Por Yonnier Torres
El apartamento era tal y como lo imaginaba, pequeño, oscuro, carente de personalidad. Por doscientos al mes no podía esperar otra cosa. A Mildre la desilusión se le salía por los ojos, me dijo que en México hubiéramos estado mejor, pero yo de México, de sus padres y sus perros, no quería saber.
Ella recorrió las habitaciones, encendió las luces. Yo me asomé al balcón, desde un cuarto piso la vista no era alentadora, los altos edificios de la calle de enfrente nos recortaban el horizonte.
Esa primera noche tiramos un colchón en el suelo de la sala y dormimos entre las cajas sin abrir. Aunque Mildre las había marcado, no sabíamos por dónde empezar.
Con el paso de los días y en el poco tiempo libre que me brindaba mi trabajo de contador en la empresa eléctrica, pude reparar las ventanas, pintar las paredes de un verde pálido, el techo de un blanco marfil y las barandas de metal de un rojo antioxidante.
Colgé cortinas en la sala, cazuelas en los estantes y en el dormitorio una reprodución de Goya, que un amigo de la empresa me había regalado como obsequio de bienvenida.
A Mildre, realmente, el cuadro de Goya nunca le gustó, se titulaba Asalto de ladrones y le daba mala espina. Creía que colgar un cuadro como ese era incitar al diablo, convocar la mala suerte, le quitaba incluso los deseos de hacer el amor.
-Ese hombre con el fusil en las piernas me intimida, y esos pobres tipos, tirados en el suelo, cubiertos de sangre. ¿No te pudieron haber regalado un cuadro normal, como Perros en trailla?
Yo no soportaba a los perros, ni aunque fueran pintados por Goya. Una semana después sustituí el cuadro por la ampliación de una foto de La gran Pirámide de Cholula, tomada, supuestamente, desde un globo aerostático.
El apartamento, poco a poco, comenzó a tomar personalidad. En la empresa eléctrica pasé de contador a jefe de turno y de jefe de turno a subdirector de recursos humanos. Mildre consiguió trabajo en una tienda para mascotas, se encargaba de los suministros y se le daba bien todo el asunto de firmar contratos con empresas proveedoras, importar productos, reducir gastos, multiplicar ganacias.
Nuestra situación económica iba en ascenso: compramos un juego de muebles, un televisor, un microondas y una pequeña nevera. Colgamos en la pared de la sala una reproducción de Goya que nos gustara a ambos y preparamos una cena especial para invitar a una pareja de amigos, que habiamos conocido en el Parque Central, mientras le dábamos de comer a los patos.
Mi mujer preparó asado de cordero, ellos trajeron vino tinto y pastel de arándanos. Conversamos sobre los preparativos para las fiestas de navidad, el árbol inmenso que colgarían en la Catedral de San Agnes, la nueva línea de productos para limpieza que anunciaban por la televisión, algunos retazos de la niñez en Chile, de donde eran nuestros invitados, y alguna que otra alusión a Ciudad México.
Cerca de la medianoche se marcharon. Mildre me dijo que tenía unos deseos enormes de hacer el amor y corrimos las sábanas, bajo la majestuosa mirada de La gran Pirámide de Cholula.
Hablamos de ahorrar un poco de dinero para mudarnos a una casa con portal, jardín y mecedoras, comprar un auto decente, formar una familia; y todo lo hubiéramos conseguido si no llega a ser por esas cartas, esas cartas que erróneamente comenzaron a llegar a nuestra dirección.
Recibimos la primera un dia antes de navidad. Yo había reservado vacaciones, gastaba la mañana retocando las paredes laterales del balcón, donde habían surgido pequeñas manchas de humedad, producto de algunas lluvias que nos habían castigado durante varias noches. Mildre había prometido regresar a mediodía, en cuanto despachara algunos collares para gatos, que habían pedido desde una clínica veterinaria en Milwaukee.
Desde la calle el cartero llamó a un tal Thomas Mappel, gritó el nombre, el número de mi apartamento. Bajé las escaleras, me entregó la carta. Revisé las palabras en el destinatario, le dije que precisamente esa era mi dirección, pero en mi apartamento no vivía nadie con ese nombre.
El cartero, marcadamente enfadado, me dijo que eso no era de su imcumbencia, su trabajo solo consistía en entregar las cartas y que, por favor, recogiera toda la correspondencia que tenía en el buzón, estaba atiborrado y no había espacio para un sobre más.
Al buzón me habían llegado la cuenta del gas, la del teléfono y la electricidad, cuatro plaquettes: uno de máquinas podadoras, otro de leche descremada, un tercero de televisión por cable y un último de películas restauradas de Fritz Lang; pero lo que trancaba la apertura metálica era una revista del Animal Planet que recibía Mildre como plus de su plaza en la tienda para mascotas.
La primera idea fue llamar al portero y preguntarle si acaso en mi apartamento vivió alguien que se llamara Thomas Mappel. El tipo me pidió que pasara al despacho, o a lo que él entendía como despacho. Abrió un gavetero metálico que me recordó, ligeramente, a las oficinas militares alemanas, en las películas sobre la Segunda Guerra Mundial.
Buscó entre los archivos, sacó una carpeta, pude entrever en las páginas una foto mía, otra de Mildre y la de una señora mayor, que según las anotaciones había muerto dos años atrás.
– ¿La mujer vivía sola? – pregunté.
El portero miró nuevamente la carpeta.
-Sola- respondió-. Tenía un sobrino, Martin se llama, vive en Longwood, Hunts Point # 45.
– ¿No hay rastros de este Thomas? – le mostré la carta.
-Aquí nunca ha vivido ningún Thomas.
– ¿Hace cuánto que trabaja en la portería? – le pregunté.
-Quince años. Ahora, si me permite- cerró la carpeta y la guardó en el archivo- tengo otras cosas que hacer.
Subí de regreso al apartamento. Creí que sería prudente preparar algo de comer, esperar a Mildre e ir juntos a la dirección del tal Martin, la idea de poseer una carta ajena no me entusiasmaba.
Mi mujer colgó las llaves tras la puerta, soltó el bolso en el sofá, los zapatos a medio camino entre la sala y el baño. Me preguntó si las manchas habían salido, dijo que despachar los collares para gatos fue más complicado de lo que imaginaba.
-El intendente de la clínica quería el cincuenta por ciento de color azul y el otro cincuenta por ciento de color rosa. En el almacén solo había verdes y rojos. Tuve que convencerlo, darle una charla de estética, al final firmó el contrato. ¿Has preparado algo?
Caminó hasta la cocina. Yo estaba entre la ensalada de espárragos, el puré de papas con mantequilla y los huevos duros.
-Ha llegado una carta.
– ¿Para mí? ¿De México? ¿De mis padres?
-No trae la dirección del remitente. Es para un tal Thomas Mappel. Está en la mesita de la sala.
Mildre fue hasta la sala, tomó la carta y regresó con ella a la cocina.
-Es de una tal Claudia Schaffer, para un tal Thomas Mappel, que vive aquí.
-Sí. Hablé con el portero. No conoce a nadie con ese nombre. Me dio una dirección en Longwood. Podemos ir en la tarde.
-Ya de paso vamos al súper, quiero comprarle unas esferas doradas al árbol de navidad- y miró a una esquina de la sala, donde parpadeaban las luces, creando destellos blancos sobre la pared.
Mi mujer estaba de buen ánimo, puso la radio, sintonizó una emisora donde trasmitían las canciones más populares del año, me dijo que el puré de papas con mantequilla me había quedado estupendo y que los espárragos le venían muy bien para su nuevo plan macrobiótico; yo no se lo creí del todo, no soy bueno en la cocina y nunca entiendo cómo es que se cocen los espárragos al vapor.
Creí que Mildre estaba bajo los influjos del espíritu navideño, del ambiente de júbilo que se respiraba en la ciudad y eso le hacía bien, le hacía lucir mucho más bella.
Mientras llevábamos los platos sucios hacia el fregadero, sonó el telefono, nuestra pareja de amigos quería establecer las principales pautas de la celebración: nos invitaron a cenar esa noche y nos aseguraron que no existe mejor sitio para esperar el año nuevo que en el Washintong Square Park.
Mildre prometió hacer para la cena un postre típico mexicano. Después de colgar el teléfono, me dijo que justo en la calle Hunts Point, donde vive ese tal Martin, hay un restaurante de comida mexicana donde preparan los mejores borrachitos de la ciudad.
Con las esferas doradas en una mano y la caja de borrachitos en la otra, le pedí al conductor del taxi que nos esperara, solo tardaríamos un minuto. El número 45 de la calle Hunts Point era un edificio de tres plantas. De la puerta principal colgaba una guirnalda de navidad; a un lado, sobre la superficie de ladrillos rojos, estaban alineados tres timbres, uno para cada planta y junto al timbre, el nombre del dueño de cada uno de los apartamentos. Ninguno era del tal Martin.
Mildre abrió su cartera y extrajo la carta. Presioné el primer timbre y al rato abrió una señora de unos sesenta años, que llevaba como broche de la blusa una guirnalda parecida a la que colgaba en la puerta.
Nos confundió, primero, con dos acólitos de la iglesia a la que asistía y que vendrían justo esa tarde a ofrecerle una charla sobre el verdadero significado de la navidad, quiso que pasáramos a la sala, dijo que nos prepararía un té o una taza de chocolate caliente; luego nos confundió con unos vendedores de antidepresivos que habían asolado toda la manzana y finalmente nos preguntó si queríamos alquilar un apartamento.
Traté de explicarle, de la forma más clara posible, las razones por las cuales habíamos tocado a su puerta. La mujer se disculpó, o hizo algo parecido a disculparse, dijo que ella conocía a todos los inquilinos del edificio y que ese tal Martin se había marchado a Denver seis meses atrás, para reunirse con un primo, que al parecer había montado un negocio de venta de neumáticos y que su apartamento ahora lo ocupaba un chico de Texas que pasaba unos cursos de admistración de empresas.
– ¿Tiene la nueva dirección de Martin? – le pregunté.
La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza y me aseguró que el hombre era reservado, apenas hablaba cuando coincidían en la escalera o en la fila del mercado.
– ¿Tiene su número de teléfono?
La mujer volvió a negar.
– ¿Sabe si recibía la visita de un tal Thomas Mappel o una tal Claudia Schiffer? – preguntó Mildre.
La mujer repitió que era un tipo muy reservado, que apenas habían hablado un par de veces. Quiso invitarnos nuevamente a un té, o a una taza de chocolate caliente, pero le explicamos que el taxi nos estaba esperando. Le dimos las gracias. Mildre guardó la carta y regresamos al auto.
Nuestros amigos prepararon una cena de lujo a base de pescado, pan de maíz y vegetales. Nos mostraron algunas fotos que se habían tomado en el Madison Square Garden y las postales de invierno que les enviaron unos parientes desde Chile.
Su apartamento era parecido al nuestro, pero mucho más arreglado, sin dudas con una personalidad distinta.
Mildre les habló durante un rato, de todos los esfuerzos que debió hacer para importar, desde Atlanta, unas cuerdas de primera línea para pasear a los perros y de cómo el pan de maíz le recordaba los desayunos de los domingos en Ciudad México, cuando era niña y sus padres la complacían en todo, o en casi todo.
Yo no podía sacarme de la cabeza el asunto de la carta y la posible historia escondida tras las palabras de Claudia a Thomas. Nuestros amigos notaron mi falta de atención, les conté del asunto y me aconsejaron que debería ir hasta la oficina de correos, devolver el sobre y olvidarme de la cuestión.
Coincidieron con Mildre y conmigo en que no existe nada peor que poseer una carta ajena, un trazo de historia que no nos pertenece.
Nuestros amigos propusieron un brindis final con lo último que quedaba en la botella. Concertamos vernos la tarde siguiente y salimos afuera para atrapar un taxi.
Mildre colgó las llaves tras la puerta, soltó la cartera en el sofá, los zapatos a medio camino entre la sala y el baño, dijo que estaba exhausta.
Luego fue el sonido de la ducha, las luces parpadeantes, mi manía de revisar el cierre de puertas y ventanas.
Fui hasta el refrigerador por un vaso de agua. Comprobé que nos quedara leche suficiente para el desayuno, bajé la tocineta del congelador para uno de los espacios intermedios y conté los huevos. Solo entonces fui hasta el cuarto para cambiarme de ropa. A mi mujer siempre se le olvidan determinados detalles que resguardan el equilibrio, aseguran la placidez.
Mildre salió del baño forrada de pies a cabeza, se había vestido con el pijama que le envió su madre desde México, las pantuflas con ojitos de cachorro que le obsequiaron en la tienda de productos para mascotas y una rejilla en el pelo que la resguardaba cada noche de los nudos y las pesadillas. Dijo que estaba cansada, tenía sueño, estaba exhausta.
Apagué la luz del cuarto, le acaricié el rostro o hice algo parecido a acariciarle el rostro y me fui a la sala. Encendí la lamparita sobre la mesa, tomé la carta, la miré, por un lado, luego por el otro, era delgada, la coloqué delante de la luz, se veían los bordes de una hoja de papel y de un pequeño rectángulo más grueso, como si trajera dentro una postal de colección.
Recordé las postales que guardaba mi padre en su mesita de noche, cada una estaba dedicada a un pelotero. Mi padre se jactaba de tener en sus postales a toda la selección nacional. Se reunía cada sábado con sus amigos, tomaban ron, miraban las postales, gastaban la tarde bajo la sombra de la mata de tamarindos en el patio. Yo los veía hacer desde mi cuarto, juraba que no quería vivir como mi padre, que en cuanto tuviera la primera oportunidad me iría del triste pueblo de Santa Teresa.
Dejé la carta a un lado. Tomé la revista del Animal Planet, en la página del centro había una foto increíble de un tigre de bengala. Traté de concentrarme en un artículo sobre la rara capacidad que tienen las medusas de brillar en la noche; pero cada tres líneas regresaba a la carta, a los trazos de la historia escondida, no pude sacarme el asunto de la cabeza ni con el reportaje sobre la etapa reproductiva de los cocodrilos, las potencialidades nutritivas de las algas que crecen en las costas del mar caribe, o los estudios que realizan unos científicos suecos a unas extrañas aves de las Islas del Pacífico, unas extrañas aves que han perdido la capacidad de volar.
Incluso me acerqué al árbol, sopesé el peso en las cajas de los regalos, traté de adivinar que me habia comprado Mildre esa vez; pero allí estaba la carta, sobre la mesa…
Caminé hasta la cocina, tomé un cuchillo y con sumo cuidado comencé a despegar los bordes.
La letra de Claudia era pequeña, preciosa, bien cuidada. Pude sacar en claro que vivía en la Argentina, trabajaba en el café del número catorce de la Avenida Corrientes y tuvo una relación con Thomas, cuando este viajó a Sudamérica por un asunto de trabajo e hizo estancia en casi todos los países del Cono Sur. El hombre prometió escribirle desde New York, invitarla para navidades, tomarle fotos en el Madison Square Garden, le dio una falsa dirección y una esperanza infundada.
La postal traía una imagen del volcán Monte Pissis. La chica aseguraba que, si algo le gustaba, eran los volcanes, si algo tenía la Argentina, eran volcanes. Al final de la carta le pedía al tal Thomas que le escribiera, le lanzaba como anzuelos un par de recuerdos, algo relacionado con un paseo marítimo, unos besos bajo la farola, un despertar de sol con bordes metálicos, tostadas con mantequilla y huevos revueltos con aceite de ternera.
En la parte posterior de la postal la muchacha había escrito: “un lugar al que te llevaré cuando regreses”.
Guardé la carta en mi mesita de noche y traté en vano de dormir. La vigilia me atrapó tratando de reconstruir la historia con tan solo las líneas diluidas en las palabras de Claudia.
Solo pensé en la idea de responderle, al filo del mediodía, cuando llegaron nuestros amigos y comenzamos a abrir los regalos. El papel plateado de las cajas les añadía intensidad a las luces del árbol. La esquina de la sala centellaba. Nuestros amigos irradiaban entusiasmo. Yo pensaba en Claudia, en Thomas y Mildre aseguraba adorarme:
-Justo lo que quería- mostró el obsequio como quien levanta un trofeo- estos son los pendientes más lindos del mundo.
A mí me correspondió una corbata negra, adornada con minúsculos copos de nieve, a nuestros amigos unas bufandas y al árbol tres esferas doradas, tres esferas preciosas.
Abrimos la botella de champagne, la caja de bombones y la puerta del balcón: en uno de los apartamentos del edificio de enfrente habían colgado un Papá Noel inflable, que se mecía con el viento y era el motivo de alegría de todos los niños del barrio, que desde las persianas de los apartamentos colindantes intentaban asirlo, unos hacia la derecha, otros hacia la izquierda.
-Me encantan los días de Navidad- dijo Mildre mientras se probaba los pendientes.
Nuestros amigos hablaron un rato sobre los motivos para la felicidad en la temporada de invierno, establecieron más de una teoría sobre las razones del rendimiento corporal cuando hace frío, en comparación con el cansancio acumulativo cuando hace calor.
Yo recordé, o creo haber recordado, las mañanas soleadas en el triste pueblo de Santa Teresa, el sopor de las tardes vacías, el sonido de las mecedoras en el portal y los suspiros de mi abuela cuando intuía el inevitable arribo de la noche.
Creí entonces que mis palabras debían ser prudentes y medidas. Claudia no podía descubrir que yo era un impostor y, mucho menos, que el tal Thomas Mappel la había dejado tirada, como se tira una lata de cerveza, un certificado médico o un disfraz de Halloween pasado de moda. Decidí hablarle del clima, del júbilo que se apodera de todos cuando llegan los días de navidad, el sentimiento de esperanza y amparo que provoca una nevada tibia y mesurada, y de los puentes. Si algo me gusta son los puentes, si algo hay en los Estados Unidos, son puentes.
Con el pretexto de bajar por una botella de vino y un paquete de frutos secos, fui hasta la tienda de souvenir y compré una colección de postales con temas arquitectónicos. Decidí adjuntarle a la primera carta una imagen del Puente sobre la Bahía Chesapeake en el estado de Virginia. Escribí en la parte trasera “un lugar al que te llevaré”. Redacté la carta. Con el pretexto de acompañar a nuestros amigos hasta la puerta del edificio la coloqué en el buzón de envíos y regresé al apartamento dispuesto a encender la calefacción, afuera había comenzado a nevar.
Durante los primeros días del año revisé el buzón de modo compulsivo, en principio solo encontraba folletines de publicidad, postales navideñas y la maldita revista del Animal Planet con su número dedicado a las especies de la Antártida y las características anatómicas que les permiten soportar el frío; hasta que el 15 de enero encontré una segunda carta de Claudia.
Como en la anterior, su letra era pequeña, preciosa, un poco descuidada cual si hubiera escrito muy rápido, afectada por un rapto de emoción. Sus palabras iban desde el entusiasmo hacia el rencor, me reñía un poco por haber tardado en escribirle, le fascinaba mi matiz romántico al no enviarle la carta a su casa, sino al café: el sitio donde nos habíamos conocido. Recordó otras escenas memorables de nuestra relación: un capuchino con un corazón dibujado en virutas de chocolate, un billete de cinco con un número de teléfono y un disco interminable de Bod Dylan dando vueltas en el estéreo.
El sobre traía además una postal de colección con la imagen del volcán Incahuasi, en la parte posterior las mismas palabras: “un lugar al que te llevaré cuando regreses”; y una foto de ella, con la bandeja metálica en las manos, el delantal blanco sobre el vestido rojo, sonriendo junto a las mesas del café.
Entre los volcanes de la provincia de Córdova y los puentes norteamericanos, transcurrieron los primeros meses del año. Yo me había dejado crecer la barba y el pelo para adaptarme a la foto que me había enviado Claudia del tal Thomas Mappel. Sostenía un perfil bajo en el departamento de recursos humanos de la empresa eléctrica, nuestros amigos se habían marchado por una temporada a Barcelona, tras la muerte de un ser querido y, un poco más tarde de los habitual, Claudia llegó a casa con la noticia de que le habían propuesto la dirección de una compañía distribuidora de comida para animales, que operaba en cuatro continentes.
En el camino había comprado una botella de champagne y dos bolsas de comida china. Como fichas de un tablero distribuyó los pormenores sobre la mesa, haciendo énfasis en el más drástico. Debíamos mudarnos a Los Ángeles, donde residía la oficina central.
La idea me resultó nefasta.
– ¿Qué tiene de malo tu trabajo, nuestra vida en New Yok, nuestro apartamento? – le pregunté mientras echaba a un lado la bolsa de comida y la copa de champgane.
Ella habló de prosperidad, crecimiento, superación y sobre todo de dinero, de mucho dinero.
– ¿Y mi trabajo en la empresa eléctrica?
-Los contadores hacen falta en todas partes. Incluso puedo conseguirte un trabajo en la compañía, a fin de cuentas, voy a ser la directora- y sonrió como solo Mildre sabe sonreír cuando pretende que le dé la razón, que la complazca o que acate sus decisiones.
Discutimos hasta pasada la medianoche. Ella se fue a dormir, yo me quedé en la sala pensando en la carta que de modo urgente le debería escribir a Claudia.
¿Cómo hablarle de la mudanza, qué ardid usar para que no descubriera, en medio de tanto lío, las fisuras de mi personaje?
Mildre me pidió que nos fueramos unos días a México, quería ver a sus padres antes de cambiar de ciudad.
-Incluso podemos ir un día a Santa Teresa. ¿No te gustaría visitar el pueblo?
-No lo soportaría- le dije- mejor me quedo acá, me pongo en contacto con la compañía de mudanzas, comienzo a empacar, me despido de mis compañeros, hablo con el portero del edificio, cierro las cuentas, adelanto todo ese rollo.
– ¿Estás seguro? – me preguntó.
-Seguro.
Y cuando finalmente pidió un taxi hacia el aeropuerto y bajó las escaleras; hice las maletas, retoqué mi barba frente al espejo y reservé un boleto solo de ida, en el primer vuelo hacia Buenos Aires.
Recorrí la calle despacio hasta dar con el número catorce, el Café era pequeño, tenía en el portal un toldo de rayas rojas y blancas y algunas mesas metálicas. Hablé con el dependiente, me dijo que la tal Claudia Schiffer se había ido a Madrid sobre el mes de noviembre.
– ¿Cómo es posible? – le pregunté- ¿este es el número catorce?
El hombre asintió.
– ¿Qué desea ordenar?
Al rato una chica trajo el pedido, junto a la taza de café me colocó una postal con la imagen del Puente del pantano Manchac, en el estado de Louisiana.
-Ni nombre real es Anna- dijo.
-Yo soy…
-Thomas Mappel- interrumpió ella- mi turno termina a las seis. Nos vemos en el paseo marítimo…
-Mejor nos vemos acá- le dije.
– ¿No recuerdas dónde queda el paseo marítimo?
Negué con un gesto de la cabeza.
Ella sonrió y se fue adentro. Salí a la Avenida Corrientes, el viento comenzó a mover los bordes del toldo a rayas, me guardé las manos en los bolsillos de la chaqueta y caminé calle arriba, el hotel quedaba cerca, la tristeza: lejos.
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