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Cuento | Escamoles para la cena

Por Héctor Moreno González

Los ingredientes son: 

– 1 Kg de escamoles

– 1 cebolla picada finamente 

– 250 gramos de mantequilla

– 4 cucharadas de epazote picado

– 3 chiles serranos

– 2 dientes de ajo

Para prepararlos se necesita derretir la mantequilla en una sartén, se le agrega la cebolla y después se le añade el ajo y el chile picado para que se acitronen. En esta etapa es cuando el delicioso olor de los ingredientes empieza a esparcirse por toda la cocina. Minutos después se agregan los escamoles y se le espolvorea el epazote. Finalmente, se le pone sal al gusto para después comerlos con unas tortillas recién salidas del comal.

Esta receta fue heredada de generación en generación para Catalina de parte de su abuela. Es un platillo muy sencillo, pero delicioso, tanto es así que lo comparan con el caviar. Esa es la ventaja de vivir en el rancho donde se pueden obtener los ingredientes frescos del huerto. 

Ayer, Catalina recibió un telegrama donde decía que su prometido Aurelio la iba a visitar el sábado, es decir, mañana. Ella brincó de gusto y qué mejor que recibirlo con una buena cena a la luz de un quinqué porque en su rancho aún no había luz eléctrica. Se sentía extraña ya que desde que enviudó y sus hijos se fueron para el norte nadie la acompañaba, mucho menos que le llevaran rosas o le enviaran telegramas de amor. Sentía que regresaba a sus quince años a pesar de las canas que ya le empezaban a pintar las cienes. 

Poco antes de caer el sol se dio una ducha. El agua que vertía sobre su cuerpo con una jícara era muy fría debido a que el sol de la recién llegada primavera aún no calentaba lo suficiente allá detrás de los cerros donde vivía. En la luneta de su tocador miró su cuerpo semidesnudo de frente, después de perfil. Sus ojitos negros parecían sonreírle, tendría algunas estrías, llantas en su abdomen, arrugas y patas de gallo en su rostro, pero eso no le importó porque en pocas horas lo iba a ver. Casi no pudo dormir, se la pasó leyendo una y otra vez el telegrama bajo la tenue luz de su quinqué. La noche era fresca. Soplaba el viento fresco tan ligero como los suspiros de Catalina. Eso era bueno porque espantaba los molestos mosquitos y podía dormir con las ventanas abiertas.

A la mañana siguiente la despertó el cantar de los gallos. El cielo estaba encapotado lo cual eran buenas noticias porque el sol podría causar la muerte de las hormigas y era lo que menos quería. Se quitó su bata, se puso sus enaguas de encaje, su vestido de flores tejido por ella misma y sus huaraches de cuero. Sacó de unos cajones un costalito de tela, un cuchillo, una hoja de palma y detrás de la vitrina tomó una barreta.

Minutos después iba camino a las faldas del cerro rumbo a los magueyes. Cruzó el arroyo de agua helada que le hizo estremecer apenas puso un pie dentro. Con cuidado, pisando sobre las piedras resbaladizas, se apoyaba con su barreta para no caer. El agua apenas le alcanzaba a cubrir los tobillos. Al pasar por la nopalera tuvo la idea de cortar algunos nopalitos al regreso. Procuró estar atenta al sonido de los cascabeles de las víboras venenosas. A ella nunca la han picado, pero a su primo Genaro ,quien no vivió para contarlo,  sí . Fue una experiencia horrible para ella ver cómo moría y no quería correr la misma suerte. 

Al llegar a los magueyes vio al huizache muy florido, eso era señal de que el nido estaba listo. Se agachó para escarbar con las manos, después utilizaba la barreta para suavizar la tierra para que empezaran a salir las hormigas. Con su cuchillo cortó una penca de maguey con forma de pala y lo fue metiendo poco a poco en el nido mientras iba escarbando. Miles de hormigas empezaron a salir y le mordieron en las manos, pero eso no le importaba.

De vez en cuando tomaba la hoja de palma y se sacudía las hormigas que se le subían sobre las piernas, su espalda y hasta en su rostro. Debía hacerlo rápido así que siguió escarbando más profundo. Al llegar al fondo pudo ver el blanco de los huevecillos. Tuvo suerte, fácilmente podría sacar un kilo de escamoles. Se apresuró a tomar un poco de pasto, lo enrolló para hacerse una escobeta y la amarró fuertemente con el mismo zacate. Barrió varias veces el nido de forma apresurada para que cayeran los escamoles sobre su palita de maguey. Cuando esta se llenaba los vertía a su costalito de tela. Casi una hora después logró su cometido y volvió a tapar el nido para que el próximo año estuviera listo. Pensó arrancar unos limones de su huerto para curarse la mordedura de las hormigas, no quería verse toda llena de ronchas en sus brazos y en su cara justo cuando llegara su prometido para cenar.

De regreso llegó a la nopalera y buscó los mejores nopales para llevar. Se esforzaba para alcanzar unos que estaban en lo alto. En eso escuchó un ruido que le heló la sangre. Una víbora de cascabel estaba cerca. Entre más sonaba más le temblaban las manos. Eso causó que salieran unas hormigas de su costal y se le treparon por su brazo izquierdo mientras que con el derecho sostenía la barreta. No quería moverse sin antes localizar a la serpiente. Bajó un poco la mirada y se dio cuenta que su peor pesadilla estaba a unos centímetros de sus pies. Pensó en darle con la barreta, pero sabía que la víbora era más rápida que ella. No le quedó otra que quedarse firme, como santo de iglesia, por el pavor que sentía. Tragó un poco de saliva mientras bajaba la mirada para ver, con terror, a la víbora. Aunque sabía que no hay que verlas fijamente porque estas te pueden hipnotizar y lanzarte sobre ti sin que te puedas defender. Casi un minuto después esta tomó la posición en forma de «S» la cual era señal de que iba a atacar. 

No supo qué hacer, su mente se le empezó a nublar e imaginó que todo esto era una pesadilla. La víbora sacaba su lengua constantemente para detectar el calor de su víctima. En eso saltó una rata de monte y la víbora se lanzó sobre esta para morderla y enroscarla con su cuerpo hasta asfixiarla. Catalina pegó un grito, al perder el equilibrio cayó sobre las pencas del nopal. El dolor fue horrible al sentir las espinas que se le enterraban en su espalda y en su brazo con el cual sujetaba el costal de los escamoles. Lloró, pero no le quedaba más que luchar por ponerse en pie. Se apoyó con su barreta para ponerse de rodillas. Tenía un nopal pegado en su espalda. Aullaba de dolor. Como pudo se quitó el que traía en su brazo, luego puso la barreta paralela con su espalda para ir jalando lentamente la penca e irla desprendiendo poco a poco lo cual logró hacer después de varios minutos de sufrimiento.

Su vestido blanco con flores se manchó de sangre sin que ella se diera cuenta. Notó su brazo izquierdo lleno de llagas por las mordeduras de las hormigas las cuales se empezó a sacudir. Seguía sollozando. El arroyo estaba a algunos pasos y se dirigió a este. Las lágrimas le nublaban la vista y en cuanto sintió el agua fría se acostó sobre las piedras resbaladizas. Su brazo lo tenía adormecido, tanto que ni cuenta se dio que soltó su costal y sus escamoles se fueron con la corriente manchada de sangre que emanaba de su espalda. No sabía si temblaba más por el frío del agua o por el susto que le provocó la serpiente. Lo importante es que en el arroyo estaba a salvo. 

Una vez enjugó sus lágrimas con el agua transparente, Catalina volvió a apoyarse con su barreta para arrodillarse y después ponerse de pie volteó para todos lados. Se dio cuenta que había perdido su costal con escamoles. Se sintió inútil y derrotada. El camino de regreso a casa le pareció eterno y cuando llegó se tiró en su catre pues sentía que le iba a dar fiebre. Le dolía todo su cuerpo. Su vestido y enaguas mojadas humedecieron tanto sus cobijas como su sobrecama. Si acaso durmió menos de una hora cuando se acordó de los limones para las mordeduras de hormigas. Se levantó a prisa, vio su brazo rojizo y lleno de llagas, fue al limonero por tres limones, los llevó a la cocina y los cortó a la mitad con un cuchillo. Rápidamente los exprimió un poco para sacarles el jugo y untárselo sobre sus llagas. Le ardió hasta el alma. Humedeció una toalla para ponérsela en el brazo el cual se le veía horrible, pero lo podía cubrir con alguna blusa de manga larga. Fue al peinador para buscar la prenda de entre sus cajones.

Al acercarse a la luneta se quedó como de piedra, incrédula con lo que estaba viendo en el espejo. Su cara y su cuello estaban cubiertos por llagas. ¡Maldita sea! ―exclamó. ¿Por qué a mí me pasan estas cosas? Justo ahora que viene mi prometido a cenar―. Arrojó la toalla al espejo del tocador y se fue a su catre a llorar como aquella vez cuando tenía quince años y su madre no la dejó salir a bailar con su novio. 

Cuando calmó su ira y su impotencia se sentó sobre su colchón. Vio que su brazo no mejoraba e imaginó que su cara tampoco. Volvió a untarse más jugo de limón y esta vez le ardió menos. Sobre su rostro pensó untarse sábila la cual le humectaba más la piel. Se resignó a que su prometido la viera tal y como estaba. ¿Ahora qué haré para cenar? ― pensó. Ya no estaba de humor para preparar algo especial. Poco antes de que se ocultara el sol fue al patio para quitarle unos pocos huevos rojos a las gallinas. Encendió una fogata, puso una sartén con aceite y los cocinó con tomate, cebolla y chile;  después sacó dos platos de barro de la cocina, tortillas y sirvió cuatro tacos en cada uno. También trajo un guaje con tepache fresco para beber.

Cuando la oscuridad cubrió la copa de los árboles ella se sentó sobre una roca, cerca de la fogata, para calentarse un poco pues el aire frío, que corría como alma en pena por todo el rancho, empezaba a arreciar. Tiritaba. Volteaba a ver las estrellas que se veían hermosas sobre un cielo sin luna. A lo lejos se escuchaban las guitarras de los campesinos que acostumbraban a cantar y a emborracharse toda la noche después de una larga jornada de trabajo. También se escuchaban los lobos que aullaban en el monte. Se comió sus cuatro taquitos de huevo y el otro plato se quedó al lado de la fogata. Vio una estrella fugaz y se lamentó no haber pedido ningún deseo. Sentía que su rostro le ardía. Cuando le dio sueño se metió a su jacal a dormir y cerró bien la puerta sabiendo bien que nadie iba a venir.

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