El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Un niño de pueblo

Por Jhimer Jair Monzon Mantilla

Casi nunca se veían caras nuevas en el pueblo y, aunque en muchas ocasiones escuchó el calificativo de “Pueblo fantasma”, M* nunca había visto uno.  Como todos eran sumamente pobres, no estaban divididos por clases económicas. Tal vez el único en una mejor posición era Don Julio, por ser el propietario de la Vane, una vaca considerada como el más grande tesoro de toda la ciudad, debido a que era la única de su especie en este triste lugar.

Para suerte del pueblo, Don Julio era una persona de buen corazón y no pensaba egoístamente en cuanto a la utilidad de su animal. Siempre que algún vecino necesitaba un litro, o por lo menos un par de tacitas de leche, Don Julio estaba dispuesto a compartir el blanco líquido de la Vane; de vez en cuando, como agradecimiento, le pagaban con unas cuantas papas, trigo, o lo sea que el vecino sembrara en su chacra.

Ni siquiera los hombres de fe más ensimismados en llevar las nuevas de salvación llegaban allí, menos aún los políticos, ya que le tomaban poca importancia a ese pueblucho que no representaba ni el 0,001 % de los votos. No es que existiera algún tipo de maldición, tampoco estaba situada en un lugar de difícil acceso. Es solo que ni los habitantes querían salir ni la moderna civilización quería entrar.

En medio de aquellas casas grises vivía M*, con tan solo 11 años ya tenía que vérselas por sí solo en la vida. Nunca conoció a su padre, tal vez era alguno de sus vecinos o quizás estaba muerto, eso en realidad no le importaba. Tenía un hermano, mayor por diez años, que se había ido a vivir con una muchacha del pueblo cuando cumplió la mayoría de edad. Solo tenía a su madre, que en realidad resultaba más una desgracia que una bendición, porque, debido a una rara enfermedad degenerativa, perdió la lucidez. Todo el día estaba encerrada en su cuarto y solo recibía contacto humano cuando su hijo le lleva el almuerzo.

Don Julio, conmovido por la situación de M*, le daba trabajo ordeñando a la preciada vaca. Como pago recibía un par de litros de leche, eso era suficiente para remojar el estómago; claro, junto con un par de panes duros, y una que otra solidaridad de sus vecinos.

De tal manera pasaba su niñez, entre el trabajo y la pena. Pero, como usted seguramente ya sabe, la vida, el destino o como guste llamarlo, busca la forma de hacer más pesada la carga de nuestros días. En el caso de M*, fue la enfermedad de su madre el medio para aumentar la calamidad. Ella murió sola en su cuarto mientras M* exprimía las ubres de la Vane; no se dio cuenta de la muerte de su madre hasta dos días después. M* fue a dejarle la comida, pero no encontraba respuesta alguna. Él estaba acostumbrado a que, de vez en cuando, su mamá pasara varios días sin decir una palabra, así que no le dio mucha importancia; sin embargo, para la mañana del segundo día, la casa amaneció con un olor fétido, diferente a los que M* reconocía; tratando de ubicar la fuente de este espantoso olor, entró al cuartucho de su madre. Estaba tirada en el piso, mirando hacia el techo; tenía los ojos muy abiertos, sangre seca le cubría las uñas, había rascado el piso de madera, quizás como una forma de aferrarse a la vida. Después de unos segundos, mirando fijamente a su madre, comprendió la escena, unas pequeñas lagrimas brotaron de sus ojos negros.

No lloró cuando se cayó en una acequia, a los 6 años; tampoco cuando su hermano se fue de la casa, para formar su propia familia y olvidarse de él; no lloro ni sangró cuando la vane lo golpeó con su cuerno. Pero era este el momento de sacar las penas que cargaba; hasta ahora había soportado los golpes de la vida sin caer en la cuenta de su miseria. Ya no tenía a nadie, estaba solo en este pueblo fantasma.

Como todos pasaban las mismas necesidades que él, nadie se hizo cargo de M*, ni siquiera su propio hermano, que ya tenía tres hijos pequeños, por lo cual, alegaba que no podía alimentar una boca más. Solo Don Julio, después de pensarlo mucho, lo acogió en su casa, con la condición de que tomara responsabilidad entera de cuidar a la Vane y de ordenar diariamente su casa.

A los pocos meses cumplió doce años. Como es de suponer, allí los niños ni soñaban con alguna celebración o siquiera una torta. El cumpleaños no era motivo de alegría; al contrario, las personas recordaban que un día cualquiera llegaron a este mundo, sin ninguna razón, solamente para pasar frío y romperse la espalda en las chacras.

Una tarde, M* estaba en el bosque situado a espaldas del pueblo, recolectando leña para hacer hervir la leche de la vane. Serían poco más de las seis de la tarde, por lo que ya estaba oscuro, pero debido a la práctica diaria podía amarrar los troncos. Fue una noche fría, las estrellas brillaban fuertemente como queriendo hacerle competencia a la luna. Cuando M* empezaba a levantar el amarre de leñas, en medio de aquella oscuridad, espesa por la humedad de la lluvia serrana, escuchó un lamento.  Inmediatamente un aire frío le recorrió la espalda hasta llegar al cuello, se quedó inmóvil. No tardó mucho en escucharse un segundo gemido aún más doloroso que el anterior. M* soltó la amarra de troncos y empezó a correr aterrorizado, en lo único que podía pensar era en alejarse los más rápido de aquel bosque.

“Pueblo Fantasma”, pensó; tal vez si tenía sentido. Cuando divisó ya la primera casa, bajó la intensidad de la carrera hasta quedarse parado, recobrando el aliento. “Tengo doce años, ya no soy un niño. Los fantasmas no existen. Solo fue el viento o un animal herido”. Cuántas veces había caminado por el bosque totalmente a oscuras, a veces en medio de la lluvia con solamente una lámpara para alumbrar el camino. Además, el cementerio del pueblo estaba demasiado lejos como para que un difunto venga a penar por allí. De pronto, se vio inundado de valor, creyendo que lo sucedido solo era parte de su imaginación. Así que, dando la media vuelta, empezó a regresar al bosque.

Llegó al lugar del suceso, la leña aún estaba tirada. Efectivamente, fue un mal entendido, aun así, decidió dar un vistazo por los alrededores para despejarse toda duda. Cuando ya estaba a unos cuatro metros de distancia, sintió como unos arbustos a su izquierda dieron un leve movimiento. Se instauró nuevamente el terror en su ser.  “No soy un niño”, se decía para dominar su miedo, “¡Ya tengo doce años, ya tengo doce años!”. Lentamente se acercó hasta el arbusto, su cuerpo temblaba, su corazón latía tan rápido que le dolía. Manteniendo la respiración alargó la mano para separar las ramas. Cuando estuvo a punto tocar la planta, nuevamente, un lamento: “mmmmmggrr. Intentó parar en seco y empezar a correr al mismo tiempo, se tropezó, cayendo inevitablemente en medio aquel arbusto.

Estando en el suelo, quedó aturdido unos segundos. Debido al terror que sentía, mantuvo los ojos cerrados, ni siquiera se movió para huir de ahí; de pronto, una mano le cogió la pierna, sintió desmayarse; pero escucho una voz que le dijo: “ayúdame”.

Al instante abrió los ojos, lo que se encontraba delante era una persona tirada en el suelo. Un varón, alto, con el cabello largo, su ropa estaba manchada de sangre, sobre todo una de sus piernas.

—Ayúdame, niño, unos ladrones me golpearon y me quitaron todo lo que tenía. —M* se puso de pie mientras trataba de comprender lo que estaba pasando.

—¿Cómo se llama señor? —preguntó M* a la vez que trataba de levantar al moribundo.

—Me llamo Román, antes vivía por aquí, me fui hace unos años. Hace poco decidí volver, y ya vez lo que me pasó.

—No se preocupe, en el pueblo lo atenderán y se pondrá mejor.

—Gracias por ayúdame niño, te debo la vida. Aunque, quisiera pedirte un favor más. Nadie en el pueblo debe saber que regresé, estoy seguro que no seré bienvenido.

—Pero, entonces, ¿por qué se decidió a volver?

El herido soltó un suspiro y respondió:

—La verdad es que en este tengo un problema sin resolver.

Al estar a poca distancia del pueblo, el hombre le pidió que lo ocultara por unos días mientras se recuperaba. M*, movido por la misericordia y la redención que buscaba aquel hombre, aceptó. Como ya era de noche, fue fácil rodear el pueblo; el único lugar en donde podía ocultar al hombre era en el establo donde estaba la Vane; nadie entraba nunca allí, solamente M* para alimentarla y ordeñarla.

Una vez que instaló al moribundo sobre un montón de hojas de eucaliptos, le puso una manta encima para protegerle del frío. Al cabo de unos cuantos lamentos más, el hombre se quedó dormido, o tal vez perdió la conciencia; para M* fue un alivio, temía que alguien le escuchase.  Mientras trasladaba al moribundo, M* se dio cuenta de la herida que tenía en la pierna izquierda, supuso que fue generada por un cuchillo. Recordó que en casa de Don Julio había un poco de alcohol, a la mañana siguiente traería la botella para echarle en la herida, en medio de este pensamiento se levantó del suelo para ir a su cuarto.

Desde su nacimiento, la vida le demostró lo triste y cruel que es el pago por abrir los ojos en este mundo; estaba harto de esto. Al ayudar al a aquel hombre, quizás podría demostrarle a Dios que él no merecía todo lo que le había pasado. Este buen acto era una forma de revelarse a la sucesión de miseria que era su vida; acaso, después de esto ¿no sería injusto que recibiera más dolor y tristeza?

Al día siguiente despertó más temprano de lo normal, fue a la cocina para ver si encontraba algún trapo para cubrir la herida. Entró al establo, era pequeño, ya que la Vane era la única vaca de todo el pueblo; encontró al hombre despierto, en posición de rodillas; al parecer estaba haciendo una oración. M* no quiso interrumpirlo así que espero a que terminase para saludarlo.

—Buen día… ¿cómo dijo que se llamaba?

—Mi nombre es Román, ¿cuál es el tuyo?

—M*; le traje esta venda para su herida y también alcohol para desinfectarla. —El hombre escuchó el nombre del niño y calló por un momento.

—Quiero darte las gracias por todo lo que estás haciendo por mí.

—No se preocupe, don. Estoy acostumbrado, toda mi vida cuidé de mi madre.

—Tienes un gran corazón M*.

M* sintió como la mano del hombre tocaba su hombro. ¿Tenía un gran corazón? ¿Era él una buena persona? Estaba confundido, recordó que desde pequeño le había gustado ayudar a los demás, no se le venía a la mente algún momento en el cual se haya aprovechado o burlado de alguien. Nunca robó nada a nadie y amaba a su madre a pesar de todo lo que tenía que soportar. Cuando se fue su hermano mayor, no le guardó rencor. Es cierto que odiaba trabajar ordeñando a la Vane, pero, aun así, nunca le reclamó a Don Julio. Todo esto significaba que ciertamente era una buena persona; entonces ¿por qué la vida lo había tratado tan mal? ¿Acaso el merecía todos sus sufrimientos? No podía ser posible. Su respiración se detuvo por un instante; si él tenía un gran corazón, entonces esto no valía de nada; significaba que sea cual sea su forma de enfrentar la vida, siempre encontraría dolor, pena, llanto y soledad. No importaba entonces demostrarle a la vida, a Dios, o al destino, que él era bueno.

Mientras todos estos pensamientos inundaban la mente del muchacho, rápidamente Román se percató del cambio en la expresión de M*.

—¿Está todo bien? —le preguntó casi al instante.

—¿De verdad usted piensa que soy una buena persona? —preguntó M* luego de unos segundos.

—¡Claro que sí! —aseguró Román—. No conozco un jovencito más bueno que tú, y mira que he viajado por muchos lugares; me ayudaste sin pensarlo, yo que soy un desconocido para ti… Yo que he hecho tanto mal.

Román trató de ponerse en pie, pero su herida no se lo permitió; deseaba acercarse más a M*.

—Te dije que había regresado a este pueblo por una situación que dejé a medio resolver —respiró profundamente —. Eres tú, M*, tú eres la razón porque regresé; yo soy tu padre. No hubiera querido darte la noticia en esta situación, pero el destino es así, esos ladrones me robaron todo lo que tenía y me hirieron, pero eso provocó que me encontraras. Me fui cuando tenías 3 años, era un cobarde, no encontré otra opción que huir de mis responsabilidades. Este maldito pueblo, hijo, no teníamos comida ni medicinas, la enfermedad de tu madre se estaba agravando cada día. Lo lamento hijo, no regresé por la vergüenza que sentía, perdóname.

Aún de pie, M* se mantenía callado, su rostro estaba petrificado, una lagrima empezó a caer por su rostro. Su padre consiguió levantarse y se acercó con intención de abrazarlo. M* no puso ninguna resistencia, seguía inmóvil; solo cuando Román intento besarlo, movió su cabeza a un lado.

—Hijo, ¿me perdonas? He venido para enmendar mis errores, te quiero mucho hijito.

Sin encontrar respuesta, su padre lo abrazó más fuerte; sin embargo, M* emitió un grito, un grito de dolor; empujó a su padre y dio otro grito. La Vane ,que hasta ahora estaba durmiendo en el suelo, se incorporó de inmediato.

No merecía esto, si él era una buena persona y nunca pensó en hacerle mal a nadie, por qué su vida estaba llena de tristeza y miseria. Estaba harto ser el niño bueno, no ganaba nada con eso. No debía demostrar nada a nadie, ahora lo comprendía. Si se quiere algo, solamente se debe tomarlo. Las acciones no son buenas ni malas, solo son formas de lograr objetivos, de suplir necesidades. Una llamarada de odio se encendió en su interior, tantos años perdidos, creyendo que, si era lo bastante bueno, la vida le recompensaría sacándolo esta ciudad maldita llena de fantasmas y dándole todo lo que de niño nunca disfrutó. No es por merecimientos; si quieres ser rico, debes hacer lo que se necesita hacer, sin importar las consecuencias. La vida es una lucha necia, todos contra todos.

En el suelo había una picota que era usada para la chacra, pero ya en manos de M* se convirtió en una herramienta de justicia; golpeó con todas sus fuerzas a Román, al primer golpe el hombre cayó al suelo; al segundo, la punta de la picota se manchó de sangre; al tercer golpe, se oyó algo, un último lamento. M* no lo escuchó, debido a que seguía golpeando el cuerpo inerte; solo se detuvo cuando la Vane empezó a mugir, tal vez porque estaba a acostumbrada a ser alimentada a esa hora, tal vez por la sangre. Nuevamente la ira inundó a M* y, con la picota aun en la mano, caminó directo hacia la vaca.

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