Por José Alejandro Paz
Entre el barullo de la reclusión femenina de Bogotá conocida como “El buen pastor”, Gustavo Sarmiento caminaba con el cuerpo de investigación policial hacia la escena del crimen; el hedor nauseabundo que circulaba por los pasillos del abandonado lugar reafirmaba la necesidad de llevar un tapabocas en el kit de seguridad: la fetidez era tan penetrante que provocaba salir corriendo lo más pronto posible. Mientras se daba paso a la atmósfera putrefacta que tenía el lugar, sus colegas restringían la zona como prohibida; se acercó a la celda correspondiente y entonces observó la sangre negra y seca regada por el piso, el cuerpo en descomposición de la víctima en una de las esquinas, y, alrededor, nada más que una gris habitación con una litera y un par de sucias sábanas manchadas; caminó por el lugar examinando los detalles más sencillos. En la litera superior, entre la almohada, el investigador encontró un conjunto de hojas dobladas, lo que sería imprescindible para el impacto que recibiría aquel día. Sin documentar la posición inicial de la evidencia, le fue inevitable extender los brazos y después de hacerse con el manuscrito: Sarmiento sintió imposible abstenerse a leerlo, como si de una adicción se tratase.
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Me llamo Beatriz Castro, soy huérfila, un término poco común referido al júbilo que guardamos las madres al perder un hijo; y lo que usted leerá en las siguientes líneas, es la historia de mi llegada a este inhabitable lugar, gracias a los talleres de escritura ofrecidos en los programas carcelarios, obtuve la mejor arma que una persona puede llegar a tener, un bolígrafo, y con su ligereza lograré mi objetivo rápidamente.
Era 7 de diciembre de 2019, un día en el que algunos colombianos se preparan para iluminar las calles con faroles navideños, compartir una cena especial y encender el fuego por la unión familiar, pero la realidad para los que estamos abajo no cambia, nosotros encendemos una vela diaria al santo para salir a las calles a buscar el pan. Después de un largo día de trabajo vendiendo velas, regresé en la noche al inquilinato con mi hijo de trece meses dormido entre los brazos, subí las escaleras hasta llegar a mi residencia. Abrí la puerta, encendí la luz y dejé a mi pequeño en la cama, aún recuerdo la inocencia de su carita envuelta entre una larga cobija azul, no solo se llamaba Ángel, lo parecía; apagué la luz y me acerqué a la ventana abierta, tenía la suerte de visualizar a la ciudad desde lo alto, encendí un cigarrillo, el último de ellos; y entonces, mientras miraba el paisaje comprendí el injusto equilibrio del universo, mientras unos han llevado una vida maravillosa, otros vivimos una mierda; y cuando muchos viven su mejor noche, otros vivimos la peor de ellas; apagué la colilla, cerré las cortinas y me preparé para descansar, me acomodé en el lado izquierdo de la cama y acogí a Ángel en mi pecho, cerré los ojos y lo que sentí después fue el comienzo de mi llegada al infierno.
Abrí los ojos, una leve luz amarilla iluminaba la habitación desde afuera, me hallé sentada junto a un montón de muñecas regadas por el piso; un poco de música llegaba por la puerta entreabierta desde la sala, era la habitación de mi infancia; me levanté, caminé lentamente hacia la puerta, podía ver siluetas de personas en el piso, entonces, los gritos de mamá y papá discutiendo inundaron la casa, pronto llegó el estruendo de los golpes que ella recibía, seguidos de llanto e insultos desgarradores; me llené de valor y jalé la manija, la cantidad de luz parecida a la de un rayo me cegó, y confundida, mientras volvía la claridad, caminé torpemente hacia afuera. Nada. La sala estaba vacía, todo se asemejaba a la fría pesadez de una profunda pesadilla, tan inmunda y tan oscura que percibí a Satán; me limité a seguir la luz, pisada tras pisada empecé a sentir el frío del suelo en mis pies descalzos; en la cocina, yacía un espectro oscuro, sentado y apoyando los codos en una mesa, el miedo se había esfumado, me senté frente él con la mirada clavada en sus ojos negros, una helada sensación de fatiga inundaba mi cuerpo, era como nadar en el mar durante la noche, sin luz, con locura; el sonido se fue perdiendo poco a poco hasta quedar en silencio, después, la única emisión que crecía era una voz sombría que salía de lo que se asemejaba a una boca humana, el movimiento del palabreo se extendía con rapidez mientras un eco se apoyaba en mis oídos, era una lengua que jamás había escuchado antes, pero podía entenderla, me pedía preparar la cena; me levanté de la mesa y seguí paso a paso sus instrucciones – Elegir, matar y servir.-Tomé un cuchillo de la cocina, me acerqué a una pocilga donde se encontraba un único cerdo pequeño, lo llevé entre brazos afuera y en un solo momento le apuñalé tres veces el corazón, el chillido del animal era tan grande que aún lo llevo en los tímpanos, mientras la sangre corría por el piso, su cuerpo perdía poco a poco el movimiento; esperé hasta que detenga su agonía para poder destaparlo, quitarle las vísceras, desplegar la carne y cocinarla. Después de la preparación, lo serví con lechuga en siete platos diferentes, uno para mí, seis para él, me senté nuevamente frente a la mesa, pero el demonio parecía no estar satisfecho aún. –Nada más dulce que la propia sangre. – dijo, rompiendo el silencio con brusquedad y sadismo.
Al terminar de comer, la distorsión de sonidos y luces volvieron a mi cabeza, el demonio había desaparecido y el llanto de una niña me obligó a dirigirme nuevamente a la habitación, continuaba caminando descalza por la sala, mientras la lluvia golpeaba con fuerza el tejado, el llanto se me hacía cada vez más familiar, abrí la puerta, y entonces, visualicé la imagen de mi propio padre abusando de mí cuando apenas tenía doce años; un montón de voces no paraban de hablar y en un momento llegaron burlas apuntando mi rostro por ser una mujer violada; me desplomé en el suelo, y las luces desaparecieron con prontitud. Aunque parezca increíble la manera en la que cambian las cosas, jamás sabrá usted cuándo Satán vendrá a visitar, llevándose por encima los últimos rayos de felicidad.
Fui encontrada por la policía en la cocina del inquilinato, con la sangre de mi propio hijo en las manos, los vecinos habían llamado cuando escucharon los alaridos de mi pequeño Ángel agonizando. No me dieron oportunidad de visitar un hospital psiquiátrico, dijeron que mi salud mental estaba en perfecto estado y que tenía que pagar en la cárcel por lo que hice; quizá deba ser de esa manera, pero la verdad es que ni la peor condena carcelaria será suficiente para perdonarme la atrocidad que cometí, no existe tortura humana que me haga pagar lo que hice, por esa razón, doy mi testimonio con este bolígrafo antes de liberarme del cólera que me envuelve, soy una alma perdida y volveré a mi lugar de partida, el infierno.
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Al terminar de leerlo, Sarmiento, impactado, volvió su mirada a su entorno; el cuerpo de Beatriz yacía en una de las esquinas de la celda entre sábanas, ropa y algunos implementos de aseo. Dejó el manuscrito donde lo había encontrado y caminó tímidamente hacia ella: la miró como si la conociera desde hace muchos años y observó, bajo una mirada perdida, el bolígrafo atravesado en su cuello. Ensimismado, el investigador se apresuró a terminar el protocolo fotografiando la escena y almacenando las evidencias con discreción en diferentes sobres plásticos. Salió con rapidez, tratando de abandonar la culposa presencia oscura que se había instalado en él.
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