Por Itzel Guadalupe Ocaña González
Esta es una historia en la que la inocencia y la pureza quedan en segundo plano, donde las líneas escritas se ven infestadas de feroces infortunios. Ocurre en una época mixta en donde las costumbres más antiguas se mezclan con la vida moderna para formar una era distinguible de las otras. Es la historia de Angelí, una albina solitaria de 3 años, quien llevaba siempre un camisón de seda amarilla clara que, sumado a sus característicos rasgos de coloración tenue, la hacían parecer en ocasiones un fantasma.
Se resguardaba bajo una enorme rama de árbol torcido mientras caía el aguacero a salpicones. Madame Veroniqué pasaba por ahí dentro de su carruaje cuando divisó a Angelí y pidió al chofer que se detuviera y bajara a hablar con la niña. Al paso de 5 minutos, advirtiendo que no volvía, estaba decidida a bajar del transporte cuando observó que el chofer se dio la vuelta y, en brazos, traía a la diminuta infante tiritando por el frío. Se acercó hacia el carruaje y le gritó muy fuerte para que pudiera escucharlo:
—Es una huérfana y una vagabunda también. ¿Qué haremos con ella, su majestad?
—Métela al carruaje, Arnold, y recuéstala sobre las sábanas a mi lado. Después continuemos el viaje a todo galope, que los caballos se cansan y el tiempo no da signos de mejora. ¡Ya!
Durante el resto del viaje, la niña queda dormida, mecida por el ajetreo de los baches por los que se contonea el carruaje. Madame Veroniqué le sujeta la cabeza cuidando en todo momento que no se desnuque y sus labios carmesí susurran algo casi imperceptible: “Encontré a mi heredera, tú salvarás a este reino”, al decir esto se le sale una lágrima de alivio.
Dos noches más tarde, la niña recibe un cuarto propio, vestidos, peines y toda clase de tinteros variados para comenzar con sus lecciones particulares. Despierta confundida y observa a su alrededor, creyéndose, en un inicio, dentro de un extraño sueño. Inspecciona la textura de las cortinas francesas y se balancea de atrás hacia adelante sobre la colcha de la cómoda. Merodeando por todos lados, se para en seco al toparse con uno de los tinteros más llamativos sobre el escritorio. Se sienta en la silla de madera y después de un rato viéndolo, se decide a comenzar a escribir. Sus letras son grandes y descuidadas, pero cuentan historias que hacen que la reina quede helada por su contenido:
“… la ama de llaves resbala con el aceite esparcido por el comedor, cae de manos hacia adelante y al pasar la máquina eléctrica de servicio le rebana los dedos. Sin nada con qué sujetarse, golpea fuertemente su cabeza contra el cristal del suelo, queda inmóvil y sin nadie alrededor que pueda auxiliarla. Muere desangrada.”
La reina lee en voz alta uno de los fragmentos de sus notas al mayordomo, que queda pensativo y sin saber muy bien cómo reaccionar. Suelta un par de carcajadas y con tono despreocupado dice a su reina que no se angustie, pues son solo cosas de niños y, además, es una muy buena historia; que debería considerar ponerle un instructor literario a la pequeña.
La reina lo piensa unos minutos y después se contenta con la explicación recibida de su mayordomo. Complacida y decidida, manda a traer a uno de los mejores instructores literarios para aleccionar a su nueva heredera. Porque la heredera que salvará al pueblo de la desgracia merece solo la mejor educación.
Es un hombre bajito con anteojos de botella y una sonrisa de oreja a oreja quien toca al portón del castillo. Lleva consigo un enorme libro rojo con letras grabadas en oro sobre la cubierta. Lo recibe el mayordomo, quien lo conduce a la recámara de Natalie, como ha decidido la reina llamar a la albina.
—Hola. Vengo a ver a la niña de la piel de vela, ¿la has visto, Natalie? —canturrea con su gesto característico.
—¿Quién es usted? —pregunta con poco interés al hombre.
—Soy un simple viejo que quiere aconsejarte para pulir el nivel de tu escritura y de tus textos, y así volverlos dignos de la princesita que eres.
—Mis textos no son solo historias, contienen presagios. Si no ha venido a nada más, se puede retirar. Gracias.
El hombre mantiene su sonrisa en todo momento. Se despide subiendo y bajando en un mismo segundo la muñeca y abandona la habitación sin hacer ruido, colocando sigilosamente el libro sobre la cómoda, fingiendo haberlo olvidado ahí.
La niña se levanta y, sin apartar los pies del suelo, se hinca y gatea hasta donde se encuentra el libro. Lo abre y de inmediato cae en la cuenta de que todas las páginas se encuentran en blanco. Entonces, como poseída por un viento embriagador, lo sujeta con ambas manos contra su pecho, se levanta, coloca el objeto sobre su escritorio y pasa toda la tarde llenándolo con sus historias. Cada una de ellas contiene los detalles de los fallecimientos de los súbditos del reino, de todos aquellos que lo habitan, exceptuando exclusivamente el destino de Madame Veroniqué:
“Miriam, la hija mayor de Oziel, el consejero de la reina, baja corriendo las escaleras al escuchar el motor del auto de su madre afuera. Al llegar al octavo escalón se enreda su pie izquierdo con el cable atravesado del ventilador. La corriente eléctrica le retuerce ligeramente el cuerpo sobre el aire y cae de cara contra las aspas del artefacto que le rebanan el cráneo. Queda suspendida sobre el ventilador. Casi un minuto después la madre entra a la casa sin advertir el olor a quemado, toma las llaves de la mesa y advierte entonces el corto eléctrico que hace el cable del ventilador, antes de desprenderse abruptamente y caer sobre ella…”
“…Un limosnero cruza el puente por la tarde, en una mano sujeta unas pequeñas florecitas blancas, con la otra sostiene la rama de árbol que le sirve como bastón. Un hombre robusto pasa corriendo a su lado, se frena en seco y lo sujeta con furia del cuello. Eleva su enclenque cuerpecillo cual costal de nabos, las flores caen al suelo como desvanecidas y el bastón rueda colina abajo. Antes de que el anciano muera de asfixia, el hombre misterioso suelta su cuello y tomándolo nuevamente, esta vez por el abrigo, lo azota repetidamente contra el suelo, suficientes son los dos primeros azotes para arrancarle la vida…”
Horas más tarde, la reina entra a ver cómo van las lecciones. Abre la boca grande por la sorpresa de encontrar a la niña sola y dormida sobre el sofá. Sale nuevamente de la habitación sin advertir el enorme libro polvoso y se dirige al comedor para hablar con el mayordomo, en donde encuentra con gran sorpresa y espanto a su ama de llaves tendida sobre el cristal del suelo y un río de sangre corriendo desde sus muñecas hasta por debajo de la silla más cercana. Cuando la levanta ligeramente de uno de los hombros para ayudarla a ponerse en pie, cae en la cuenta de que yace sin vida y que no tiene ya ninguno de sus dedos, tal como anunciaba el presagio de Natalie.
Al cabo de una semana, el reino se ha teñido de rojo, al igual que aquel infernal libro, desechado por la propia reina, horrorizada por lo que expresaba Natalie en sus notas. Habían llegado a sus oídos suficientes noticias para tener completa certeza de que aquellas notas estaban malditas. Escritas por la niña que, pensaba, salvaría a su reino, yacían las letras de la muerte y la verdad, las letras que se habían hecho realidad.
Minutos antes de suicidarse al dejarse caer desde el balcón más alto de su castillo, la reina recibe una llamada de aquel simpático instructor de literatura que pide se le recompense por haber despertado las verdaderas habilidades de la heredera, que antes de apoderarse del castillo, habría de poner el presagiado fin a todo lo que fue antes de su llegada.
Desde arriba del balcón, Natalie observa el cuerpo sin vida de la dama que días antes le había acogido en aquel día grisáceo y despide a su alma con la mano. Murmura unas palabras que nadie podría escuchar, derrama un par de lágrimas sinceras y entra nuevamente a la habitación, cerrando las ventanas a su paso.
Ahora, de nuevo, observamos a la misma niña albina sentada bajo el cobijo de un árbol diferente, en otro reino lejano del anterior, de nuevo sin memoria. Esta vez es un rey quien la acoge en su palacio buscando en ella a una salvadora para su reino, pero de nuevo la obscuridad ilumina su destino. ¿Quién habrá enseñado a escribir a la criatura en un comienzo? ¿Cómo conocerá aquella tantos destinos míseros para la humanidad? ¿Cuántos reinos más habrán de caer bajo sus letras para dejar satisfecha a tan inocente alma?
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