sofía no volvía. Sofía estaba clínicamente muerta. Uno de los cuatros médicos que había se acercó a Martín y muy bajo susurró “Déjala ir” y sin más sentenció “Hora de fallecimiento 00.55, paro cardiorespiratorio”. Martín miró hacia su derecha con los ojos llenos de lagrimas, cansado de pelear con la muerte. Su colega se acercó una vez más a palmear su espalda y decirle “Hiciste hasta lo imposible por traerla de vuelta, pasaron más de 90 minutos, Martín. Sofía se fue”.
Abatido por la muerte, Martín se quedó mirando a Sofía. Sus brazos ya no respondían para seguir haciendo la reanimación. Sus manos, aún en el pecho de ella comenzaron a temblar, al igual que sus piernas. Dio unos pasos atrás, se secó la transpiración y las lágrimas mientras en desesperación se agarraba la cabeza y lloraba en silencio. Sofía tosió ahogada y abrió sus ojos, giró su cabeza hacia Martin y susurró un “gracias”. Después de un arduo trabajo en equipo, Sofía había vuelto.
Estuvo tres días en terapia, en un coma farmacológico hasta que la trasladaron a un centro de alta complejidad y la operaron del corazón. Martín había ido siempre a verla, a hablarle, sabía que ella lo escuchaba, lo sabía porque había cambios en su ritmo cardiaco, porque ella movía apenas y con gran esfuerzo un dedo, porque se le caía una lágrima.
En Rosario aquello no pasaba. Martín no estaba para hablarle, allí no había nadie que la hiciera sentir viva, hasta que un día, su voz inconfundible y sus palabras de siempre se volvieron a sentir. “Mi amor, chiquita querida, estoy de visita, vine a Rosario a verte”. Y sin más Sofía despertó. Despertó del largo sueño en el que había estado.
Hablaron en una especie de ida y vuelta en el que Sofía despertaba y volvía a dormir. Estaba tranquila, el amor de su vida estaba allí, junto a ella. Tres días después, ya en la habitación, fue Martín quien le dio la noticia que se iría a casa. Su amiga, Mariela, la había cuidado en esos días y él estaba de paso, así que la llevaría a casa.
Rosario comenzaba a quedar atrás. Sofía iba callada, sumida en sus pensamientos, mirando el horizonte rosado que dejaba el atardecer. Sin titubear le pidió a Martin parar a un costado de la ruta. Se bajó y caminó hacia el capot del auto, allí se apoyó. Martin la seguía por el lado izquierdo, se acercó y la abrazó.
“Los matices del atardecer, rosado, naranja, amarillo. Ese brillo del sol ni tan caliente ni tan frio, a temperatura justa… los destellos y los rayos del sol, tan brillantes, tan perfectos, tan luminosos… cuando caminé hacia la luz, se veía justamente así. Al principio sentía la opresión que me ejercías sobre el pecho, sentía ese tubo por mi garganta, sentía el dolor, pero cuando más cerca estaba de la luz, todo dolor, todo sentimiento de miedo y tristeza se iba, se disipaba. La luz comenzaba a brillar más y más, enceguecía pero podía ver, podía ver sin miopía. Hacia tanto tiempo que no veía tan bien de lejos, que no los veía, a ellos…pero estaban todos y muchos más”.
“Ese día pude comprender por qué siempre me sentía cortada por la mitad, vacía, hundida en ocasiones en esa tristeza de pensar que me faltaba una parte. Estaba a pocos metros de papá, agarrada de su mano. Ella era perfectamente igual a mí, pero más angelical, tenía rasgos más finos, más delicados, más rosadas sus mejillas, más vivos sus ojos. Estaban todos y muchos más. Estaba ella, mi otra mitad perfectamente gemela mía. Me sonrió con un desquejo de alegría al verme pero se mantuvo alejada de mí, se mantuvo al margen de la vida y de la muerte. Y papá, papá me lo decía en susurros: ‘Azul, tu hermana gemela que falleció en pleno parto’. Ahí comprendí por qué sentía durante estos años de vida tanto vacío, tanta tristeza, tanta soledad aunque estuviera acompañada. Comprendí por fin por qué a veces veía por dos, sentía el doble y vivía dos vidas. Pues una era la de Azul, la otra la mía”.
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