[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]
Por Omar Serrano García
I
Jamás había reflexionado tanto sobre el movimiento estudiantil del 2 de octubre como desde que entré al CCH Oriente. Naturalmente, lo había escuchado, sabía qué había ocurrido, recuerdo haberlo oído en boca de familiares, en pláticas de adultos. Mi tía Imelda repetía hasta el hartazgo que «ese día» —siempre enfatizando estas dos palabras— , por aquel entonces cursaba la preparatoria en la UNAM, iba a asistir a la marcha, pero mi abuela, mujer tradicionalista, no quería que anduviera en esos «argüendes de la política».
Francamente el tema no me importaba mucho. Paréntesis y antes de que se me juzgue, ¿qué conciencia puede tener un adolescente de quince años sobre la política y los movimientos sociales? Por suerte, el ápice de conciencia que poseía me sirvió para comprender, durante mis clases de historia, la dimensión de semejante atrocidad.
En mi primera semana de clases, a principios de agosto de 2012, la profesora de historia nos obligó —sí, obligó— a asistir a las conferencias y círculos de estudio organizados para que los estudiantes (como yo) tuvieran memoria histórica y se enteraran de lo que fue el movimiento estudiantil de 1968. Allí conocí —verdaderamente— la magnitud del genocidio. No lo podía creer: fotos, documentos, lecturas y testimonios de gente que estuvo ahí; no sé cuáles fueron más impresionantes, las historias contadas por personas que vivieron ese hecho histórico —y que marcó a toda una generación, además de despertar la conciencia social de los mexicanos— o los testimonios de algunos periodistas que cubrieron el acto, pero que fueron obligados a callar si no querían que su trabajo —y en otros casos su propia vida— corriera peligro.
Para concluir, debíamos elaborar un trabajo de diez cuartillas sobre el movimiento. Aunque al principio —es decir, mucho antes de la conferencia— renegué para mis adentros de tal tarea, ahora estaba sumamente intrigado y entusiasmado por conocer a fondo todo sobre la Matanza de Tlatelolco.
Cuando concluyeron las clases, alrededor del mediodía, me encaminé a la nutrida biblioteca del CCH. Tras una breve búsqueda en la base de datos, hallé, por lo menos, una docena de libros alusivos al tema. Escogí el material y con las ganas —que no la habilidad— del más experto investigador, me sumergí en su lectura e hice, cuando lo consideraba pertinente, notas para mi trabajo.
Leí testimonios crudos, tan crudos, que me dio muchísimo coraje saber cómo el pueblo, la sociedad —del gobierno, ni hablamos—, había permitido tal barbarie; ¿por qué no se había castigado a los culpables?, ¿acaso nadie exigió justicia?, ¿qué clase de país que se jacte de ser democrático usa al ejército para disparar abiertamente contra sus propios hijos?
Cuando un tema me apasiona, procuro agotar los materiales a mi alcance; así, sin darme cuenta, un bibliotecario me tocó el hombro para avisarme que ya iban a cerrar y que, si quería, podría llevarme hasta tres ejemplares a mi hogar. El tiempo se me había ido volando, pues el tema y los materiales habían convocado todo mi interés; sin embargo, tuve que abandonar mi ensimismamiento debido al horario.
Dieron las 9:15 cuando estaba abordando el camión hacia el metro. A las 9:30 ya me encontraba subiendo al vagón rumbo a Pantitlán. Por aquellos años, yo vivía cerca del metro Indios Verdes, por lo cual debía recorrer media ciudad para trasladarme de mi casa a la escuela y viceversa. Al transbordar en Centro Médico para tomar el último tramo de mi recorrido, el cansancio estaba comenzando a vencer mi interés por la lectura; por lo tanto, decidí, en este último trayecto de mi viaje, guardar mi libro. Sin embargo, el agotamiento, nuevamente, me venció; sucumbí, sin siquiera notarlo, a un sueño profundísimo.
Cuando desperté (no sé cuánto tiempo me dormí, no debió haber sido mucho, yo no suelo dormir en el transporte, de hecho, aborrezco —aunque comprendo— a quienes lo hacen) el ambiente estaba muy extraño. Tenía una sensación de que algo fuera de lo común sucedía. Flotaba en el aire cierta pesadez, se notaba un ambiente enrarecido. Me hallaba solo en el vagón, que, por cierto, estaba detenido en una estación con las puertas abiertas. Aunque las luces del tren estaban encendidas, se percibía en el ambiente una extraña oscuridad. Luego de diez minutos de esperar a que el tren avanzara, sin que se observara el menor movimiento, decidí bajar del vagón a averiguar qué ocurría. El andén, misteriosamente, estaba vacío. Parecía un cuento de terror. Estaba en la estación Tlatelolco.
Con más curiosidad que valentía, crucé los torniquetes de salida; no había un solo policía, ni siquiera taquilleras, aquello estaba más solo que un desierto. Finalmente, opté por salir de la estación. Tanta calma y soledad, en un lugar cerrado como el metro, me causaban ansiedad. Ojalá nunca hubiera salido.
II
Cuando emergí de la estación Tlatelolco, las imponentes construcciones de la Unidad Habitacional me sorprendieron: estaban más grandes, más lóbregas pero, al mismo tiempo, más nuevas que nunca. Por instinto, diría más bien por un acto reflejo, quise volver sobre mis pasos para guarecerme en el metro; sin embargo, la entrada del metro había desaparecido, en su lugar se hallaba una banqueta tan sólida como la que yo pisaba, como si nunca hubiera existido. La situación era cada vez más rara.
Efectivamente, parecía que se había oscurecido muchísimo, era una noche negra, jamás había visto semejante negrura, salvo en lugares de campo despoblado; la calle se encontraba, como el metro, vacía. No tuve más opción que caminar hacia el Eje Central. Iba dando pasos lentos como esperando que en cualquier momento alguien o algo me sorprendiera mientras caminaba. Habría dado lo que fuera por ver a cualquier persona, por no sentirme ajeno, perdido. Al llegar a la esquina, todo cambió.
En el cruce del eje dos norte y eje central, pude vislumbrar —mirando hacia el centro de la ciudad— una muchedumbre, una gigantesca masa humana; sus pancartas dejaban clara su consigna: ¡Fuera el ejército de la Universidad!
En general, soy una persona que rehúye de las multitudes, del gentío, pero mi pánico por no ver a nadie más en la calle me obligó a encaminarme hacia la manifestación. Al acercarme, pude distinguir ya algunos rostros. Casi todos eran jóvenes, un par de años mayores que yo; no obstante, iban vestidos con un tipo de ropa que usarían mis padres: suéteres, pantalones ajustados de la entrepierna y que se hacen holgados al bajar a la pantorrilla, camisas con cuellos levantados sobre el suéter, peinados extraños que de algún modo me resultaban muy familiares. ¡Claro —rememoré—, las fotografías de la mañana! No puede ser —me dije—, estoy en el movimiento estudiantil del 68, es el dos de octubre y van a masacrar a todos estos muchachos, incluyéndome.
Tan pronto como salí de mi sorpresa, sin reparar siquiera en cómo había logrado viajar en el tiempo, traté de advertir, a gritos, a la multitud, de dispersarlos desesperadamente.
—¡Es una trampa! —les grité—. Hay militares infiltrados en la manifestación e instalados en las azoteas de la Unidad Habitacional, militares en posición para dispararles. ¡Huyan! ¡Corran!
Parecían no escucharme y, efectivamente, ni me escuchaban ni me veían. Era como si yo no existiera. Por más que gritaba a los oídos de algunos o trataba de sacudirlos ni siquiera se inmutaban, los veía alegres, gritando consignas de respeto a la autonomía universitaria, pero yo no podía advertirles el destino que les deparaba. Estaba destinado a ser únicamente un espectador; el tiempo corría, yo no podía hacer nada y el momento se acercaba. De pronto, vi un helicóptero arrojar luces de bengala que tiñeron de un color verde el cielo nocturno: esa era la señal, la matanza estaba por comenzar.
III
Todos los estudiantes se encontraban en la plaza de la Tres Culturas reunidos, aglomerados, siendo arengados. El panorama era de lucha, de reclamo; en el aire vibraban los cánticos, los gritos, las voces de esos muchachos, cuyo energético tono ya no volvería a vibrar. En cuestión de segundos y tras las bengalas del helicóptero, comenzó todo.
Como movidos por un engrane y a un tiempo, cientos —¿quizá miles?— de soldados se apostaron en las azoteas de los edificios que hacían guardia a la Plaza, en cada uno de los pasillos de sus múltiples niveles había militares. Los vi apoyarse en el barandal de concreto en posición de combate, se parecían a mis soldados de juguete; pero estos no querían jugar, estaban listos para matar, para masacrar. El blanco: un montón de estudiantes cuya única arma eran sus ideas, su vigor, su intelecto, sus sueños y esperanzas que de nada les sirvieron ante las balas crueles de un gobierno intransigente e ignorante.
Por otro lado, una muralla de soldados amenazaba con aplastarnos. Varios tanques de guerra, imponentes, impertérritos, esperaban para escupir sobre nosotros la muerte.
De pronto, como agua arrojada con una jícara a la calle, cayó la primera ráfaga. Los gritos fueron nuestra única respuesta. Jamás olvidaré cuando vi caer a los primeros compañeros, unos murieron al instante; para otros la agonía fue lenta. Súbitamente la «llovizna» se convirtió en aguacero, los truenos —hórridos— arribaron a la plaza. Todo era caos, como cuando llueve a manos llenas; nadie sabía dónde ocultarse. Gotas de plomo y metal, caídas de todas partes, les agujeraban el cuerpo.
Vi caer miles, uno tras otro, como árboles talados, como fichas de dominó. Todos caían a mi alrededor. Gente mutilada, amigos cargando a sus colegas heridos o a sus muertos. Vi a un muchacho corriendo con solo el brazo y la mano de un amigo, el resto del cuerpo había sido mutilado. En menos de media hora acabaron con todos.
A los que lograron sobrevivir los siguieron lastimando: los golpearon hasta la inconsciencia para después subirlos a camiones de policía con rumbo desconocido. Yo sabía bien que esos jóvenes jamás volverían a ver la luz del sol, ni siquiera puedo asegurar que sobrevivieran más de un día.
—¡Órale, pinches revoltosos! —reclamó uno de los policías.
—¡A ver si así aprenden, cabrones! —gritó un segundo uniformado.
En sus reclamos no había la menor empatía por acabar con la vida de otro ser humano, un ser vivo que podría ser su hijo. Nada les importaba, ellos solamente cumplían órdenes.
Una escena de guerra era aquella noche la plaza; no se podía caminar sin pisar cuerpos o heridos. Yo únicamente pude, luego de la masacre, encogerme, poco a poco, hacia el suelo. Me tiré como un niño asustado y comencé a llorar de la rabia, del coraje y del miedo.
Sentí una fuerte mano que me asió del hombro derecho.
—Llegó mi hora —pensé.
La severa voz de un policía me despertó:
—Se acabó el viaje, joven. Hasta aquí llegamos. Fue la última corrida.
Me desperté en el metro Indios Verdes. A diferencia de la última vez, todo parecía de una extraña normalidad. Ya era la media noche y debían cerrar el metro.
Todo fue un sueño.
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