Por Andrea Pereira
Amalia vistió su mejor vestido de domingo, se pintó los labios rojos, se puso nuevas alpargatas negras, y llevó una bolsa de mandados con pocas mudas de ropa. Subió al avión sin borrar de su cara una pequeña sonrisa. Se quitó sus enormes lentes, pero al no poder ni ver el reflejo de su rostro en la ventana, se los puso de nuevo, se miró las manos, arrugadas, venosas, su mirada se tornó triste, su expresión seria, pero al subir los ojos, y observar que ya estaba en el avión, volvió a sonreír.
Amalia nació en el campo. Fue la quinta hija de una familia muy pobre. Sus hermanas siempre la subestimaron y maltrataron. Se convirtió en la empleada domestica de estas, el padre nunca esteba en casa, a la madre le parecía normal que siendo la menor ayudara.
A veces en las tardes, cuando todos dormían la siesta, ella se escapaba. Se sentaba solitaria y callada a observar la nada, no sabía que ver ahí, pero ella sonreía callada, miraba a los lados buscando a su familia. No los veía y reía, se sentía libre en esa soledad. Soñaba con dejar el campo y no volver a esa casa, nunca más.
Sus hermanas se fueron casando, pero no se iban del campo. Ella continuaba ayudándolas.
Una de esas tardes de siesta, cuando Amalia ya contaba con veinticinco años apareció un viajante pidiendo ayuda. Tenía hambre, sed, estaba cansado. Amalia lo recibió, pero no le abrió la puerta. El hombre explicó la situación, y ella silenciosa, respondió solo con un gesto y busco a su madre. Cinco semanas después de aquel extraño hombre pisando su casa. Se casó con él. Amalia solo pensaba que al fin dejaría de vivir ahí.
Al llegar a aquel lujoso apartamento sobre una ruidosa avenida los ojos de la chica brillaban, no quería soltarle la mano a su marido, se la apretaba emocionada, El gritó: -¡Mariana ya llegué!- salió de la casa una jovencita, saltó a sus brazos y Amalia la miro entre confundida y sorprendida y soltó la mano de su esposo.
En ese momento se dio cuenta de que no sabía nada de aquel hombre. La idea de irse a la ciudad la había enamorado más que el.
Entraron a la casa, ella miraba el entorno con el rostro endurecido, sin mover más que los ojos, caminando lentamente, y ahí se enteró. Los vio y sintió una presión en el estómago. Su nuevo esposo, antes de serlo, había sido viudo. Mariana era su hija mayor, y había cuatro más.
Los años fueron pasando. Amalia no volvió al campo. Se dedicó a los cinco hijos de su pareja y a él. Esto llevó a que nunca tuviera propios, ni trabajara. Callada, serena, siempre sonriente.
Habitualmente recordaba a su padre que nunca estaba, porque trabajaba en el campo, cuando miraba a su marido leer el diario frente a la estufa, sabiendo que, como solía pasar, saldría de viaje de negocios al día siguiente y no lo vería por semanas. Se encerraba en el baño, lloraba y se golpeaba la cara con los nudillos. Siempre en silencio.
A veces miraba su reflejo y se pintaba los labios de rojo, dibujaba líneas sin sentido en el espejo con mucha fuerza. Se lacaba la cara, limpiaba su pequeño desorden, y volvía sonriente con los niños. A su marido no le gustaba el lápiz labial rojo, por eso ella no lo usaba, pero le encantaba.
Pasaron veinticinco años. Su vida siguió exactamente igual, con la diferencia de que los chicos se fueron independizando. El menor, Rafael, le regaló un baúl cuando ella cumplió cincuenta años. Ella comenzó a comprar lana y tejer.
Se quedaba sola en la noche, cuando su marido viajaba, lo que era casi siempre. Tejía, tejía con pasión, tejía rápido, a veces hasta se lastimaba los dedos un poco, pero no paraba. Asi lleno el baúl de sus creaciones. Salió a la calle ofreció sus tejidos y para su sorpresa los vendió todos.
Esto la incentivó, se puso una meta en la cabeza, quería ser libre, sacar de su mente al campo de antes y a la ciudad de ahora. Compro más lana y tejió, tejió y tejió…
Así llenó cinco veces el baúl se fue al aeropuerto con lo que junto de sus ventas, se compro un pasaje a Barcelona. Lo miró se encogió de hombros y dijo: -y bueno, Barcelona está bien, sé el idioma- y esperó que llegara la hora de su vuelo.
Se pintó otra vez los labios de rojo y subió decidida. Se sentó en el avión y pocos minutos después vio que el número de avión era el 555. Comenzó a gritar que no despegara y bajó asustada.
Se le venía a la cabeza que eran cinco hermanas, se que casó a las cinco semanas con un desconocido que tenía cinco hijos. Recordó que hacía veinticinco años que había llegado a la ciudad esperanzada para terminar mal. El número de avión era un terrible presagio para ella.
Caminaba como perdida, un poco derecho, un poco girando lentamente, con el rostro inexpresivo, buscando donde cambiar el pasaje. Al rencontrar el lugar dijo que quería ir a otra parte que no era Barcelona que quería saber el número de avión. Le preguntaron qué hacia donde, miró para todos lados apretando el ceño, y acomodando sus lentes, entonces vio un letrero que decía que en media hora despegaba un vuelo hacia Madrid así que por ese lugar se decidió.
El avión tenia el numero 808, así que eso la calmó. Al subir más tranquila se sentó cómodamente, se retocó el rojo de los labios, se miró sonriente y con los ojos llenos de felicidad en la ventana, se contempló las manos, se le parecieron tan dañadas, pensó que ya en Madrid se pintaría las uñas, y que nunca lo había hecho, se le escaparon algunas lágrimas, emocionada apretó los labios, y el avión despegó.
Estando ya en vuelo su rostro de feliz y sonriente, pensando que no sabía ni a que iba pero se iba, cambió su expresión a seria, la mirada fija en la nada y el ceño fruncido –vendió cinco baúles de tejido para estar aquí- susurró, abrió muy grandes los ojos, y llevó la mano a su boca abierta. Cinco segundos después el avión rumbo a Madrid explotó.
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