Antología

El cuento en cuarentena | No solo olía a sangre

No solo olía a sangre[1]

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa MagazineTintero Blanco y Zompantle, este cuento será incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual podrás hallar próximamente de manera gratuita en la página de Palabrerías]

Por Thania Susana Ochoa Armenta

Para las víctimas del genocidio indígena
en Guatemala en la segunda mitad del siglo XX

Aquella tarde el pequeño pueblo de Ixchel se quedó con una cuarta parte de sus habitantes. Al medio día llegaron los militares y mataron a todas las mujeres, ancianos y niños que había en la aldea como venganza por la ausencia de “los rojos”. En el diminuto poblado maya no había ni se escondían comunistas, solo lo habitaban mujeres y hombres indígenas, también identificados como campesinos, los pobres, los sin voz o los “nadie”. No obstante, los uniformados arremetieron sin piedad contra todo lo anterior sin hallar a su objetivo principal, todos —incluso ellos mismos— sabían en el fondo que estos se habían sumergido en la selva, pues era evidente que no se iban a resguardar en un pueblo tan pequeño.

Dos décadas después, Jesús Chac le contó su historia a un periodista extranjero interesado en conocer las experiencias de las víctimas de los años del genocidio indígena. La tristeza de Chac le colgaba por el rostro y se le escurría por el cuerpo: narrar su historia personal también significaba tocar la herida abierta de su amado Ixchel.

—Aún lo recuerdo, evoco muy bien aquel día en que la vida o, mejor dicho, los militares me lo quitaron todo. Volvimos a Ixchel de trabajar la tierra, cansados, abatidos por una larga jornada. Esa tarde, rumbo a mi casa, nada más esperaba ver el semblante de mi esposa, la sonrisa de mi hija y la mirada serena de mis papás. Jamás uno se espera ver los cuerpos de sus papás asfixiados en el piso de la casa que construyeron con tanto amor ni se imagina que verá los cuerpos de su esposa y de su hija violados, tirados en el barranco y con señas de machetazos hasta que la muerte por fin las abrazó por piedad.

Ante la narración, el periodista no sabía qué decir, se quedó perplejo. Chac le sorbió a su café, lo tenía en la mesa más cercana, tomó un suspiro tan profundo como quien toma fuerzas y continuó:

—Ese día el pueblo de Ixchel se quedó con 14 habitantes. Las únicas personas que «sobrevivimos» fue porque salimos a trabajar el campo. La gente que conoce nuestra historia nos suele decir que nuestra ausencia nos salvó, yo más bien pienso que fue una condena. Todavía el olor a sangre irrumpe mi olfato. Ese día olvidamos quiénes éramos y nos ahogamos en el llanto perpetuo hasta secarnos. Bebimos aguardiente hasta perder la conciencia, probablemente tomamos tanto porque pensamos que al despertar habría terminado la pesadilla; pero no fue así: el olor a sangre prevaleció. No sé cuántos días pasaron, el transcurso del tiempo perdió sentido. Estuvo bien, hubiéramos preferido tener desmemoria todo el resto de la vida, de la poca vida que nos quedaba, porque nos la arrebataron.

“Desde aquel día, en Ixchel no solo olía a sangre, olía a muerte. No solo olía a sangre, olía a rabia. No solo olía a sangre, olía a impunidad. No solo olía a sangre, olía a violencia de Estado. No solo olía a sangre, olía a genocidio. No solo olía a sangre, olía a que me quitaron todo”.

El periodista sabía de los crímenes de Estado de aquellos años en Guatemala, justificados por ellos mismos como «una lucha contra el comunismo»; sin embargo, al escuchar experiencias como la de Jesús Chac, sentía que se le quebraba la cara. Él sabía que la historia de Ixchel era uno de los tantos casos del país que habían quedado impunes. No hizo más que escuchar y no querer oler sangre nunca más.


[1]Cuento inspirado en uno de los testimonios del documental La verdad bajo la tierra de Eva Vilamala, (Guatemala-España, 2014). El cuento, el nombre de la comunidad y el del protagonista son ficticios.

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