[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento será incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual podrás hallar próximamente de manera gratuita en la página de Palabrerías]
Por Emilio Martínez
Para ti, no podía ser ya tan grave. Bastaba con que miraras lo suficiente hasta sentir cómo te conjugabas con el día dentro de aquel sueño al que aspiraba la ciudad. Escuchar los pasos de Liliana, como ahora, ver un poco su cintura y su cabello hasta que perdías de óptica los números y letras. Dejándote guiar hasta intuir la zona, esa otra forma donde ambos se entendían entre techos falsos y alfombras sucias, te orientabas por la numerología, la hora a destiempo en los relojes de los metros y otros signos arbitrarios. En los andenes: ser la suma y aspirar secretamente a algún encuentro. Esa vez, para ti fueron las luces fluorescentes, los colores combinándose en la marcha de un viaje por demás vertiginoso, reflejarte en la mica de la puerta, donde también la miraste, entre las luces y la gente. Así, asimilabas esos juegos.
Sentías curiosidad aquella noche.
Bellas Artes y esa hora urdían para perderte. A tu lado iba esa Liliana esperando las palabras, pero tú apenas y retardabas aquel rito, mirando las farolas, escuchando vagamente una historia sobre aquella entrada y, de golpe, vendría su cara cerca de la tuya, el aliento empujándote al olvido, reivindicación de lo presente, de los impulsos que lentos dominaban. Solo así conociste una felicidad que los días y la rutina te negaban, una forma donde eras el binomio y toda esa ecuación; un momento predispuesto desde siempre, una magia que se dejaba tomar por ti en aquel acceso hacia Madero.
Aunque carecías de iniciativa, fue ella quien tomó tu mano, emocionada por los aparadores y la música, arrastrándote entre gente y mercancías. Tus diecisiete ignoraban el preludio en esa marcha, eso que de nuevo imaginabas y ganaba terreno lentamente.
Quizá por ello no sentiste el cambio en el empedrado, la vegetación que se iba haciendo otra, los almacenes donde la gente te miraba como a un extranjero; tal vez por eso tuviste que leer continuamente en un callejón el nombre de un general imposible en estos días. Las letras de una tienda que sentiste como nueva, y frente a ésta, la visión de un hotel desamparado. Miraste a Liliana un poco extrañado al pasar de largo, tu desconfianza aumentó después, cuando te miró para admitir que se habían perdido y tú no podías ayudar en nada, no entendías cómo te habían enredado en esas geografías. Durante muchas horas experimentaste un camino que fracasaría indudablemente.
Por el ruido en los comercios vislumbraste la hora. En alguno, permitiste que Liliana entrara a un tocador que cuidabas desde la acera, mientras mirabas el flanco de una ciudad que de nuevo sorprendías. Ese absurdo de reconocer las calles y olvidar de momento y por vergüenza las que en la oscuridad distorsionaste, posicionarte nuevamente entre aquellos que ignoraban tu presencia. Tal vez llegaste al final de la acera solo para no volver a ver los almacenes, para sentirte confundido, para apreciar cómo coincidían los adoquines que borraban la existencia del embaldosado y lo desmedrado del local donde Liliana nunca estuvo. Te acercaste a la cortina de hierro para saber que los años consumían aquel metal y sus alrededores.
Como tú, cualquiera se hubiera sentido amedrentado. Por eso te enfilaste sin voltear atrás y sin saber cómo hasta el Eje Central, te acomodaste entre las masas esperando verla, pensando en el reproche que te haría, queriendo anular de golpe lo evidente, la noche en esa otra región, pensando en la evolución de aquellos juegos. Sabías que conforme avanzaras se iría reduciendo la esperanza. Aún así continuaste hasta la escalera verde donde la farola se insinuaba, donde detuviste tus ojos para releer un “Bellas Artes” ensuciado por Liliana, por la noche, por el miedo.
En los torniquetes creíste divisarla. Mejor hubiera sido que esperaras, que no te hubieras precipitado hacia el interior de un vagón donde resonaban esos pasos, donde mirabas nuevamente su cabello y pensabas qué decirle, intentando moderar una distancia. No supiste cuántas estaciones avanzaste para reafirmar en el andén que te habías equivocado, que volverías a casa, quizá con una cara equivocada. Advertiste el frío en algún lugar del corredor, el cambio en la grafía y lo último en los pasos de una mujer que pensaste conocida. Conforme avanzabas volviste a mirar la misma farola, las letras verdes de la Gare du Louvre, ese cielo más ingrato que el anterior. Sin verla, pensaste en la pirámide de vidrio y eso te paralizó.
Intentaste de inmediato un retroceso. Fue fácil considerar saltar el torniquete sin pensar en el guardia que te esperaría, en la crueldad con la que gobernaba su tolete mientras tú amargamente mirabas cómo se iban apagando las luces del extremo que de sobra conocías. Los rostros cambiaban gradualmente, mientras susurrabas que ya era suficiente. Pero él no te entendía, llenando su voz con su ¡merde alors! y su ¡connard!; un aire que te encadenaba a una época distinta de la tuya. Lo único que te quedaba era contar de nuevo y reinventar el juego, pero sabías de sobra que, como tú, Liliana ya no volvería.
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