El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Río cuesta abajo

Por Yonnier Torres Rodríguez

Día 1 jueves

Desperté casi a mediodía. Ya me comenzaba a doler la espalda. Caminé hasta el baño y, después de la meada más larga de mi vida, decidí romper el luto por la ruptura con mi esposa, firmar los malditos documentos del divorcio y cambiar el mensaje de la contestadora.

Me vestí de prisa y salí afuera. Quise hacer las cosas que comúnmente hacía cuando era soltero, pero mis amigos no estaban en el bar, ni en la bolera, ni en los bancos del parque.

Regresé a casa, estuve dando vueltas de la sala al cuarto y del cuarto a la sala, despojándome de todo aquello que pudiera traerme el recuerdo de mi esposa. Me deshice del video de la boda y la luna de miel en las costas de Marruecos, de los discos de Giorgio Di Stefano, las revistas de diseño de interiores, el cesto de mimbre para guardar las figuritas de porcelana y las cartas que nos enviamos cuando me fui seis meses a Roma y ella se quedó en Nueva York con sus padres, conoció al laboratorista de la empresa farmacéutica M & G y me puso cuernos hasta cansarse.

Seis meses después regresé de Roma con los papeles en orden y grandes deseos de ver a mi mujer. Habíamos decidido encontrarnos en casa. Ella volaría hasta Cancún y de allí tomaría otro vuelo hasta Ciudad México. Yo haría una absurda, pero necesaria escala en Panamá, allí le compraría una docena de piezas de ropa interior, todas sus amigas le habían comentado que las mejores piezas de ropa interior son las que se venden en las tiendas de lencería del aeropuerto de Panamá.

A mi equipaje le añadí dos paquetes de compras y al llegar a casa solo encontré un mensaje en la contestadora: una renuncia de mi esposa. Una renuncia calmada y tranquila, quizás demasiado tranquila. Una renuncia a los cinco años de matrimonio, a la creación de un futuro que comenzaba a empedrarse, dejando ver las manchas y las grietas que adornan el fin de una relación.

A punto de quemar todos los álbumes de fotos y borrar sus vínculos a mis espacios de Internet, agarré un poco de calma. Me senté en el sofá, crucé las piernas, luego los brazos, tomé el mando a distancia e hice un poco de zapping; pero cada comentario del canal de noticias, cada parlamento de la telenovela, o cada sonrisa en los anuncios de televisión, me recordaban a mi exmujer y me ponían los nervios de punta.

Apagué el televisor. Cerré los ojos y estuve un cuarto de hora en la misma posición hasta que comenzó a sonar el teléfono; al rato no pude hacer otra cosa que tomar la llamada.

Mi padre me contaba un poco de esto y aquello, decía que la reparación de la cabaña junto al río Lerma había quedado estupenda, que mamá siempre había querido regresar al sitio donde pasábamos los veranos y que no existía mejor medicina para curar la soledad y la tristeza que un fin de semana en la cabaña del río, en aquel sitio perdido de Guanajuato, donde me llevaban de niño, donde descubrí, a mis cortos doce años, en qué consistía la felicidad.

—¿Aún tienes aquel auto? —me preguntó.

—Ha dormido en el garaje durante seis meses.

—Pues prepáralo y vente. He invitado a tu hermano y a tu prima Claudia.

—No estoy de ánimos para conducir.

—Déjate de tonterías. Te espero mañana a la hora de la cena. En la cabaña tengo de todo.

Día 2 viernes

Conducir un descapotable me produce una sensación muy parecida a la calma, por eso compré este auto en cuanto recibí el aumento. Mi mujer se opuso al principio, dijo que debíamos ahorrar para cuando tuviéramos un niño, que si la cuna, el andador y el cuarto ambientado cual si fuera un barco pirata, el castillo de la bella durmiente, o el fondo marino; dijo que debía asegurar la casa, el viejo auto, mi propia vida. Yo insistí durante un cuarto de hora y terminó por darme la razón: manejar un descapotable es la mejor forma de acercarse a la felicidad.

Antes de emprender el viaje desconectamos los aparatos electrodomésticos, cerramos puertas y ventanas, y colocamos las maletas en el asiento trasero. Ella me dio un beso largo, dijo que había preparado bocadillos para el camino y que ese fin de semana, sobre todas las cosas, debía brindarle aliento a mi hermano; en eso de brindar aliento, nunca he sido realmente bueno.

—El pobre, debe estar muerto de tristeza. Una ruptura después de cinco años de matrimonio no resulta nada fácil —dijo mi esposa. Me puse al volante, me coloqué las gafas y encendí el auto.

A medida que nos alejábamos de la avenida principal, el tráfico iba disminuyendo. Busqué en la radio una emisora donde dejaran de trasmitir tantas noticias y pusieran un poco de música. Al rato hallé una estación de Guadalajara, la conductora anunciaba media hora de ritmos neozelandeses. Le dije a mi mujer que nunca en mi vida había escuchado música neozelandesa.

—Debe ser lo más aburrido del mundo —dijo ella, se viró de espaldas, estiró las manos hasta alcanzar una de las maletas y encontró un disco de los Rolling Stones—. ¿Recuerdas este disco? Fue el regalo de bodas de tu prima Claudia. —Lo colocó en la reproductora y aumentó un poco el volumen—. ¿Tú no estabas enamorado de ella?

—Yo no —le dije—, era mi hermano. Desde que tenía doce años.

—Está invitada a la cabaña.

—Idea de mi padre —le dije— darle solución al asunto es mucho mejor que brindar aliento.

Al rato nos detuvimos frente a una gasolinera. Mi mujer propuso comprar algún regalo sencillo, como de sencillos suelen ser los regalos que se pueden comprar en una gasolinera. Compramos un llavero con la imagen de Betty Boop, una gorra de los Yankees de Nueva York, una Barbie Malibú para la hija de Claudia, una pulsera plateada y una botella de vino. Guardamos los presentes en el bolsillo exterior de una de las maletas. Mi esposa preguntó si tenía hambre y sin esperar respuesta sacó los bocadillos.

—Tengo dos de pavo, uno de cerdo y otro de pollo.

—Si algo me gusta….

—Es el bocadillo de cerdo —dijo ella y me extendió el pan envuelto en papel de aluminio.

El resto del viaje nos mantuvimos prácticamente en silencio. Mi esposa recostó la cabeza al asiento y se quedó dormida. Bajé un poco el volumen de la reproductora hasta que la voz de Mick Jagger fuera casi un susurro y me concentré en la carretera.

Día 3 sábado

Mi hija confesó que antes de irse a dormir había sentido un poco de miedo, a pesar de asegurarle que allí no había osos, ni serpientes, ni lobos y mucho menos leones o tigres.

—Pero estaban los grillos, las ranas, las lechuzas, los caballos…

—Debiste haberlo soñado —le dije—, quédate quieta, en cuanto termine de peinarte bajamos a desayunar.

La mesa estaba servida. El tío Jesús se había levantado bien temprano para hacer las empanadillas de queso, las tostadas con mayonesa, el jugo de mango, el guacamole, los bocadillos de jamón y los huevos revueltos con tocino. Mi niña anunció en voz alta que si algo le gustaba eran las empanadillas de queso.

—Las empanadillas eran la especialidad de Martha —dijo el tío—, solía ser muy estricta con respecto a la preparación, las porciones y los ingredientes secretos.

—Pues yo podría adivinar algunos de esos ingredientes —dijo la esposa de Julián mientras se acercaba a la mesa—. Cuando tenía quince años me inscribí en un curso de cocina, nos enseñaron a distinguir los sabores, las texturas. —Tomó una de las empanadillas, la masticó bien despacio—. Tiene un poquito de chile, queso blanco, canela y salsa de coco.

—La salsa no es de coco —dijo el tío—, sino de tamarindo.

—La salsa de tamarindo es amarga.

—Martha conocía un método especial para “desamargarla”.

Julián se acomodó junto a su esposa y le preguntó a mi niña si le había gustado la Barbie Malibú. Ella levantó la mano mostrándole la muñeca y dijo que la había traído para que desayunara.

—¿Qué le gusta a tu Barbie? —preguntó Julián.

—Las tostadas con mayonesa y el jugo de mango.

—¿No le gustan los huevos revueltos con tocino?

—Oh, no —dijo mi chica—, Isabela odia los huevos revueltos con tocino.

Joaquín fue el último en sentarse a la mesa. Traía cara de no haber dormido en toda la noche. Le untó guacamole a un par de tostadas y se sirvió medio vaso de jugo de mango.

—¿Has preparado café? —le preguntó al tío.

—Por supuesto. Tienes cara de no haber dormido bien.

—Esos grillos, esas ranas, esas lechuzas no me dejaron descansar. —Mi hija me clavó una mirada de orgullo.

Después del desayuno nos fuimos todos al muelle. Le indiqué a mi niña que cuidara de no meterse en lo profundo. Julián y el tío Jesús se fueron a la parte baja y lanzaron sus anzuelos. Me senté al lado de Joaquín y hundí los pies en el agua.

—Supe lo de tu esposa —le dije.

—Prefiero no hablar de eso.

—Por supuesto. Háblame del viaje a Roma. Yo nunca he logrado salir de México.

Julián me habló con desgano y parsimonia de hoteles, catedrales y museos. Dijo que había firmado varios contratos para conciliar exposiciones no solo en Roma, sino también en Milán y en Sicilia.

—Siempre supe que ibas a tener éxito con la pintura. Recuerdo el retrato que me hiciste cuando tenía doce años.

—¿Aún lo conservas?

—Lo tengo enmarcado, pero no se lo enseño a todo el mundo.

—Debe ser horrible. En aquella época no sabía de técnicas, de perspectivas y colores.

—Es precioso —le aseguré.

Luego le hablé un poco de lo que me había sucedido en los últimos años. De aquella noche de lluvia en que mi esposo se marchó a Lima para nunca volver, de lo bien que le iba a mi niña en la escuela, de lo aburrido que era trabajar ocho horas diarias en una tienda de zapatos y de lo mucho que extrañaba ir de vacaciones a la casa del río.

—Siempre recuerdo el último verano —le dije.

—Yo también —dijo Joaquín y se me quedó mirando un largo rato, como hizo a los doce años, mientras dibujaba, en un trozo de cartulina blanca, mi cuerpo desnudo.

Día 4 domingo

Siento que a medida que envejezco necesito dormir menos. Es como si mi cuerpo se recargara en tan solo cuatro o cinco horas de sueño. He tomado la costumbre, durante los últimos dos años, de acostarme bien tarde en la noche, leyendo libros que me recomienda Julián o viendo programas televisivos, y despertar bien temprano, justo antes de que los rayos del sol se reflejen en las ventanas de cristal de mi habitación.

Entre una cosa y la otra, gasto las horas del día. Desde que Martha murió he aprendido a no exigirle demasiado a la vida y tomar lo que ella me brinda cual, si fuera un obsequio, un privilegio.

Las metas que me trazo son cada vez más bajas, más insulsas y carecen, de cierto modo, de importancia. Me entretengo con las noticias de la prensa, a veces intento trocarlas, intervenir una nota acerca de la cantidad de civiles muertos en el último ataque sobre la franja de Gaza, con un reporte sobre el estado del tiempo. Los resultados suelen ser divertidísimos.

Oigo la radio y respondo todas las preguntas de participación. Desde que mi hijo me regaló el ordenador no hay respuesta que Wikipedia no pueda ofrecerme. He obtenido un montón de regalos: afiches, marcadores, llaveros, plegables de promoción, discos de música clásica y revistas. Cada semana alguien toca a mi puerta, trayendo consigo las recompensas que las emisoras de radio ofrecen al conocimiento.

Cuando Joaquín estaba a punto de irse para Roma me depositó unos miles de pesos en mi tarjeta de crédito y decidí invertirlos en la reparación de la casa del río. Lo consulté con las cenizas de Martha en el jarrón chino de la sala y estuvo totalmente de acuerdo.

Ese domingo, antes de que los chicos hicieran las maletas para partir, les dije que había decidido quedarme.

—Acá tengo todo lo que necesito. El supermercado está a solo un kilómetro y medio y la gasolinera a tres. Mi furgoneta funciona perfectamente. En el pueblo más cercano hay estación de correos, de ómnibus y de trenes, hay puesto médico, cafeterías, restaurantes, tiendas de ropa, zapatos, libros e implementos para la pesca.

Ellos, como suponía, trataron de hacerme entender que mi decisión era desacertada.

—¿Acaso no han soñado con estar todo el tiempo de vacaciones? —les pregunté cual frase concluyente.

Julián dijo que no podría venir el próximo fin de semana. Tenía un compromiso de trabajo. Joaquín y Claudia estaban libres. Volverían el viernes, llegarían a tiempo para la cena. Yo les prometí cocinarles un pato en salsa mayonesa.

Caminé hasta la sala cuando los chicos se marcharon. Le aseguré a las cenizas de mi esposa que todo saldría bien. Fui hasta la trastienda por mi caña de pescar y las carnadas.

—Hoy comeremos pescado —le dije y salí afuera.

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