[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento será incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual podrás hallar próximamente de manera gratuita en la página de Palabrerías]
Por Guillermo Máynez Gil
Había estado sentado en esa banca… ¿cuánto tiempo? Quiso consultar el reloj de su teléfono para darse una idea, pero no lo llevaba consigo; además, no recordaba la hora en la que se había instalado allí. No se le había ocurrido ni siquiera observar la posición del sol; sin embargo, al alzar la vista ahora, calculó que serían las tres de la tarde. En cualquier caso, había elegido bien el lugar: en el tiempo que estuvo ahí, mucho o poco, apenas pasaron unos cuantos corredores solitarios y una vez, a lo lejos, frente al tótem canadiense, una pareja joven con un niño pequeño en brazos del padre y una canasta del brazo de la madre.
Lentamente se encaminó a Reforma y cruzó frente a la escultura de Marín, un ave-ángel, escenario para fotografías que se toman, se suben a redes sociales y se olvidan. Atravesó la calle sin fijarse en el semáforo: estaba desierta. Conforme se internaba en Polanco, trataba de descifrar el antiguo rostro del barrio, pero no podía. Quedaban, escasamente, unas cuantas referencias, como las quesadillas de María Isabel en Emilio Castelar, el edificio donde vivió de niño su amigo Gaspar y una cerrajería en los bajos de un edificio en peligro de extinción.
Algo había, por lo menos, que seguía siendo como antes: los islotes de flores de la jacaranda, regados por el suelo, reflejando el pasado para quien caminara con la mirada baja. El parque se parecía, excepto por al área de juegos para niños con piso de hule de llanta pintado de colores; las manzanas de enfrente, no. Alguien le había dicho que, donde ahora está la Casa Portuguesa, estuvo el Sanborcito donde tantos domingos había desayunado con sus padres y sus hermanos. Creía que sí, que ese era el mismo sitio.
Cuando se acercó a la colina artificial al extremo poniente del parque, frente a la Torre del Reloj, lo asaltó un murmullo casi estridente: diez o doce niños jugaban bajo la mirada de tres o cuatro adultos. Unos jugaban al futbol en el rincón más alejado y bajo la colina daban vueltas en sus triciclos unas niñas. Únicamente la mayorcita iba en una bicicleta con ruedas de apoyo que hollaba las flores de jacaranda. El vestidito de holanes rosa pálido hacía juego con el moño que se veía entre los rizos rubios, adornados al azar por otras flores de jacaranda que se quedaban atrapadas en ellos mientras flotaban en el aire quieto y tibio. Cuando la niña volteó a verlo, él le sonrió: era Agnieszka. Naturalmente, la saludó; sin embargo, ella no lo reconoció y solamente le dirigió una sonrisa tímida y breve. Por alguna razón, no le sorprendió; se limitó a conservar la sonrisa indolente con que la veía dar vueltas y vueltas bajo la colina, saludando de cuando en cuando a una joven, tal vez su madre. Curioso, él no reconocía a la madre y, de hecho, no recordaba haberla visto más de unas cinco o seis veces. Su peinado le llamó la atención, como luego, unos segundos más tarde, también la apariencia de los dos hombres con bigotes de aguacero y patillas de chuleta. Uno, con el cabello largo pero ralo en la coronilla, casi pelirrojo, llevaba una camisa de terlenka abierta, con un cuello largo y chillón y botones que se presionaban en vez de meterse en un ojal; el otro llevaba pantalones acampanados.
Fue paciente y esperó hasta que Agnieszka volvió a pasar cerca de él aunque ninguna de las veces ella le devolvió el saludo; ni cuando él le sonrió desde lo alto de la colina, ni cuando volvió a hacerlo al alejarse del parque rumbo a Masaryk. Al bajar de la acera, un Falcon estuvo a punto de atropellarlo; el conductor le mentó la madre con el claxon y luego tuvo que esperar dos minutos a que terminaran de pasar los demás autos: un Mustang azul recién sacado de la agencia, un Valiant Super Bee anaranjado… El parque se había llenado súbitamente de gente que debía estar recluida en su casa y, en vez de restaurantes, había zaguanes frescos y oscuros de donde salían personas endomingadas, mientras que de algunas habitaciones superiores llegaba el ruido de vajillas y vasos y el rumor de las conversaciones. También Masaryk estaba bordeado por casas señoriales y unos pocos edificios de departamentos, bajos y sin cochera. De los dos lados había autos estacionados.
Poco a poco, fue reconociendo las construcciones, los negocios y las casas de sus conocidos, a algunos de los cuales se topó mientras iba por la acera; todos le devolvieron el saludo, ninguno lo reconoció y un par de adolescentes se le quedaron viendo, riéndose y diciéndose cosas al oído.
Se alejó de ahí preguntándose qué habría sido de Agnieszka, en qué otros países habría pasado su infancia y adolescencia de hija de diplomático polaco en la Polonia soviética y, sobre todo, pensando que, sin importar lo que dijera aquella tarde en el parque ella se habría ido y él se habría quedado allí, recordándola en medio de la ciudad desolada.
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