Por Oscar Rosas González
Eran las ocho de la mañana de un día fresco y dinámico. El tráfico se observaba intenso y la gente caminaba presurosa. En medio del matinal correr mexicano, aquel lustroso hombre caminaba acelerado sobre la calzada Ermita y las Torres en la delegación Iztapalapa, estirando continuamente la mano hacia algún taxi. Su faz mostraba desesperación, como si fuera muy tarde para llegar a su trabajo y checar una horrible tarjeta de burócrata, como cientos de típicas personas lo hacían día con día en esta gran ciudad de México. El hombre vestía como un ejecutivo, con traje y corbata, zapatos limpios y portafolio negro. De pronto, a sus pies, frenaron las llantas del vehículo libre que se aprestaba a subir el pasaje:
—¡Buenos días, señor, suba usted! —Dijo el conductor.
—Gracias, amigo, se lo agradezco.
—¿A dónde lo llevo?
—Tome por el eje cinco y siga adelante hasta Insurgentes, por favor.
—Como usted diga, joven.
Así, el ruletero siguió su tortuoso camino ante tremendo tráfico que se presentaba durante la tradicional “hora pico”.
El sol de la mañana comenzaba a tomar fuerza y, combinado con el monólogo semi político que emitía el radio y la imagen rutinaria de autos a los lados, la débil línea entre el conductor y el pasajero se rompió ante las primeras opiniones de compañeros de país y por lo tanto de penurias. El “joven” le comentaba al conductor que su trabajo consistía en brindar sus servicios como agente de ventas para la promoción de un producto nuevo en el mercado y que requería de moverse de un lugar a otro de la ciudad para ofrecerlo a diversos clientes; para ello, también se apoyaba en su celular, el cual le proporcionaba, de manera muy eficiente, la facilidad para realizar sus ventas. Sin embargo, justo ese día había olvidado su celular y debía llamar con urgencia a un cliente muy importante o lo perdería. El taxista, conmovido por la preocupación demacradora reflejada en el rostro del “joven”, le contestaba que si requería de comunicarse podía usar su celular sin problema alguno, al fin y al cabo, contaba con un buen plan telefónico.
—No quiero molestarlo, señor, qué tal que su familia trata de comunicarse con usted. Si no lo logran, se preocuparán.
—No se preocupe, joven. Mi esposa conoce mi horario y ruta de trabajo y nunca me llama a esta hora.
—Bueno, pero ¿y sus hijos?
—Uh no, esos están en la escuela, fíjese que…
El lujoso caballero con oído muy fino escuchaba atentamente santo y seña de todo lo que el taxista le comentaba poco a poco de su familia y su hogar mientras continuaban su marcha.
Todo parecía normal en el camino, hasta que de pronto el “joven” con tono de angustia al ver la hora dijo:
—Deténgase por favor, señor.
—Sí, joven, ¿sucede algo?— Preguntó el ruletero.
—Nada, solo que debo hacer mi llamada ya.
Acto seguido, se dirigió apresuradamente a unos teléfonos públicos, sin embargo, al ver el mal estado de estos, regresó y exclamó con rabia:
—¡No puede ser, estos malditos teléfonos no sirven para nada!
—No se preocupe, señor— Dijo el ruletero. —Tome mi teléfono y haga su llamada.
—¡Gracias, amigo! Y estiró la mano para tomarlo.
Luego, con aire victorioso se alejó del auto para hablar tranquilamente, mientras el taxista esperaba. Tras unos breves momentos de escuchar el sonido de un timbre una voz femenina respondió:
—¿Bueno?
—¡Tengo secuestrado a tu esposo y si no haces lo que digo lo recibirás en pedacitos! ¿Escuchaste?— habló enojado el “importante” hombre.
—¿Qué? ¿Arturo?, ¿esto es una broma? ¿Quién habla?— Dijo aquella voz confundida.
—¿No entendiste? ¿No reconoces este número? ¡No te hagas tonta!
—Es el número del celular de mi esposo, pero ¿quién es usted?— preguntó la mujer ahora angustiada.
—¡Eso no importa y esto tampoco es una broma! Aun así, si no me crees, hija de… háblale, o dile a tus dos hijos que le marquen. Ah, cierto, están en la escuela, el mayor en la secundaria y el menor aún en primaria ¿no? Mejor compruébalo tu misma y márcale a tu esposo— la retó el iracundo.
La asustada señora que identificó desde un inicio el número imploró:
—Por favor, por favor no le haga daño, señor.
—¡Cállate y escucha con atención!— Dijo trémulo apretando el celular.
—Si, señor— contestó la receptora todavía incrédula de que esa situación fuera real.
—Así me gusta, solo piensa que, si no cumples lo que te voy a pedir, lo mato. ¿Escuchaste?— Dijo el catrín tremebundo.
—¿Qué quiere que haga?— sollozó.
—Anota el número de cuenta que te voy a dar, luego ve y deposita cincuenta mil pesos en este banco, solo tienes media hora.—De inmediato apagó el teléfono y volvió apresuradamente al vehículo.
—¿Pudo negociar con su cliente?— preguntó el taxista.
—Casi lo convenzo— respondió —pero me dijo que le llame en media hora para que me diga si acepta o no. No sé si lleguemos hasta mi destino en ese tiempo— comentó con preocupación —aun así, muchas gracias.
—Estamos para servirle, joven, y si requiere otra vez mi teléfono, no dude en pedírmelo— Dijo el conductor, a lo que el hombre respondió:
—¿Sabe, usted? Hoy en día hay muy pocas personas dispuestas a ayudar de tan buena gana, así como usted lo ha hecho. Como agradecimiento, si logro cerrar mi trato, le pagaré el doble de lo que marque su taxímetro. Siga adelante, por favor.
Al escuchar las palabras convincentes de aquel hombre, el taxista se alegró y, sin percatarse de que su celular estaba apagado, siguió manejando por aquel inmenso tráfico.
Continuaron conversando de todo un poco, como en ocasiones suele pasar con algún pasaje. De cuándo en cuándo el pasajero veía su reloj, hasta que llegando a División del Norte el joven dijo nuevamente:
—Sabe qué, tengo que hacer ya la llamada, ¿podría detenerse otra vez y prestarme su celular?
—Sí, joven, usted úselo con confianza.
—Muchas gracias, no me tardo.
Bajó y esta vez se alejó menos del auto, lo suficiente para seguir fuera del alcance del oído del fiel conductor.
En breves instantes hablaba nuevamente por el celular, el taxista solo miraba sin sospechar absolutamente nada. Nuevamente se escuchó la voz femenina:
—¿Ya depositaste lo que te pedí?— preguntó el rufián con gran seriedad.
—Traté, pero es que no tengo todo.
—¿Qué dices, maldita? ¿Quieres que mate a tu marido?— Dijo tranquilamente, pero apretando más el celular.
—No, por favor, no le haga daño, lo que pasa es que no tuve mucho tiempo, ¡se lo ruego!— Exclamó llorando.
—Sé que hoy no trabajas, así que más bien no quieres a tu marido ¿verdad? Te lo voy a mandar en pedazos, desgraciada.
—¡No, por favor! Entienda que es muy poco tiempo para reunir tanto dinero y somos pobres. ¡No lo tenemos! ¡Entienda, por favor!— Gritó desesperada sin poder parar de llorar.
—¿Depositaste algo?— preguntó con tono sereno.
—Sí— Respondió la llorona.
—¿Cuánto?
—solo logre depositar veinte mil pesos.
—Lo voy a checar y si veo que me estás mintiendo, ya no volverás a ver a tu marido. ¿Entendiste? Espera a que te vuelva a llamar.
Rápidamente volvió al taxi, subió a la parte de atrás sin decir nada al taxista y del portafolio negro que llevaba sacó una tableta, la cual comenzó a revisar. Su rostro dibujó una sonrisa eufórica, entonces dijo:
—Señor, sus servicios han sido excelentes y sé que es mucho abusar de su confianza, pero ¿me permitiría hacer una última llamada solo para agradecerle a mi cliente?
—Claro que sí, joven. ¿Quiere que me vuelva a detener?— preguntó felizmente el ingenuo, pues su marcador estaba por llegar a los trescientos.
—No, esta llamada será muy rápida y ya estamos por llegar a mi destino. Muchas gracias, de verdad que es usted muy amable.
Acto siguiente, tomó el celular, marcó un número, esperó y luego habló:
—Está hecho, gracias por hacer negocios conmigo— Colgó.
Dos calles adelante el hombre pidió que se detuviera en la siguiente esquina y pidió la cuenta:
—Son trescientos exactos, joven.
—Bueno, lo prometido es deuda— sacó una billetera de cuero fino y le entregó $650 —le pago el doble y cincuenta más por las llamadas. Muchas gracias, ojalá existiera más gente como usted, hasta luego.
El lujoso caballero se dio la vuelta y se perdió entre la multitud. El taxista alzó los ojos al cielo y luego miró el taxímetro con gesto victorioso. Ya quería contarle a su mujer la buena suerte que tuvo ese día.
Al llegar a su casa por la noche, su esposa lloraba inconsolablemente y al verlo casi se desmaya. Totalmente contrariado exclamó:
—¡Qué pasa mujer! ¿Por qué lloras?
—Llamaron diciendo que te tenían secuestrado y que si no les depositábamos dinero te mataban.— Dijo ella histérica mientras abrazaba a su esposo e hijos quienes recién habían llegado de la escuela.
—¿Pero cómo piensas eso si andaba trabajando?— Afirmó seguro el taxista. —Además, traigo mi celular, me hubieras llamado inmediatamente.
—Traté de llamarte y no contestabas y el que habló lo hizo desde tu número.— Aseguró su esposa. —Él me dijo datos muy precisos que no cualquiera puede saber.
—¿Qué, por mi teléfono?— preguntó casi para sí. —¡No puede ser! ¡No! No, no…
Entonces comprendió todo.
Categories: El cuento en cuarentena, General
Gracias a la revista Zompantle por la publicación de este cuento. Gracias a todos los lectores. Leer es un arte. Atentamente el autor.