El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Infirmis

Por Rodrigo Matarrita

Un día ocurrió algo curioso: acudí a ver a un amigo enfermo, quien padecía una grave enfermedad, la cual le tenía volcado en cama desde hacía varios días. Cuando me vio se alegró, empezamos a hablar y al poco rato dijo sentirse mejor, al punto que se incorporó, se sentó al borde de su cama y comió con buen apetito. Mientras recordábamos nuestras travesuras de jóvenes, vi algo extraño, como si una sombra se hubiera levantado con él y se hubiera apartado de él; después supe que era un infirmis.

Tenía una figura humanoide, como una sombra conformada por pequeñas esferas de un líquido gasificado, de colores muy tenues, casi transparentes, que, al choque de la luz, parecían ser anaranjados, fucsias, celestes turquesas, azul verdosos… se comprimían y expandían, se movilizaban como un humano. Caminaba, corría como una figura humana, era tan liviano que podía suspenderse en el aire y volar, se dejaba llevar por el viento. A esto, que había estado con mi amigo, le vi atravesar la pared.

Lo seguí con la mirada y el infirmis, esta sombra humanoide, se dio cuenta de que lo había visto y que había visto cómo había salido del cuerpo de mi amigo.

Otro día, cuando estaba en el parque leyendo un libro, me encontré de nuevo con un par de estas sombras. Los pude distinguir claramente por las tonalidades de las finísimas gotas de rocío de las que estaban conformados; les sorprendí acosando a una joven, ambos lograron acoplarse en el cuerpo de la muchacha; inmediatamente la joven empezó a estornudar y a toser. Puedo casi jurar que oí a las sombras cuchichear entre sí y reír maliciosamente.

Cuando la joven pasó junto a mí, llevaba ya sus mejillas sonrosadas, la nariz roja y congestionada, los ojos llorosos, sudaba copiosamente y se estremecía ante el roce de cualquier brisa.

Yo me quedé en una pieza cuando vi estas sombras cerca de mí; habiéndose dado cuenta de que los miraba, me saludaron con una mueca burlona, como regocijándose de haber podido encontrar en la joven un anfitrión cómodo donde habitar por un tiempo, como si hubieran conseguido un lujoso auto deportivo de alquiler que conducían a su entero placer.

Pero más allá de esta visión sobre la forma de operar de los infirmis, lo que verdaderamente me preocupaba y angustiaba mi alma era la pregunta: “¿por qué puedo verlos?”.

La respuesta vino a mí en forma casual. Todo empezó cuando, en la sala de mi casa, miraba hacia la calle y pensaba en la aparición de estos seres sombríos, pues vi de nuevo a unos de ellos: se encontraban acosando a un pobre anciano; algo los asustó y huyeron de él. Grande fue mi sorpresa cuando vi la razón de aquel temor de las sombras: apareció ante el anciano otro que ostentaba un tenue halo, como si irradiara una luz desde dentro: venía directamente hacia mí.

No puedo mentir y negar que temblaba de ansiedad cuando entró en mi casa y se sentó en un sillón de mi sala y, sin que le preguntara nada, empezó a relatarme esta historia:

En el principio de los tiempos, terminada la creación, no hubo espacio ni tiempo para los infirmis; ellos vinieron después, mucho después… vinieron como consecuencia de la Caída de los primeros padres.

Habiendo Adán y Eva cedido a la provocación, trajeron para sí y para su descendencia la debilidad de la carne, se hicieron vulnerables y esto abrió las puertas para la llegada de los infirmis.

Los infirmis no tienen género, son asexuados y se reproducen como se reproducen las amebas; su población siempre crece consecuentemente con el crecimiento de la humanidad; sin embargo a lo largo del tiempo han aparecido variedades distintas, como una especie de mudas o mutaciones de los infirmis originales.

Los infirmis carecen de firmeza, no tienen un cuerpo físico específico, se podría decir que son de una materia un poco más refinada, no en el sentido sublime de la expresión, sino por cuanto poseen cualidades que les facultan para ser desapercibidos sensorialmente; están compuestos por una especie de finas, finísimas gotas de cierto tipo de rocío, como un vapor muy fino, frío, helado, que produce escalofríos al contacto con la piel.

Los infirmis suelen ser inquilinos que buscan los cuerpos de las personas (aunque también hay infirmis para los animales y las plantas) como vehículos para viajar o, incluso, para residir una temporada o para siempre y, por tanto, adoptan la forma física de su anfitrión. Su llegada implica siempre para el hospedador una serie de acomodos ocasionados por el infirmis; el anfitrión define dichos acomodos como síntomas, algunos de los cuales pueden ser mitigados con medicamentos y analgésicos. El infirmis, en todo caso, no abandona su inquilinato en forma sencilla, deja, incluso, tras de sí, resabios y cicatrices, efectos secundarios de su presencia en el anfitrión.

En alguna ocasión, al no sentirse cómodos, abandonan a su anfitrión en forma voluntaria, pero por lo general lo hacen cuando encuentran un nuevo lugar donde se sienten más cómodos. En otras ocasiones, el infirmis abandona a su anfitrión por la intervención de un sanador o cuando su anfitrión muere, justamente por haber albergado dentro de sí al infirmis, ya sea porque el infirmis permaneció con él mucho tiempo o porque el infirmis resultó ser más vigoroso que su anfitrión.

Has recibido el don de discernir a los infirmis. Podrás, cuando llegue el tiempo, convertirte en un sanador, mandar sobre los infirmis y poder decir a éste: “¡Sal de aquí!” y decir a este otro “¡Vete allá!”, como hizo Eliseo en la antigüedad al quitar la lepra de Naamán por su obediencia y humildad, y castigar la ambición de su propio criado, Giezi, con aquel padecimiento que acompañó al comandante sirio por tanto tiempo.

El visitante, de quien nunca supe su nombre, se levantó lentamente y, así como vino, se fue de mi casa. Yo me quedé en una pieza.

Desde entonces he empezado a tener un poco más de confianza en este don y, aunque no me lo creo del todo, esto de ser un sanador no se me ha dado tan mal; hasta he alquilado un piso en un viejo edificio que hace las veces de consultorio. Mi esposa atiende la consulta y yo doy sencillos consejos a quienes vienen a verme, como tratar con bondad a quien amarga su vida como un forma de repeler a los infirmis; aunque he puesto en la puerta la leyenda “Marcus Wesly, Sanador”, muchos me dicen “doctor”.

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