Por Luis Carlos Urrutia Palacios
Faltando treinta minutos para las doce del mediodía, Jesús Antón Alegría entraba a uno de los tantos complejos empresariales que existen en Cali. Seguro de sí, entró a la oficina que buscaba. Apenas llegó al lugar notó un vacío extraño, pues esperaba que estuviera más atiborrado de gente; ese hecho no le evitó interrumpir la atención que un asesor uniformado le brindaba a una señora con un perfume escandaloso.
—Con permiso, señora. Buen día, señor, una pregunta: ¿Aquí puedo hacer una afiliación a salud?
—Deme un segundo, por favor, despacho a la señora.
En realidad, a Jesús le tocó esperar como cinco minutos para que le hicieran una señal con la mano.
—Mira, eso no se puede hacer aquí, le dijo el asesor. Préstame atención: vas a salir por esta puerta; luego, coges hacia la derecha; cuando vayas a llegar a la pared, volteas a mano izquierda; te vas derecho, llegas a la portería uno; luego, giras de nuevo a la izquierda y ahí vuelves a irte derecho, derecho; vas mirando hacia la parte superior de las oficinas el número de cada una de ellas: casi en la mitad frente al parqueadero dos, está la oficina cuarenta y cinco. Recuerde bien ese número, cuarenta y cinco —le insistió la voz masculina que estaba frente al cubículo; al instante Jesús asentía con la cabeza.
El joven caminó casi dos minutos para dar con la indicación. Cuando pretendía cruzar la puerta principal de la oficina, apareció un uniforme blanco vestido de guarda de seguridad.
—Caballero, ¿qué necesita? —le dijo.
—Voy hacer una afiliación —contestó entre dientes, como si no quisiera responder.
—Muéstreme su turno.
—No, apenas voy a ingresar para coger el turno.
—Caballero, el turno se saca por internet, así que con mucho gusto aquí se le atiende, pero con cita previa.
—¿Cómo así? —increpó el joven
—¡Así mismo! Vuelvo y le repito, cumplo orden de no dejar pasar a nadie que no tenga una cita previa, verifico en este listado y no lo encuentro.
—Deslizó el dedo suavecito por la lista para que viera que no estaba allí escrito su nombre.
—Pero, si quiere, entre, adentro no lo van a atender.
—No, gracias, muy amable. —Fue la respuesta de Jesús; al terminar la frase se marchó con el rostro lleno resignación.
Cinco días después se le vio entrar otra vez a la oficina cuarenta y cinco.
—Señor, su afiliación demora quince días hábiles, y no le aseguramos su seguridad social, bueno.
—Chicas, ya le es dicho que requiero esto de manera urgente, me van a dar un trabajo con el que voy a terminar de pagar mis estudios universitarios y ustedes no colaboran.
—Entiendo eso, señor, pero no es culpa de nosotros, y no podemos hacer nada, sino hacer la solicitud, si usted gusta, y esperar. Así son las cosas.
—Le he quemado mucho tiempo a esta diligencia y nada que termino de hacerlo —manifestó—, pero no es culpa de ustedes.— Procedió a quejarse del sistema.
Karol, se llamaba una de las chicas que desde el principio miraba a Jesús con empatía; en cambio, Adriana tenía una actitud que se expresaba por ella: “señor tome una maldita decisión de una buena vez”, podía leerse en su mente según la actitud que reflejaba en su exterior.
—Señor, usted decide: lo toma, o lo deja —le dijo.
Jesús Antón la miró un tanto molesto, pensó en decirle algo que podría resultar ofensivo, pero se contuvo.
—Chica, ustedes no tienen la culpa de la estrategia de hacer esperar al pueblo como mecanismo de poder y control, así que no voy a discutir con ustedes.
—Señor, ¿entonces hago la solicitud? —preguntó la chica amable.
—Pues toca; al parecer, no tengo otra opción —expresó Jesús.
Acto seguido fijó su miraba en la portada del libro de cuentos, se podía leer Cuentos para el Óleo, autor Hernado López. Entonces, durante milésimas de segundo dejó de pensar en algo específico, logró hacer lo que poca gente dice poder hacer: poner su mente en blanco.
Este día la oficina cuarenta y cinco estaba repleta de gente, se escuchaba el murmullo de todos y aun así no lograban interrumpir la lectura de Jesús Antón. “Cuando chucho se dispone a leer, lee, no lo distrae bullicio alguno”, era lo que decía uno de sus compañeros de universidad.
Poco antes de entrar en ese estado, Jesús Antón disfrutaba de su colección de cuentos. Estaba tan concentrada la lectura del libro que no escuchó el llamado de la máquina; gracias a Dios, su subconsciente lo movió a mirar la pantalla donde vio que se iba su nombre y aparecía el llamado de otra persona. No sabe cómo hizo para llegar al mostrador número veinte en dos brincos. Una vez estuvo allí se dio cuenta de que le tocó de nuevo con las dos chicas que lo habían atendido la vez anterior; como era de esperarse, una de las chicas, la más hermosa, hizo mala cara, y la más amable lo miró con ternura. Siempre hablaba la que en su concepto debía callar: desafortunadamente, tenía que hacerlo, ya que al parecer hacia una inducción a la niña nueva que no había aprendido los modales de la profesión.
Adriana se llamaba la secretaria mala gente, parecían salirle letreros en la frente con cada pregunta que Jesús le hacía, quien afilaba la lengua para hacerla hablar, mientras con el rabo del ojo buscaba otros detalles del interior y físico de su compañera. Mientras ella no se lo soportaba, la otra parecía contenta con su presencia.
—Señorita, no piense que yo le estoy haciendo perder el tiempo, solo pido justicia social para con el ciudadano.
—No, tranquilo; no nos incomoda, yo lo entiendo —dijo Karol—, solo que tenemos un tiempo destinado para la atención de cada persona. Si nos demoramos mucho con alguien, de pronto nos regañan.
—Tranquila, ya me voy, no pretendo que usted tenga un mal día por mi culpa.
—Señor, reciba su copia de afiliación, que le vaya bien —le dijo Adriana con hipocresía.
—Gracias a ustedes, que estén bien —dijo.
Jesús cogió la copia de afiliación, el libro, otros documentos que le habían sobrado y que permanecían regado en el mostrador, metió todo en su bolso, y salió alegre. Se estaba alejando lo suficiente de la oficina cuarenta y cinco, cuando su subconsciente le hizo recordar el libro de cuentos que días atrás le había regalado un reconocido escritor caleño. Se devolvió y le preguntó a la secretaria más amable.
—Señorita, ¿aquí no se me quedó olvidado un libro?
—Espere yo busco —contestó ella.
Un poco nerviosa por la mirada de Jesús, se puso a escarbar entre sus cosas mientras ella hacía esa tarea. La secretaria mal encarada, desde su lugar de poder, metió la cucha y con voz seca dijo:
—Señor, aquí no se le ha quedado nada, mi compañera le entregó todo y usted lo recibió y lo guardó en su maletín.
—Pero tan raro que se me haya perdido el libro —murmuró—, estaba recién desempacado. ¡Que vaina!
No le gustó escuchar esa respuesta.
—Por aquí no he visto ningún libro, le dijo la secretaria que estaba en el punto de información.
Era apenas lógico que allí no estuviera, porque él no había arrimado por ese lado. Aunque hacía el esfuerzo, su mente no registraba ese recuerdo. Decidió ir hablar con el guarda de seguridad quien le dijo:
—A mí no me han entregado ningún libro.
—Malaya sea, no pude terminar de leer los cuentos.
Aunque parezca extraño, a Jesús esto le impacientaba: terminar una lectura que comenzaba era uno de sus más preciados hábitos.
“Será que una de las secretarias se le robó el libro intencionalmente para hacerme la maldad”. Esa idea empezó a sonarle en la cabeza junto con la suspicacia que según él, tenía la amabilidad de Karol.
—Oiga, pero es que, ¿quién se habrá llevado mi libro de cuentos, por Dios?
Dios no le escuchó. Sus pupilas se dilataron y sus ojos querían llorar. Salió de nuevo de la oficina cuarenta y cinco y recorrió los mismos pasos que había dado cuando pretendía irse para su casa. Mientras caminaba, miraba el suelo a ver si de pronto se topaba con el libro, también contemplaba la posibilidad que de manera fantasmagórica le tiraran el libro por la espalada. Cuando llegó al lugar donde había alcanzado a estar, puso el maletín en el suelo y le volvió a hacer una revisión exhaustiva; esta vez sacó cada cosa que tenía en cada bolsillo y la puso en el suelo, su búsqueda no dio resultado. Decidió caminar en dirección de las secretarias. Otra vez, la respuesta fue no. Karol, para que Jesús no molestará o quizás, compadeciéndose de él, le dijo entrando en confianza:
— Yo tengo sus datos, si logro ver el libro o me lo pasan, lo llamo.
—Gracias, es usted muy amable, estaría muy complacido que me llamara. —Esto no era mentira, lo decía por ella y por el libro.
De ahí se fue al baño, pensando que un alma plagada de envidia le había hecho la maldad. Allá, mientras orinaba, no paraba de pensar en el libro, más que en Karol.
Aburrido, decidió volver a la sala y se paró al lado del guarda. Miraba para lado y lado, como un vigilante más, no se quería ir sin su libro, aguardaba la esperanza que cualquier alma noble del lugar le preguntara:
—Vea, señor, ¿este libro es suyo?
—Sí, es mío, muchas gracias. —Fantaseó la respuesta.
Durante diez minutos, Jesús Antón estuvo en la misma posición en la oficina cuarenta y cinco. Nadie le dijo nada acerca del libro ni de otra cosa, rendirse no era actitud de su costumbre, pero ya no sabía más que hacer. Así que, preocupado, triste y vacío, salió diciendo:
—Bueno, ojalá quien haya cogido el libro, lo lea, se enamore de la lectura, y de paso de la escritura. Y si ya tiene cultivada esas artes, que le dé utilidad al libro como yo se la pensaba dar.
Caminando por los pasillos externos del lugar, arrastrando las zapatillas que llevaba puestas, sosteniendo con ambas manos las tiras de su maletín, medio derrotado, dejaba atrás la oficina cuarenta y cinco. En una mirada hacia el suelo visualizaba que el libro caía delante de sus pies o pasaba rosando su brazo derecho; en esas estaba su mente, cuando se le vino una idea a la cabeza, que no había contemplado. Faltaba un sitio por buscar.
“¿Qué tal que él libro esté pegado en mi cuerpo?”, siguieron sus pensamientos atormentándolo. Creyó que esto era posible y, como él le hacía caso a sus pensamientos, revisó cada parte de su cuerpo con entusiasmo. En un momento creyó que ahí estaba el tesoro perdido, pero tocó y resultó que era un gordo de un costado de su barriga. Otra vez no halló nada.
—Maldita sea —dijo.
Mientras miraba para el sol que le azotaba sus rayos con furia, en medio de ellos veía caer el libro. Otra vez era su imaginación que le hablaba y le mostraba el rostro de las dos chicas de la oficina.
“Mierda, no le pedí el número a Karol para llamarla y preguntarle por el libro”, se sintió mal por eso. “Esas secretarias se robaron el libro y yo pensando que Karol era buena persona y de buen corazón, bastante equivocado que estuve”. Jesús no dio más vueltas.
Tomó su vehículo particular y salió del complejo empresarial. Le llegaban a su cerebro todos las señales que indicaban que el libro no se había ido caminando para donde otro lector.
“Karol se robó, mi libro, y lo peor fue que se robó mi corazón”. De todas maneras, en el fondo de su espíritu, guardaba la fe que ella lo llamara y le dijera:
—Jesús, qué pena la molestia, yo tengo su libro. ¿Cuándo puede venir a mi casa por él?
—Eso nunca. Contestó su mujer.
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