Por Eduardo Paredes Ocampo
I. Amuleto
La mayoría de los asteroides
van a estrellarse
a la inmensa llanura siberiana.
En su ruta hacia aterrizar,
se desintegran,
despojándose de los estratos
que más peligrosos los hacen
–cornisas que provocarían
cráteres continentales,
bordes con filos genocidas.
Desarme
que opaca parentescos
con aquel antepasado
que extinguió
al T-Rex y al Velociraptor.
Podrían titubear mientras erran por lo oscuro,
tomar cualquiera de las infinitas bifurcaciones
que ofrecen las galaxias
y cesar con mucha más gloria que en Eurasia:
reventándose, sin la erosión de esta atmósfera,
sobre un planeta desahuciado y distante.
Pero no. Uno a uno vuelve
a escoger ese rincón helado del cosmos,
a cambiar una colisión de fuerzas astronómicas
por un destino de roca,
quizá con la esperanza
de convertirse en la piedra elegida
para, al final del trayecto astral,
llegar rodando hasta los pies de un niño
(llamado Vladimir),
quien la guarda en su bolsa
–como un amuleto,
un cuarzo cargado
de ímpetu apocalíptico–
y sigue su camino
hacia el fin de la historia.
II. Sediento
Al animal
que ha probado nuestra carne,
que sintió enmudecer los latidos en su boca
hay que cazarlo.
Porque se aficiona
–no al sabor de nuestra sangre–
sino a paladear la angustia
y los gestos que, en lo que se agota,
la acompañan:
el pataleo y las súplicas
de quien le cree, al depredador, piedad
o las carcajadas
para aquel que solo absurdo encuentra
en que lo devoren.
Un oso así, cebado,
cruzó la frontera
y ronda estos pueblos,
saltándose la hibernación,
la época de apareamiento
y hasta el desovar de los salmones
para familiarizarse
con los infinitos rostros
del sufrimiento
–toda función vital
subordinada a deleitarse
con nuestro más postrero suspiro.
Porque en ese instante crepuscular
–cuando cada esmero se vuelve plegaria–
el último quehacer
del recuerdo
se activa
y nos suelta ante los ojos,
como en un cine vacío,
lo vivido a borbotones
y de eso es
de lo que bebe
el más sediento de los seres.