Por Natalia Garduño
En estos tiempos el espacio se nos ha reducido, las ciudades no nos alcanzan para respirar o andar, son construidos edificios por doquier para darnos la ilusión de un vida progresista y democrática, pues los gallineros vendidos o rentados miden y tienen lo mismo. solo quienes logran fundirse con esta democracia aristocrática buscan y no terminan de encontrar satisfacción alguna más que con la añoranza de lucir y tener lo que se les dicta.
Democracia aristocrática, sí, ya lo había previsto de una u otra forma Alexis de Tocqueville al alertar sobre ese engaño de igualdad en el nuevo continente. Este intelectual pudo comprender el peligro que dicha falacia podría llevar consigo: la ilusión de brindar los mismos derechos y obligaciones aún sigue arrastrándose y arrastrándonos con rencor los unos hacia los otros.
El espacio como construcción individual –pero sobre todo colectivo, comunitario y en compañía– es delimitado por quienes buscan adueñarse de los actos y decisiones que ocurran dentro de él. En este mismo sentido, aquella organización conceptual muestra claras guías externas al propio sujeto, quien en buena medida se vuelve objeto de los sistemas trazados para sí. Se hace referencia a todo aquel individuo que se mueve en libertad para construir y trazar las jerarquías con las cuales se sujeta a su idea de mundo. José Joaquín Blanco recuerda la objetivización de la cual es víctima todo aquel que es arrancado de su idea de pertenencia espacio-temporal, pues, al negarle el derecho a conocer las distintas realidades a las cuales puede acceder, su capacidad de decisión es nula y, por lo tanto, también su propia libertad de sujetarse al mundo que este decida.
Los dos ejes sobre los cuales nos movemos de manera cotidiana, y hasta mecánica se vuelven ilusión, si no es que mera ensoñación para varios. El entrecruce del espacio y el tiempo es imperceptible, pues a partir de su convergencia es que se vuelve posible la existencia misma. El acceso de estos planos bidimensionales es posible a partir de prácticas, comportamientos, costumbres y normas, elementos dados a partir de una delimitación espacio-temporal.
Gran parte de las sociedades occidentales han basado su actuar en su particular contexto, ya que este delimita la propia idea de acción y decisión. Es en el ámbito de la contextualización que entra a la discusión el eterno corsi e ricorsi de Giambattista Vico, pues este muestra el ir y venir de los actos –es decir, el cómo de la organización conceptual del mundo por parte de élites políticas o académicas– dependiendo el contexto que esté en vigor.
El sujeto pierde la noción de su eje espacio-temporal en el momento en el cual se adhiere de manera inconsciente y ahistórica a su contexto. Se toma aquí lo ahistórico como el actuar sin la consciencia que nos muestra una adherencia a un mundo cambiante a partir de la separación racional del presente, el pasado y el futuro, para lograr una reflexión sobre ellos. Esta adherencia es posible mediante la negación al individuo de reflexionar para cuestionar su propia estadía en el mundo. Dicha negación no es más que la negación del derecho al tiempo de ocio, por lo que la “democracia” vuelve a nosotros como una falacia, una fantasía bien calibrada y diseñada por algunos.
El tiempo y el espacio han sido separados por grupos que con el paso de los siglos se han logrado secularizar, generando así las instituciones. A pesar de que las instituciones encabezan la ahistoricidad del individuo, no son más que el medio para el fin que les permite mantenerse a flote. Michel Foucault bautizó dicho medio como dispositivo y, aunque el historiador no definió cabalmente ese concepto, otro gran pensador sí ahondó en su uso y delimitación.
Giorgio Agamben expone que el dispositivo es una red que actúa en distintos ámbitos para perpetuar las relaciones de poder institucional sobre el individuo. A partir de él las relaciones de sometimiento y control se vuelven posibles, sin recurrir al uso de violencia de manera evidente, pues toda relación de control es violenta, ya que priva de libertad. Este tipo de dispositivos son visibles y cotidianos ante nuestras sociedades desde tiempos remotos. Ejemplos de estos sobran; uno de ellos es el uso de imágenes dentro del control cristiano para lograr la evangelización de la parte oriental de lo que fue el Imperio Romano, pues las imágenes buscaron sustituir de manera paulatina las deidades paganas griegas para implantar la creencia de la trinidad y, más adelante, de los propios santos católicos. Esa red de intercambio visual excluyó de manera tajante y violenta creencias y visiones de la propia existencia humana.
La destrucción de inmuebles ha sido otro dispositivo permanente en la fundación de sistemas políticos. Sobre los escombros de tumbas, templos, palacios, casas o bosques se anteponen otros símbolos físicos para borrar un pasado no deseado por unos pocos y recordar las nuevas prácticas e ideas de ese sistema destructor. Este sistema puede tomar distintos nombres: 13 colonias inglesas, Nueva España, América, Imperio Romano, Imperio Persa, Grecia, Ciudad del Vaticano, neoliberalismo, nacional socialismo, comunismo, democracia… Todos y cada uno son sistemas que buscan organizar y reestructurar las realidades colectivas, pero más aún, las individuales.
Ya lo vaticinaba George Orwell en 1984 con la pérdida de individualidad a partir de la reorganización continua del espacio y el tiempo, es decir, de la memoria y la pertenencia. Sin embargo, esa reorganización constante es solo posible a partir de una red totalmente invisible y, por lo mismo, totalmente imparable. Uno de los instrumentos de este perverso entramado (en este caso el término perverso es usado como el disfrute de ver la privación de libertad de otro a partir de condiciones creadas para que dicha privación sea posible) es la vigilancia constante para no solo conocer los deseos y aspiraciones sociales, sino para generar nuevos deseos y aspiraciones de manera “espontánea” y “genuina”.
Entonces, es posible retornar a la reducción del espacio y tiempo, ambos ejes virtualmente iguales para todos. El ejemplo más claro se encuentra esperando a ser prendido en alguna mesa o pared; la televisión es el medio de vigilancia y creación de aspiraciones y necesidades desde hace más de medio siglo. En un inicio la publicidad tuvo ese papel; no obstante, nada como la intervención dentro de la intimidad familiar o individual. El espacio y tiempo –el comedor o sala de una familia con “ingreso medio”– se ha visto modificado por estos espejos negros, de los cuales nace la idea de pertenencia a un estatus social, político, económico y aún más importante: cultural.
El aparato televisivo no basta para cumplir con la categoría de dispositivo, el contenido que expone es el elemento que lo vuelve dispositivo. Desde hace más de un lustro, los creadores de plataformas audiovisuales encontraron el nicho correcto para continuar con el control de masas. El público televidente cae en la trampa de la democratización audiovisual, es presa fácil y cotidiana de la pérdida de opciones dentro de su propia experiencia vital. Se cae en la trampa de la reproductibilidad en todo tipo de soporte y el televidente cree ingenuamente que transgrede y amplía su espacio. Cientos de personas reproducen “su” serie favorita o “su” película predilecta mientras esperan a que el metro o autobús los lleve a su destino, adolescentes se escurren dentro de su cuarto con la tablet en la mano y desde un privado rincón se abstraen en ella.
Sin embargo su espacio y tiempo son invadidos y cortados. Ambos ejes son destinados a realizar una actividad sedentaria y la mayor parte de las veces mecánica. El material expuesto en las pantallas es cuidadosamente seleccionado y elaborado para generar prácticas, creencias, mentalidades e inclusive ideologías. El tiempo se destina durante horas a ver todo tipo de material audiovisual, e incluso surgen los televidentes ávidos de series y películas, las cuales despachan en cuestión de días.
Ese tiempo y espacio es delimitado, pero no por el individuo, es cortado, moldeado y decidido por aquellos que irrumpen en su intimidad. Incluso esa interrupción se vuelve necesaria para más de uno. En ese momento el televidente se vuelve objeto a partir de una red invisible. Los servicios de streaming son una ínfima parte de este entramado silencioso pero presente a todo pulso y volumen en las vidas citadinas.
Esta red se desarrolla tan vorazmente que su reconocimiento se vuelve casi imposible y en su lugar el humor irónico intenta desplazar la seriedad del actuar de estos dispositivos. Hayden White analiza el uso de lenguaje como un escape de la realidad. La ironía es expuesta por él como la máscara que esconde una vaga consciencia sobre las paupérrimas condiciones de vida de las que algunos son presa. A partir de esa ironía es posible su sobrevivencia mental, emocional e inclusive física. ¿solo queda reírse de un panorama aparentemente controlado e imposible de cambiar? ¿Debemos renunciar a espacios y tiempos interminables y con ello a nuestra pertenencia y decisión individual sobre nuestro propio trazo vital? Y ¿vale la pena remar a contrasentido para volvernos cada vez más sujetos a nosotros mismos?
Bibliografía:
Agamben, Giorgio. “¿Qué es un dispositivo?”. Sociológica. (mayo-agosto) 2011: 249-264. Digital.
Chartier, Roger. El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación. Barcelona: Gedisa, 2002. Impreso.
Orwell, Geroge, 1984. México: Lectorum, 2008. Impreso.
Pereyra, Carlos, et. al. Historia ¿Para qué?. México: Siglo XXI Editores, 2010. Impreso.
White, Hayden. Metahistoria: La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México: Fondo de Cultura Económica, 1992. Impreso.