Antología

El cuento en cuarentena | Bajo las olas

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento será incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual podrás hallar próximamente de manera gratuita en la página de Palabrerías]

Por Andrés Díaz Mata

Dedicada al “Axolotl” de J. Cortázar, 
 al “Barco Blanco” de H.P. Lovecraft  y
a los “Árboles Petrificados” de A. Dávila
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Después de este día no quedará rastro alguno de mí, salvo esta carta. Intentaré explicar los sucesos que me llevaron a cometer un piadoso crimen contra mis seres amados y sellar así mi destino final, pues me he entregado al anhelo irrefrenable de hundirme en las negras profundidades del mar. No espero que entiendan del todo mis motivos porque yo no logro aún comprenderlos cabalmente, mas ansío que así ocurran las cosas. Tampoco espero que crean —ojalá así fuera— en lo que estoy por relatar, pero juro que es la verdad y, aunque mi palabra carezca de valor o sentido en este momento, afirmo que he sido testigo de oscuras y lúgubres maravillas ocultas bajo las aguas de la bahía. Intentaré describir cuanto pueda acerca de mis visiones; sin embargo, advierto que he captado escenas para las cuales no he hallado todavía las palabras más adecuadas. Quizá solo las culturas cuyas creencias se apeguen al animismo posean apenas los conceptos correctos de los que, por ahora, carece mi vocabulario.

No diré mucho sobre mi persona, salvo que nací y viví tranquilamente durante cuarenta y seis años en Baja California, estudiando sus mágicas costas; soy biólogo y trabajo dando clases en una escuela pública, también tuve una esposa e hijos a los que amo inmensamente y a quienes… he debido quitarles la vida pese al amargo dolor de mi corazón. Lo hice para evitarles sufrir los descomunales horrores que se avecinan y que me fueron expuestos por las aguas marinas —podré parecer mezquino, pero el mar se ha ganado mi ciega veneración ya que me ha revelado mi misión ultraterrena.

Puedo decir, sin el mínimo temor a errar, que pocas cosas hay en la naturaleza que puedan resultar tan imponentes y fascinantes como el mar, capaz de hacernos sentir, a nosotros los mortales, infinitamente diminutos ante su inmensidad, efímeros ante su incesante vaivén, desdichados ante su inconmensurable poder; ejerce una fuerza terrible y magnífica sobre el espíritu humano, evocando su curiosidad al reafirmarle una y otra vez su casi absoluta ignorancia acerca de los misterios que entrañan las insondables aguas bajo sus ajetreadas superficies y que, a veces, es mejor desconocer. No pocas son las almas que han sucumbido a merced del océano, en las costas o en altamar; sin embargo, con esa vertiginosa sensación al contemplar las olas azotando con violencia sobre las playas, siempre viene la fascinación por su belleza, su magnífico encanto —a veces insidioso—, que atrae a los hombres: miles han tratado de explorar sus profundidades con equipos de buceo, con submarinos o batiscafos… ¡Ingenuos! ¡No habrá jamás tecnología que permita a la humanidad develar sus secretos! ¡Nadie más que los elegidos podremos conocerlos! ¡Ay de aquellos que se muestren altaneros e irrespetuosos ante el mar! Este puede ser severo cuando atrapa a los incautos con su cántico antiguo o pintando sus aguas de colores mágicos, es entonces que los mortales se vuelven presa de terrores demenciales. Varios han sido los navegantes y pescadores que me advirtieron “No se fíe jamás del mar… puede ser un cruel embustero, un monstruo ruin que resguarda sus secretos con recelo y con vileza”. Efectivamente: el océano puede ser hostil hacia los impertinentes curiosos, mas he comprobado cuán benévolo y piadoso trata a sus fieles, esos a los que nos cautiva apasionadamente su sola visión.

Dos noches antes, tras una dura jornada, me bebí varias copas en un bar cercano; después, quise librarme de mi etílico mareo visitando la playa para refrescarme con la húmeda brisa salina antes de volver a casa. Eran casi las siete cuando arribé a una solitaria zona, más allá de la ribera, donde las olas llegaban tranquila y suavemente sobre la arena. Tomé asiento y vi un par de pelícanos volando al ras del agua y recogiendo algunos peces con sus alongados picos antes de seguir su trayecto hacia el ocaso. El sol se ocultaba a la distancia, perdiéndose detrás de numerosas nubes que abarrotaban el horizonte, causando un espectáculo pintoresco de bellos y magníficos colores anaranjados, rosados y violetas… ¡Ah! ¡Nunca me había parecido más espléndido el paisaje en toda mi vida! Tras décadas de aburrida rutina en esta demencial y despiadada vida moderna, esa era la primera vez que volvía a disfrutar el contraste de los sublimes colores naturales y los oscuros tonos que adquiría la marea.

Permanecí sobre la ensenada, apreciando cada matiz, cada brillo, cada destello para luego ver cómo estos desaparecían y se opacaban conforme el cielo ennegrecía y las nubes se alejaban llevadas por el viento. En el transcurrir de los minutos, comencé a percibir un eco en el rumor del oleaje, con su rítmico vaivén, una especie de susurro vocal surgía entre la blanca espuma. Mientras llegaba la noche y paulatinamente el mar se transformaba en un óleo oscuro, empecé a perder la noción del tiempo. Sentí que había entrado en algún tipo de trance y vi detenerse las manecillas de mi reloj de mano. Estaba completamente solo, contemplando ceremoniosamente las negras aguas, tan negras como el firmamento donde algunos ojos brillantes empezaron a abrirse, irradiando un fulgor milenario, mucho más antiguo que todos los océanos.

No sé cómo ni porqué, pero, en ese momento, al mirar las brillantes estrellas, estas comenzaron a… ¡a caerse del cielo! ¡Sí! ¡Todas se desprendieron del cielo y descendieron lentamente hacia el horizonte hasta perderse en el mar! Y ahí, entre las tranquilas olas, millares de luces tintineaban ahora bajo la superficie, cual si se tratase de un inmenso banco de medusas fosforescentes. Por si fuese poco, las aguas avanzaron sobre la arena hacia mí, bordearon los contornos de mi cuerpo y devoraron la playa entera arrastrando consigo los destellos de esas luces, brillando como espectros que susurraban… He dicho bien: susurraban con arcaicas voces, más viejas que cualquier galaxia. Oí esas voces, las sentí desde mi piel y hasta mis entrañas, esas voces acuosas con siniestros ecos cavernosos; voces inmortales que me llevaron al borde de la locura, pero que, a la vez, me produjeron un sosiego innombrable. Las aguas continuaron elevándose hasta cubrirme en una especie de domo o burbuja vacía; entonces, las voces me instaron a acompañarlas para hundirme en el océano, a dejarme guiar hasta las profundidades del abismo, donde ellas me revelarían todos sus secretos, antiguos secretos heredados por las estrellas de todos los rincones del universo desde los inicios del cosmos.

Sentí, durante el trance, que el tiempo y el espacio se distorsionaron, “dislocándose”, conforme observaba aquella escena. Creí percibir todos los tiempos simultáneamente: la creación de la materia y el fin de la existencia. Las miles de voces estelares, todas ellas distintas pero siendo siempre una misma, me hablaron al unísono desde la indisoluble sustancia consciente que eran, son y serán: los fantasmales ecos del universo, un todo pensante más allá de la diminuta y frágil comprensión humana, con una sabiduría superior a la que el hombre jamás llegará a alcanzar. Me revelaron la proximidad del Apocalipsis mediante atroces escenas en mi mente; supe entonces que pronto los océanos se alzarán sobre la Tierra, sacudiendo las profundidades del subsuelo, cubriendo al mundo entero para reclamar, una vez más y para siempre, su dominio absoluto, ahogando consigo los burdos e insignificantes logros del hombre, al que recriminaban su actual falta de cordura y de humanidad.

Pero el mar se mostró piadoso conmigo: me indicó que, antes de compartirme sus conocimientos, debía volver a casa al despertar del trance, despedirme de mis seres amados y robar sus vidas para evitarles el calvario de la venidera devastación por los tsunamis colosales. “Es esta una misión y una prueba”, dijeron las voces. Desperté horas después, todavía en la playa, cerca de la media noche. Volví a casa, extasiado y conmovido e hice lo que las clementes aguas me indicaron. Pueden tildarme de loco y asesino o decir que soy un desquiciado más en este mundo decadente que se pudre poco a poco y pensar que he optado por huir de la justicia, mas pronto los hechos demostrarán que tengo la razón… Hoy partiré nuevamente a la solitaria ensenada, caminaré sobre la arena, sentiré las pequeñas olas lamiendo mis pies con su fría lengua transparente, me enfilaré hacia el mar y me entregaré a él para unirme a su inmensidad azul y negra, para ser parte de la incesante danza del oleaje.

No me busquen, no gasten fuerzas para recuperar mis restos pues, para cuando hallen esta carta, mi cuerpo, mi alma y mi sustancia pertenecerán por completo a las oscuras aguas marinas. Jamás me sentiré efímero ante el inexorable paso del tiempo, me disolveré en la entidad eterna y trascenderé los límites de mi piel y de mis pensamientos, uniéndome a la infinita consciencia que habita la totalidad de los océanos, desde sus hondos resquicios más allá de fosas y trechos hasta sus turbias superficies que siempre han reflejado el brillo de las estrellas; esas que dotaron de vida y razón al mar y, luego, este al planeta entero, originalmente infértil e insensible. Me dejaré llevar hacia las profundidades por los ecos espectrales, emergidos del abismo marino y cósmico, que me han indicado mi destino para salvarme de la futura destrucción total. No pertenezco más al mundo terrestre: acudiré al llamado de las olas.

Cuando lean estas palabras, restarán solo meses, acaso años, para que el fin de los tiempos llegue y las aguas arrasen con todo rastro de nuestras civilizaciones, barriendo cada vestigio de nuestra existencia, borrándolo todo, como las huellas de mis pies desnudos sobre la arena. Adiós y buena suerte. Desde ahora seré uno con el mar.

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