Por Fernando Sánchez Clelo
Ahora que contemplo el apocalipsis, lo descubro: muchos farsantes nos mintieron y manipularon nuestros miedos. ¿Dónde están el cielo en llamas y los ríos de azufre brotados de la tierra? Tampoco veo ángeles volar en uniformes de centurión y —con sus espadas flamígeras— repartir muerte a los lujuriosos, glotones, perezosos y ególatras. No hay nada de eso.
A veces imaginaba que un Jehová gigantesco llegaría para aplastar cada palmo del mundo, tal como Godzilla lo hace con la ciudad de Tokio en las películas. El coloso caminaría ataviado con una túnica romana, rodeado de nubes de tormenta y relámpagos, lanzaría su aureola como un búmeran para cortar las cabezas pecadoras y dejar incólume el cuello de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos. Ni la fuerza aérea estadounidense podría derrotarlo como lo hizo con King Kong.
Tampoco hay asteroides cruzando la atmósfera para aplastar el Empire State o la Torre Latinoamericana y extinguirnos como a los dinosaurios. No hay lluvia de fuego que derrita el metal y la carne. Tampoco sucedieron los terremotos que sepultarían viva a la gente o los tsunamis devorando hasta los Alpes suizos.
Cuánta diferencia hay entre la claridad de hoy y la visión de la gran bestia bíblica montada por una gran ramera que, de un tiempo acá, venía fornicando con un grupo de mayas prehispánicos que gustaban de las profecías fatales para el mundo. Seguro vendrían a certificar cómo concluía el periodo del Baktum 13 y se bañaba la Tierra de la energía del cosmos que exterminaría a quienes no absorbieran las bondades de los rayos crísticos.
En este momento no puedo más que reírme de la idea de una conquista extraterrestre, un episodio histórico que sería conocido como “El descubrimiento de la Tierra”. Los invasores encerrarían a la humanidad en granjas de engorda para mantener una reserva de carne rica en proteínas, pero mala para el colesterol alienígena. O quizá nos mantendrán vivos para exhibirnos en zoológicos espaciales y, de paso, preservarían un tipo de arte taurino con corridas de humanos.
Nada de esto pasó, papá, y me encuentro aquí, hablando contigo, sabiendo que falleciste desde hace nueve años. No tengo miedo. Todo es muy apacible, la gente se ve tan radiante y tú muy natural. Y puedo conocer a tus padres y a tus abuelos, y presentarte a mis hijos. Todo lo veo en el instante en que lo deseo: en este mismo espacio se mezclan las imágenes del pasado y el futuro como un tibio café con leche. ¿Que si deseo volver a reencarnar cuando este apocalipsis termine? Sí, sin duda lo volvería a hacer. Pero ya es hora, vámonos. Quiero irme contigo antes de que llegue aquel lejano ejército de robots cuya siniestra voz metálica no hace más que repetir “Skynet es nuestro amo”.
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