Por Jaime Alarcia Bermejo
Hacía años que Howard Carter intuía que estaba allí dentro y un día Lord Carnarvon, noble adinerado, le proporcionó el soporte económico para iniciar la búsqueda de la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes.
El 4 de noviembre de 1922 entró en la galería y avanzó a oscuras guiado por la luz al final del túnel, a la vez que, para no tropezar, tocaba con sus manos los laterales de las estrechas paredes por las que apenas entraba una persona de una estatura media. Al levantar la cabeza, veía al final del estrecho pasadizo la pequeña luz donde parecía estar la habitación del sarcófago. Se acercó angustiosamente, pues la falta de aire le dificultaba la respiración. Lo cogía con fuerza y lo expulsaba lentamente, así recorría el túnel mientras sus constantes vitales se alteraban y sus pulsaciones subían, acelerando aún más la respiración. Ahí estaba al fin la tumba, rodeada de sus 130 bastones, que evidenciaban la dificultad del faraón para andar, debido a diversas malformaciones, que más tarde se descubrieron como el síndrome de Klippel-Feil.
Tras veinte años buscando financiación, al fin se encontraba delante del faraón sellado hace más de tres mil años. Al abrirlo, se liberaron gases emitidos por hongos encerrados durante siglos y su respiración se volvió más y más complicada, como si el virus de la maldición del faraón cayese sobre ellos. Cogiendo aire a través de una mascarilla, Howard rodeó la momia con sus manos, tocando y sintiendo su cuerpo, hasta que una de ellas chocó con un brazalete de oro con inscripciones e imágenes. En un momento de descuido de su equipo, se lo metió en el bolsillo lateral de su chaleco y lo mantuvo consigo hasta su muerte en 1939, cuando lo heredaron sus hijos. Siempre dijo que tocarlo le recordaba al faraón y le daba paz y tranquilidad, además de buena suerte, así que pidió expresamente a su familia que lo conservasen para siempre, asegurándoles que les protegería de enfermedades y otras adversidades.
Al salir del cuarto real, donde descansaba el sarcófago, en la salida hacia el túnel, Howard vio unas letras que palpó y, como si fuese un ciego leyendo braille, pudo descifrar las siguientes palabras: “La muerte vendrá con alas ligeras sobre el que se atreva a profanar esta tumba”. En ese momento apretó fuerte con la mano el brazalete y decidió dejar atrás la luz, respirando agitadamente y a paso ligero, volviendo por el túnel que le había llevado a la tumba, dejando así atrás aquella luz. Afuera le esperaba el equipo médico y Howard los miraba, ya lejos de la luz, sonriendo porque había esquivado la profecía…
—Señor Carter, ¿me escucha? Parece que ha pasado lo peor del coronavirus. Sus pulmones están ya casi plenamente recuperados y todo indica que podemos quitarle el respirador. Nos alegra mucho que haya salido del coma. En unos días podrá volver a casa.
Al hablar con su familia, el médico les confirmó su salida de la UCI y que recobraba una buena respiración. Llevaba ya ingresado desde el comienzo de la pandemia que asolaba el mundo en 2020.
—Parece que el coronavirus no ha podido con él —dijo su hijo emocionado.
—En todo momento ha estado tocando y frotando un viejo brazalete con el que vino. A veces hablaba por la noche y de su boca salían palabras inconexas, como faraón, luz, correr.
—Sí —dijo el hijo—, el brazalete de su abuelo Howard. El mismo que le acompañó en 1922 en el Valle de los Reyes, huyendo de la luz en el camino de vuelta.
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