Antología

El cuento en cuarentena | Ya sé que te llamas René

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]

Por Ray Veiro

Pasa frente a aquel hospital, tanta gente dentro y tanta gente muriendo. Ya cansado de la palabra «tanto», quiere pensar en las cosas simples, en lo escaso. Se repite en voz alta «poco, poco, poco», frente al hospital municipal, como loco. Lo mira una señora de cara común. Lo mira un policía. Lo mira una enferma de cáncer terminal. Piensa poco.

Los ojos. Las hojas. Ojos dibujados sobre las hojas. Envuelve en hojas los ojos. Piensa poco. Los ojos de los cuerpos que se creman cada mañana, sin pena ni gloria. Los ojos de los muertos que se entierran cada tarde. Finalmente, las hojas en las que se recogen las cenizas de los ojos quemados para luego echarlos en una urna. Comprendes, sin ojos, sin hojas. Comprendes, sin ceremonias. Comprendes, poco.

Pero está frente al hospital municipal y ahí nada ocurre en pequeñas proporciones. Los hospitales repiten el discurso magnánimo que grabó la muerte desde antes. Ensayar como es sabido, lo que la muerte dictó hace tanto tiempo. René no quiere en este momento pensar en el país ni en las muertes de los hospitales del país. Piensa poco. Tiene hambre. Hace rato que anda ambulando. Ya está oscureciendo y no ha comido nada.

A René solo le interesa que sea la hora indicada. A las 8, el relevo. El hospital repite el discurso épico del cuidador. Un héroe corredor. Carrera de relevos. René viene a inicios de semana y releva a la mamá que a su vez relevó a su tía y, por último, este a su hermano. No se admiten animales. Ahora quédate con tu primo, ahora quédate con tu abuelo y ahora con tu amigo. Por último quédate tú mismo. Quédate, pero quédate en serio. No te vayas. No se admiten animales. No llega la hora.

A las 8, el custodio que, obviamente, custodia el lugar donde la muerte dicta lo que escribió hace mucho tiempo atrás, será relevado por otro custodio que a su vez, más tarde, será relevado por otro y así sucesivamente.

Poco o casi nada se puede hacer para detener el influjo de custodios que pasa por esta puerta siempre llegada la hora. A las 8. Por favor, a las 8. Ahora no. La muerte no tiene escrito nada para este momento, la habían cogido desprevenida, embelesada, abúlica. No goza de popularidad en estos tiempos ni en ningún tiempo, pero aprendió a no ser querida. Ahora no, a las 8 es cuando aparecerá de nuevo su discurso e inevitablemente tendrán que repetir la lista que ella ordena, por miedo/por respeto, porque así debe ser.

Ay, si estás en la lista de las 8. Ojalá la muerte no se aparezca. Si viniera solo para quien la pide. Que se lo pidan otros, tú quédate. Bailaremos al final de todo, migraremos; es decir, conoceremos otros olores. ¿Cómo se vestirá la gente allá? Iremos donde no haya verde, ni siquiera en primavera, ni siquiera ahora. Volveremos. A las 5. A las 8. A la hora que me llamen voy, pero solo contigo, solo si te quedas.

Ahora el reloj marca las 8. A dejar de soñar. Soñar, poco. El reloj marca las 8, es hora de repetir 8, de nuevo 8 y sentir cómo empiezas a mearte. Viene otro custodio que releva al custodio. Y por allá el médico que releva al otro médico. Y los vivos a tomar la cama de los muertos recientes. Aún tibios, los vivos no dejan que se enfríe el lugar. Carrera de relevos y tú, lamentablemente, corres poco. Viene la lista: Armando/Alberto/Bartolomé. ¿Es por orden alfabético, doctor? Por orden alfabético, efectivamente. ¿Hay alguien en la D? Pues en la D, por supuesto: se necesita al menos un ejemplar por cada letra; así lo dicta la muerte, nosotros solo repetimos su discurso. Gracias, doctor… Bianca/Celine/Cecilia/César/Daniel/Dalila/Elizabeth…

Daniel, Daniel, Daniel…

Me muevo, solo. Únicamente arriba es donde hay agua potable, en el segundo piso. Pero no alcanzo a coger fuerzas en las piernas. Tengo sed. Tengo hambre. ¿Por qué te fuiste?, ¿no querías ir conmigo a vestir playeras, a oler otras pestes?, ¿por qué no te quedaste? Y tuvo que ser en la lista de las 8, no después. ¿Por qué no después? Ahora no tengo ojos para eso. El día, me he pasado el día frente al horno y la tarde jugando con tierra. Solo. Tuvo que ser a las 8. Justo a las 8. Y repetir 8 hasta el cansancio. Pienso, poco.

Doctor, ¿cómo puedo verlo? En el segundo piso. Estará en el segundo piso solo unos minutos, luego lo llevaremos abajo. Ya sabes, abajo. ¿Puedo subir, doctor?, ¿puedo tocarlo?, ¿puedo decirle que se quede aunque sé que no se quedará? Que mis ojos no vean la ausencia. Que mis ojos no vean la ausencia, doctor.

Subir las escaleras. El elevador demora demasiado. Subir. Anábasis. Que mis pies no vean lo que piso. Que mis manos no vean lo que toco si no lo toco a él. Blanco, demasiado blanco. Te dije que te llevaría a visitar un lugar blanco, eternamente blanco. ¿Qué es eso que te cubre las manos?, ¿qué es eso que te cubre los pies? Que mis ojos no te vean cubierto. Desnúdate, pero desnúdate ahora. Estamos solos. No tengas miedo. Yo te amo. Te dije que iba a ser en el lugar más blanco que conocieras nunca. Te dije que íbamos a ser felices. Todavía estás tibio. Tus labios rosados y cuarteados. Te han salido algunos pelitos en tu axila en los últimos días. Bésame. Estás desnudo y hermoso. Y esa cicatriz en tu estómago me habla sobre el dolor. Y el lunar de la nalga me habla sobre el día que nos conocimos: me dijiste «es la primera vez que alguien que no sea mi mamá lo ve».

Ahora estoy lamiendo el lunar, lo sientes, y tus nalgas ya se están endureciendo por el rigor mortis. Puedes sentir mis dedos masajeando dentro. Poquito a poco, lo sientes, está caliente aún. Te dije que no te durmieras. Ya te dije que te amo y que hago cualquier cosa por ti. Gime. Te gusta sentirme dentro. Un poco más. Ahora sangras como la primera vez, solo que sabemos que es la última. Ahora me dirás que nunca quisiste irte. Voy a terminar. Dime que me amas. Tendremos un hijo. Luego de las 8, en el relevo. ¿Te gustó? Ya me tengo que ir y supongo que pronto te bajarán. Ya sabes, abajo. Yo en cambio me iré, por otro camino. Te amo.

René cubre su cuerpecito verdeazulado, sale corriendo del hospital, pero espera un rato fuera. Antes no había hablado de nada importante; sin embargo, ahora está decidido: dejará de trabajar, buscará algo que lo motive, algo nuevo, algo vivo. Será un hombre rebelde, un hombre que dice sí cuando hay que afirmar y dice no cuando hay que negar. El decidirá. Seguirá en busca del blanco como tanto buscó Él antes, como buscarán otros y luego otros más detrás. Ya se perdió la cuenta. Ahora Él está solo, feliz y hermosamente cubierto. No habrá que cerrar los ojos porque se fue feliz y la felicidad únicamente se percibe cuando te brillan los ojos. No habrá que rellenar más hojas: ¿con cuántas personas vives?, ¿consumes droga, alcohol, cigarros?, ¿tienes animales? No se permiten animales. No es no.

René reflexiona, sin pronunciar palabras en altavoz. Tonto, afásico, disléxico. Reflexiona hasta que una algarabía lo saca del medio. Lo empujan. Lo tocan por la espalda y por el frente, manos extrañas. Le gritan «corre», le gritan «ayuda», le gritan «mira ese muchacho». Alza la vista y alcanza a ver a un joven de unos 20 años sobre la azotea del hospital municipal.

Un joven quiere lanzarse desde la azotea del hospital municipal. Los hospitales repiten la épica que escribe la muerte. ¡NO!, gritaban todos, eres muy joven. René comprendía más que nadie a ese muchacho. Pudo ver sus ojos hace un rato en las escaleras, desde un espejo; aunque se repetía «que mis ojos no vean, que mis ojos no vean», pudo ver y vio, con los suyos propios, los ojos de aquel muchacho brillar de felicidad. La felicidad solo se percibe cuando te brillan los ojos. René comprende a ese joven y lo que es ser joven en general, pero realmente eso no explica por sí solo por qué quiere lanzarse de la azotea del hospital municipal.

Es harto sabido que desde hace mucho ronda una crisis que cristaliza los ojos de la gente y pareciera que brillan de felicidad, aunque en realidad están ciegos, ciegos de blanco. Esa no la inventó ni René ni el muchacho. Muchos advirtieron antes que nosotros sobre esta crisis, pero ya sus nombres aparecieron también en una lista a las 8 de la noche. En cambio, ahora son las 6:26. El reloj del hospital municipal marca las 8, siempre; sin embargo, mi reloj menciona esa hora terrible y dolorosa: las 6:26.

El muchacho explota bocarriba sobre el pavimento adoquinado y viejo. René corre. Que mis ojos no vean el miedo. Que mis ojos no vean, no vean. Llega hasta su cuerpo, mira su cara joven e intacta. Ahora habrá que recoger los ojos en una hoja, quemarlos, echarlos al mar. Sin ceremonia ni glorias. Solo echarlos al mar y gritar poco. No te preocupes, yo me encargo de todo. Yo ya te conocía. Tú todavía no me habías visto. Ya sé que te llamas René.

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