Por Jessica Noemí Zaracho
Llegó un día en que el temor me invadió, mi mamá me miró muy seria y dijo: “Debemos tomar precauciones porque hay una enfermedad muy fea dando vueltas, así que ahora más que nunca tenemos que lavarnos las manos más seguido”. Yo asentí con la cabeza y fui a mi habitación. A los pocos segundos la tenía a mi lado, quizás se dio cuenta por mi cara de espanto o quizás solo porque me conoce, al fin de cuentas es mi mamá, yo estaba llorando. Con tan solo ocho años el terror a la muerte se apoderó de todo mi cuerpo y no podía dejar de llorar. Ella me abrazó y me dijo: “No es momento de ser débiles, al contrario, es cuando más fuertes tenemos que ser, todavía está lejos pero, igual hay que prepararse”.
Me costaba respirar, el corazón se me agigantó, pensé que explotaría y un nudo me estrangulaba el estómago.
—Pero, ¿y si viene aquí, a la Argentina?
—Si viene… ¡Le haremos frente! Hay que seguir todos los consejos de los médicos.
—Y….. ¿si no hay cura? —la voz se me entrecortaba cada vez más.
—Haremos todo lo posible para que no nos pase nada.
Mi papá se sumó y, juntos, me abrazaron muy fuerte mientras me repetían que no hay que tener miedo, que hay que estar preparados y que ellos siempre me van a defender.
Los días pasaron, veía a mi papá cada vez más preocupado y, aunque mi mamá a veces lo retaba para hacerme creer que todo estaba bien, yo me daba cuenta que no era así. Llegó el día en que unos compañeros vinieron a jugar a casa y me contaron que, en las noticias, informaron que ya había un caso en la Argentina. Sabía que debía ser fuerte, pero no pude controlar mis lágrimas. ¡Yo estaba tan bien con mi vida de juegos y ahora esto! Fui corriendo a abrazar a mi mamá y a preguntarle si era verdad, pero de sus labios no salió la mejor respuesta. Me dijo sí.
—Pero, ahora, ¿qué vamos a hacer?
—Ya te dije antes que si llegaba, había que hacerle frente y eso haremos. Vos no te preocupes por esas cosas, solo trata de jugar, así no pensás tanto.
Me secó las lágrimas mientras me repetía: “Fuerte, fuerte, tenés que ser fuerte”. Desde ese momento, le hice caso a mi mamá. Ya puedo escuchar cuando hablan sobre el virus sin llorar. A diferencia de mis compañeros en el colegio, parece que a mí me afecta más, no los veo preocupados; es más,ahora, en vez de a la cachada juegan al contagiado, al que lo tocan tiene coronavirus.
En apenas 4 días ya teníamos al virus muy cerca, mi mamá se había equivocado, me dijo que tardaría en llegar aquí. En lo que no se equivocó fue en decir que hay que tomar precauciones, lavarse las manos y usar alcohol en gel. La situación no se veía bien, mi papá estaba cada vez más preocupado, es que trabaja en una librería y está en contacto con mucha gente.
Un viernes ya no fui a la escuela, solo un grupo de padres tomó la determinación de no arriesgar nuestras vidas. Dos días después, un domingo, el presidente de la nación dijo en la tele que desde el lunes no habría clases y ahí fue cuando comenzó todo. Ese domingo fue el último día que dejaron que mis compañeros vinieran a casa. Pero de la escuela no me iba a salvar, porque nos mandarían algunas tareas a través de los celulares y algunas de manera virtual.
Ese fin de semana estaba por ir a festejar el cumple de mi abuela, pero llamó y nos pidió que nos quedáramos en casa, es que cerca del pueblo donde vive podía estar el virus, así que ella y mi abuelo no querían que nos arriesgásemos. Por suerte ahora están las videollamadas y la puedo ver. Mis papis me contaron que cuando ellos eran chicos esto no existía y resultaba difícil saber si alguien estaba bien en la distancia, así que debíamos dar gracias.
Todos los días las noticias cambiaban. Yo no quería demostrar frente a mis papás que tenía miedo y notaba que ellos también estaban haciendo un esfuerzo para que yo me sintiera seguro.
Las clases se pararían hasta fin de mes, mi mamá estaba en casa porque en abril recién iniciaría sus actividades. Gracias a Dios podíamos estar juntos, pero mi papá debía seguir trabajando, tenía miedo. Y… ¿si se contagiaba? Pero, bueno, sé que si no trabaja no trae plata. Así que, cuando llegaba entraba por la puerta de atrás, iba directamente al baño, tiraba aerosol a la ropa para matar a las bacterias, se bañaba y luego, después de todo eso, venía a saludarnos, todos los días, cada vez que volvía de trabajar, pero no duró mucho.
Al tercer día, nuestro intendente declaró una cuarentena total, me explicaron que es cuando no podés salir de tu casa. Me puse contento. Si nadie sale, el virus no va a llegar. Si no hay colectivos, la gente no puede traer el virus a donde estamos.
“Te tengo una buena noticia”, me dijo mi papá. “Desde mañana no trabajo más, voy a quedarme en casa”. Experimenté confusión, por un lado estaba muy contento y por el otro triste. Ya no tenía que preocuparme por que mi papá se contagiara, pero si no trabajaba, no cobraría y, entonces, ¿qué haríamos? Intentaron calmarme diciéndome que estaríamos bien, así es que decidí creerles, pero no pude dejar de sentirme afligido.
Dos días de cuarentena y no entiendo, mi papá se queda en casa porque si no, pierde el trabajo del todo. Me dicen que no se puede salir a menos que sea algo urgente porque si no, te agarra la policía y, sin embargo, veo gente en moto, a mis vecinos que salen a jugar y ¡yo me muero de ganas! Pero, sé que no puedo. ¿Cómo no se quedan en casa? No es nada lindo estar encerrado mirando tele, haciendo la tarea, jugando con mis animalitos o con mis papis y al otro día hacer lo mismo o llamar a mis compañeritos por videollamada para no sentirme tan solo. No es para nada lindo, pero, peor es estar enfermo, ¿no?
Mis papas dicen que no soy como otros chicos, que me preocupo demasiado para mi edad pero se me grabaron sus palabras: “No hay que preocuparse, hay que ocuparse”. Así es que, aunque digan que soy raro, yo me quedo en casa y por más que esté solo me lavo las manos a cada rato o me pongo alcohol en gel, porque el cambio comienza por uno.
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