Antología

El cuento en cuarentena | Sin título

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa MagazineTintero Blanco y Zompantle, este cuento será incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual podrás hallar próximamente de manera gratuita en la página de Palabrerías]

Por Malena Echagüe

—Te lo juro, ¡estaba acá! Que me muera ahora mismo si te estoy mintiendo —dijo Susana y miró a un nene, con los ojos hinchados de tanto llorar.

Su marido, José, se acercó a ella tomándola de los hombros y le dijo:

—¿Te podés calmar? No ves cómo se pone…

—Es que nadie me cree, te juro que lo vi. Estaba enfrente mío, salió del baño —chillo Susana: tenía los ojos cubiertos de venas dibujando el espacio vacío de la córnea.

José llamó al niño que se había sentado en el último peldaño de la escalera y lo llevó a upa para el primer piso.

—No le hagas caso a mamá… a veces se confunde —susurró a su hijo, creyendo que su esposa no lo escuchaba, pero sí lo hizo.

Ella estaba con las mejillas hirviendo y las pupilas dilatadas cuando él volvió al living.

—¿Te calmaste?

—Vos no me crees —dijo Susana, chocando sus manos, como si no pudiera controlarlas.

—Que me digás que un tipo sin piel y con garras apareció en tu cuarto es un poco extraño; no lo vas a negar, Susi.

La luz blanca se convirtió en tenue. Su marido miró la lámpara: en el techo del living había bajado la tensión durante un momento. Sacó su celular del bolsillo y marcó un número, ella intentó sacárselo.

—¿Por qué lo llamás? —preguntó mientras se estiraba y trataba de quitárselo, pero él era más alto y más rápido.

—Te va ayudar.

Habló con el médico, el maldito, según sus palabras, que la drogaba cada vez más; había días en los que, cuando despertaba, no podía recordar dónde estaba o cómo se llamaba su hijo. Entonces, hizo lo que cualquier persona haría, miró a su alrededor: en el living, además de los sillones cubiertos con mantillas tejidas a mano, no había algún objeto contundente, solo un busto de alguien que no conocía, un prócer quizá.

Lo tomó entre sus manos y, lanzando un alarido, golpeó el cráneo de su marido: cayó desplomado en el suelo, manchando con sangre la alfombra que todavía tenía la etiqueta puesta. No estaba sola, sintió pasos ágiles y rápidos acercándose, rompiendo el silencio de su mente.

—¿Viste que no era tan difícil? —dijo una voz muy grave y espectral que parecía de otro mundo—. Ahora solo queda alguien más…

Aparentaba ser humano, pero se le veían los huesos a través de una capa muy finita de piel y brillaban. Su rostro era negro y rollizo, parecía normal; sin embargo, las cuencas de sus ojos estaban vacías y tenía las manos cruzadas sobre su estómago: garras anchas y largas que, con una sola caricia, podrían extirpar un corazón o un cerebro.

—No, por favor, te lo suplico… —dijo Susana, arrodillándose—. ¿Por qué? —espetó entre lágrimas y su voz ya no sé sostenía, era un hilo pendiente de otro.

—Me lo debes…

—Pensé que estábamos a mano.

Susana miraba compulsivamente hacía la escalera y pensaba “que no baje, que no baje, que no baje”.

—Ese idiota no es lo que más querés —afirmó, señalando la espalda de su marido con el cráneo hecho trizas, de aspecto gelatinoso, y huesos sangrantes que adornaban el suelo.

—Llevame a mí, por favor.

—Sos muy mayor. Necesitamos sangre joven, muy joven —decretó el “hombre”, acercándose a Susana, y con sus manos, tan filosas, depósito entre las de ella un cuchillo con un mango extraño, angosto y cubierto por inscripciones ilegibles.

—¿Me vas a matar luego?

—Por supuesto, como acordamos… —respondió y, siguiéndola, subieron al cuarto con juguetes de colores y ladrillos esparcidos por todo el piso.

El nene, su hijo, descansaba de costado, con la manta a cuadros rojos y azules cubriendo su rostro.

—Tenés cinco minutos.

Susana comenzó a temblar, sus manos no eran sólidas y sus piernas tampoco, tuvo que aferrarse a la punta de la cama para no perder el equilibrio.

Lo hizo, no recuerda cómo ocurrió, únicamente que clavó el cuchillo en el centro de su espalda y, aunque sus lágrimas caían y se diluían con la sangre de su hijo, ella siguió porque, detrás suyo, el “hombre” la alentaba, aplaudía y se reía, lanzaba carcajadas de alegría. No supo cuando el nene dejó de respirar porque el hombre la sacó de la habitación. Susana chillaba, lanzaba aullidos y se dejó caer en el suelo, a los pies del hombre: aunque no tuviera ojos, ella sentía que la miraba con indiferencia.

—Llevame con vos, por favor, no lo aguanto más… —suplicó, con los mocos rozando su barbilla, quizá eran lágrimas, no podía decirlo con exactitud. Cuando abrió los ojos, estaba sola y la única luz que había provenía del living.

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