Por Jorge Tadeo Vargas
Cecilia sale de la tienda cargando una pesada mochila. Se detiene en la puerta y escucha hasta que siente que no hay peligro. No hay ningún ruido que le indique lo contrario. Al salir se agacha a un lado de la puerta. Su chándal la cubre por completo y por unos minutos se queda en silencio. En una mano lleva un machete y en la otra una pequeña hacha. Guarda silencio unos minutos. Los ve pasar a unos metros de ella. Ninguno se queda cerca, pero ella aprieta sus manos sobre los mangos de sus armas.
Cuando siente que es el momento se levanta lentamente y comienza a caminar en dirección contraria a donde se dirigen. Ellos siguen el ruido, se guían por el sonido. Lo aprendió de Alejandro, quien, desde que comenzó toda la epidemia, le leía Zombi: la guía de supervivencia
—Pon mucha atención Ceci, esta lectura es la que te ayudará a sobrevivir cuando todo se descontrole —le decía mientras le enseñaba el libro con su portada blanca, con el título en letras rojas simulando sangre en la palabra zombi.
Ella trataba de no darle tanta importancia, siempre que comenzaba con sus teorías le mencionaba los campos de concentración que los gobiernos de todo el mundo estaban poniendo en marcha para evitar un contagio mayor que se saliera de sus manos.
—No te fíes de eso —le decía Alejandro—. Siempre encuentran cómo propagar su condición. Es parte de la naturaleza. Tenemos que estar preparados para lo que se viene. Estamos ante el apocalipsis. Ya lo verás —así terminaba sus lecciones sobre cómo sobrevivir a las nuevas condiciones.
Camina lentamente minimizando lo más que puede el ruido que hace. Siempre alerta. Los brazos pegados a las piernas listas para reaccionar. Camina contando los pasos. Son 24,000 pasos desde la tienda en la que hizo su búsqueda el día de hoy hasta el edificio donde se esconde.
Cerca de la puerta están dos zombis. Se queda quieta, alejada la cantidad de metros que la guía señala. Observa a su lado y solo ve a esos dos. Deben haberse quedado atrás de la manada que vio pasar hace un rato. Se acerca lenta, silenciosamente y, siguiendo las indicaciones del manual, de un solo golpe deja el hacha en la cabeza de uno, mientras que al segundo le entierra el machete justo por la frente, atravesándole hasta la nuca. Se acerca al que tiene el hacha clavada y se la quita, no hay sangre. Solo brota ese líquido negro característico de los contagiados. Limpia el hacha junto al machete con un trapo manchado de ese líquido negro y continúa su camino. Aún le quedan algunos pasos para llegar a su escondite; los da tranquila, el silencio de la calle es el que le avisa que esta fuera de peligro.
Camina sin prisa poniendo atención a todo lo que ve hasta llegar al edificio donde ha estado viviendo las últimas dos semanas. No tiene que entrar en él, decidió quedarse en el departamento que está justo en el sótano, es pequeño y fácil de vigilar. Baja las escaleras. Son 20 escalones. Todo parece estar en orden, los candados que pone cuando sale están justo como los dejó. No hay nada que indique peligro. Hace un sonido llamado a Mona, la gata negra con blanco que ya estaba dentro del departamento cuando ella llegó y le funciona como la mejor alarma. La escucha maullar y quita los candados para entrar.
No es un espacio muy grande, el manual dice explícitamente que mientras menos territorio para vigilar en las zonas donde se duerme, es mejor. Tiene más control tanto para quedarse un tiempo como si llegan a entrar los zombis. Tiene una pequeña cocina, una sala-comedor y una recamara donde están las dos únicas ventanas que dan justo a la banqueta. Desde ahí puede vigilar los pasos torpes de los contagiados.
Algunos días se sienta a contar cuantos pasan por ese lugar y los anota en un cuaderno. Cada vez son menos. Se está acercando el frío, por lo que están migrando. Al menos eso es lo que dice la guía; ese libro que religiosamente leía Alejandro antes de que iniciara todo esto y el cual no pensarían su salvación. Al menos la de ella. Él terminó suicidándose hace dos semanas después de un ataque donde ella perdió el control y terminaron mordiéndolo por salvarla.
Aún tiene pesadillas con ese día.
Alejandro le grita que tienen que estar espalda con espalda, que no suelte los machetes, le grita solo un golpe y retira. Cecilia nunca había visto tantos zombis, está asustada, no sabe cómo reaccionar. Trata de obedecer a Alejandro en todo lo que le dice, pero de pronto se ve rebasada, se mueve un poco y cae al piso. Él voltea para levantarla, olvidando todo lo que aprendió de la guía: primero ponte a salvo tú y después ayuda a los demás. Cuando la levanta uno de los zombis logra morderle la espalda. Aun así, logran escapar.
Escondidos dentro de un carro, Cecilia llora tratando de curarle la herida.
—No hay más —le dice Alejandro—, es, soy caso perdido. Me tienes que dejar aquí y ponerte a salvo antes de que me convierta. Lo siento, ya no puedo hacer nada más.
Toma su mochila mientras la besa y saca una pistola. Ella le dice que no quiere irse, que se quedará con él, que prefiere ser una contagiada junto a él. Las mochilas están fuera del carro. Alejandro no le dice nada, no le lleva la contraria. Le da un beso y abre la puerta mientras le dice “tienes que sobrevivir, no se te olvide el manual”. La avienta del carro y cierra rápidamente la puerta para ahogar el sonido de la bala que va directo a su sien. Cecilia llora, no sabe qué hacer. Pasa una media hora llorando en silencio cuando los escucha. Se levanta rápidamente toma su mochila y la de Alejandro y sale corriendo. Unos días después encuentra el departamento donde ahora pasa las horas esperando, soñando con él, teniendo pesadillas, leyendo día a día la guía sin entender de qué sirve seguir viva. Lo bueno es que siempre consigue alcohol en las tiendas a las que entra y se puede embriagar hasta dormir. Son dos cosas que no le faltan en estos días: alcohol y comida para la gata. Lo demás no importa. Ni ella importa, solo sigue viva porque él se lo pidió, sigue resistiendo mientras lee la guía y la cumple hasta donde le es posible.
Cecilia pocas veces no llega a dormir a la recámara. Justo ahí tiene la mochila de escape, la ventana está lista para salir por ella. Alejandro y su obsesiva guía la han preparado. Esta vez no. Decidió quedarse en la sala aprovechando que aún queda un poco de energía eléctrica y escucha música. Pasó de sus gustos musicales a los de Alejandro, tal como lo hacían antes del apocalipsis. Él escogía una canción casi siempre de rap de finales del siglo pasado, ella ponía otra, grunge o música de los noventa. Pasó la noche así. Escuchando música, tomando vino, sabía que le quedaba poco para tener que irse. Buscaría una bicicleta —como lo dice la guía— y comenzaría a moverse hacia el norte. Los zombis se mueven más lentos con el frío, es más fácil matarlos.
—Siempre hacia el norte —decía Alejandro—, es más fácil continuar con vida si nos movemos al norte —ella lo escuchaba en silencio.
Cuando inició el contagio, tanto su mamá y su papá fueron recluidos en los primeros campos de concentración una vez que se hicieron los análisis obligatorios. Tenían el virus y había que recluirlos. Así fue como se quedó sola hasta que conoció a Alejandro en aquellas reuniones a las que el gobierno la obligaba a ir para superar la pérdida de su familia. Él era el trabajador social que coordinaba las reuniones del grupo. Primero fue su apoyo, luego su amigo y al final comenzaron una relación amorosa. Alejandro era una persona muy interesante, demasiado metido en teorías de la conspiración; Cecilia no, ella pensaba que todo se solucionaría, que los gobiernos encontrarían una cura para el virus que estaba contagiando todo el mundo, era tan optimista que hasta pensaba que sus padres regresarían en algún momento. Ahora se daba cuenta que no. Que el mundo se había ido al carajo como decía el libro. Ya no era cuestión de ganar, de que los vivos volvieran a ser la raza dominante. Ya lo eran los contagiados. Solo quedaba resistir, seguir sobreviviendo, aunque no entendiera muy bien porqué. Lo que ella tenía claro es que primero se suicidaría antes de convertirse en uno de ellos.
Un sueño:
Alejandro siempre la visitaba en sueños, por eso Cecilia trataba de dormir lo más que podía. Él siempre llegaba en cuando se dormía. A veces solo la visitaba y se acostaba a un lado de ella mientras la abrazaba, otras —como hoy— la llevaba al pasado, recordando algunos momentos.
—Fue más fácil que en las películas que el contagio se clamuflajeara y no lo notáramos. La falta de comunicación frente a frente, la insensibilidad de las personas con lo que ocurría alrededor nuestro fueron los culpables de eso. En los momentos previos a convertirse en zombis, la gente cambia, pero no lo notábamos, estábamos, estamos tan ensimismados que cuando lo vimos era demasiado tarde. Los campos de reclusión no eran suficientes. Nos comenzaron a ganar en número y ahora ya están en todas partes —le dice Alejandro mientras estaban acostados, abrazados, desnudos, después de hacer el amor. Era el momento en que más la gustaba a ella escucharlo. El único momento en que lo sentía vulnerable, menos alerta con el mundo y más cercano a ella. Cecilia se acerca y lo besa tiernamente en la boca—. Alerta, chica, que el apocalipsis no te alcance.
Despierta sin entender muy bien en donde está, pero sin sobresaltos. Abre los ojos y poco a poco va reconociendo en donde se encuentra. Voltea a la cocina, ve las bolsas con las latas que sustrajo de la tienda en su última expedición. Observa a la gata que desde el piso la ve fijamente. Se levanta lentamente y se dirige al baño, tiene unas ganas enormes de orinar. Entra al baño. Agradece que aún funcione el agua corriente. Observa por la ventana, ve muchos pies que se arrastran. En dos semanas no había visto tantos. Sale del baño y se acerca a la ventana, se asoma de a poco y los cuenta. Al menos hay quince contagiados fuera del edificio. Revisa la guía. Capítulo 25 “ante la situación de verte cercado por una horda de gules, tienes que esperar y no salir a atacarlos. Si son mayoría tus porcentajes de supervivencia son pocas. Ten paciencia, espera, evalúa lo que tienes y cuánto puedes esperar.” Es lo que hace, tiene comida al menos para una semana más. Para Mona tiene comida incluso para un mes. De alcohol solo tiene para un par de días. Eso sí es un problema. Trata de no desesperarse. Paciencia, diría Alejandro. Esa es la clave. Lo dice Brooks en el inicio de la guía. Ahora lo que sigue en no hacer ruido, es la parte estratégica de todo su plan de supervivencia. Lo que sigue es hacer una lista.
Primero: revisar su mochila de escape, que tenga lo que necesita.
Segundo: revisar y darles mantenimiento a sus armas. Machetes, hachas, cuchillos, que tengan el filo suficiente para cuando los necesite.
Tercero: Preparar la mochila de viaje de Mona. No piensa dejarla por más que la guía diga que no debe de hacerlo. “Lo siento Alejandro”, piensa Cecilia, “Mona se va conmigo”.
Cuarto: Buscar la mejor ruta de escape. Pasar por una bicicleta. Algo que tuvo que haber hecho hace días. Pero sin quejas. Lo hará saliendo. No vale preocuparse de más, sino ocuparse en cuánto llegue.
Quinto: No mirar atrás. Alejarse lo más rápido posible, sin mirar atrás.
Tiene una semana que decidió dejar el departamento. Los pies de los contagiados han disminuido en estos días. Tal vez la lluvia los alejó, aunque no encuentra nada en la guía que hable sobre esto. Los ruidos en la puerta le hacen pensar que alguno se cayó por las escaleras y está ahí, atorado, sin poder salir. Tiene que prepararse. Ha tratado de ver un par de veces por la mirilla, pero no ve nada. Tal vez está en el suelo. Tiene que armar un plan. La guía no llega a tanto.
Decide que saldrá por la noche. Se toma la última botella de vino, escucha música sin audífonos. Ha decidido que mandará la guía al carajo y hará lo que le dé la gana. Duerme un par de horas, se despierta con algunos gemidos en la puerta. Ya es hora de salir. Toma su mochila de escape, alista sus armas, pone a Mona en su mochila de viaje. Le ronronea cuando se la acomoda. Cecilia le acaricia la cabeza y le pregunta si está lista. La gata se amodorra en su pecho, como si le dijera con este gesto que sí está preparada.
Abre la puerta y la ve. Es una niña de no más de cinco años, su ropa está rota, desgarrada pero no parece contagiada. Esta acurrucada en la puerta, dormida, se despierta asustada y grita llorando. Esta confundida, Cecilia también lo está. Toma el machete y por un momento piensa en clavárselo en la nuca, lo rechaza cuando la niña le dice ayuda. La toma rápidamente y regresa al departamento. Justo cuando un par de zombis se acercan. Antes de cerrar se acerca a ellos. A uno la corta la cabeza. Era una mujer con el cabello largo en algunas partes, sin cabello en otras. Cuando cae la cabeza con el mango del hacha la aplasta. Al segundo, un adolescente varón, le clava un cuchillo en el ojo.
Cuando cae los saca de la entrada y regresa al departamento. La niña está asustada. Sigue llorando. Baja a la Mona que se acerca a la niña ronroneando, así la calma. Cecilia le habla, le da comida, la niña la devora. La lleva a dormir, se duerme de inmediato. Busca en la guía qué hacer, nunca ha leído nada al respecto. Piensa en Alejandro, no, no recuerda que él le haya dicho nada más allá de que siempre tiene que pensar en su propia supervivencia. Revisa a la niña, no tiene mordidas, se ve físicamente sana.
Hoy no la visitó Alejandro. Durmió profundamente. Se despertó cuando la niña comenzó acariciarle la cara. La vio, la niña sonrió y así tomó la decisión. Acomodó las mochilas de nuevo, se acercó a la puerta y tomó a la niña de la mano y salió del departamento. Comenzó a caminar por la calle vacía, en una mano llevaba a la niña, en la otra el machete. En la cama destendida se había quedado la guía de supervivencia. Era momento de tomar el control, dejar atrás a Alejandro y comenzar a vivir.
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