Por Alejo Tomás Ambrini
Todavía no comprendo qué sucedió, ni cómo se dio todo. Me cuesta digerirlo. Aquí estoy sin poder razonar, con una gran inquietud en la garganta, en mis ojos no hay colores. La angustia, en su rincón agazapada, se diluye en mis venas. Es mía, la siento, no es corporal, no puedo explicarla, no encuentro las palabras justas. De fondo, suena Chet Baker, me estoy lastimando a mi manera. Estos insomnios tienen nombre: los tristes insomnios del deseo.
Quisiera volver a sentir, volver a lo de antes, tantas cosas quisiera. Me estoy perdiendo para encontrarla, agoto mis lágrimas prolijamente, buscaré, aunque no la encuentre, cautivo del dolor, de mi dolor.
Hace ya varios días que Carolina me dejó, varios días en los que me olvido de mí mismo y pienso, al borde de la locura que soy ella, que yo no soy nadie sin ella.
—¡Chicos! ¿me van a comprar cigarrillos? —Preguntó Virginia, su abuela.
¿Qué le habrá dicho a Virginia?, ¿la volveré a ver?, ¿nos encontraremos por casualidad?, sus uñas largas de color estridente hacían pequeños golpes, como una especie de ola en la única mesa que había en la pintoresca casa ubicada justo detrás de la esquina, a dos cuadras de la estación a mano derecha.
Hacía mucho calor ese día, habíamos llegado apenas una hora atrás, ella todavía vestía su ropa de colegio. Nada ni nadie me hacía sospechar que ese viernes cambiaría mi tiempo y mi historia, después de todo ¿quién imagina un problema un viernes cualquiera a las seis de la tarde?
Virginia me acercó el dinero para su vicio y la escuche atento mientras me comentaba cómo habían aumentado las verduras estos últimos meses. Hoy la echo de menos, a ella y a todos.
—Agarra la mochila, te acompaño hasta la parada- me dijo Carolina. Ocho palabras. Con ese tono melancólico, raspado, casi apagado. Su hermosa voz, cómplice de la madrugada, de la libertad sin vuelo que ya no me pertenece, que ya no es mío. Durante esas dos cuadras no nos cruzamos con nadie, el silencio parecía una respuesta para esa escena. El único kiosco que encontramos abierto no vendían los Le Mans que fuma Virginia. Carolina frunció las cejas y se mordió su labio inferior.
—Tranquila, mañana los consigo, olvídate— dije.
—¡No te preocupes!— Carolina me contestó.
La observé emitir una mueca lejana, como una clase de sonrisa. Sus ojos no hablaban y ni siquiera me miraban. Me subí al borde de la banqueta, caminé tontamente por él mientras silbaba y trataba de llamar la atención, pero me ignoraba por completo. Pensé que estaba cansada o se sentía fastidiada por el calor. Antes de llegar a la parada le pregunté cosas que no me respondió, le hice chistes de los que no se rió e hice planes futuros que nunca me llegó a responder. Con la cabeza baja y con cierta ingenuidad le pregunté qué le pasaba, pero tampoco me respondió. Carolina buscaba el sol que ya se nos había ido mientras sus ojos marrones se iluminaban y parecían adquirir brillo propio. Esa fue la primera vez que me miró en esas cuadras. Me dí cuenta que nunca en mi vida había sentido tanto miedo, la duda, el porqué, se apoderaron de mí. Esos mismos ojos que hoy tengo atragantados en mi garganta, no creo conocer belleza más pura y color más alegre que ese. Oí caer sus lágrimas, como el ruido de un choque, me asumí parte de un accidente. Meses antes en la plaza azul, me contó por primera vez del suicidio de su madre y cuándo tontamente se cayó de su primera bicicleta, que prefirió reír porque todos la estaban mirando.
Quiso el destino que mi historia haya comenzado con un simple cambio de colegio, comprendo los parámetros mismos de la vida, pero ella no comprende de olvido ni de razones. Agradezco haberme cambiado de colegio, mi historia no hubiera sido la misma sin el encanto y el brillo de Carolina ¿hubiese pedido algo más?
Pero ahora, en esté frío destilado de la quietud nocturna de mi habitación, me amargo por esa decisión que forzó mi ventura, ese destino que hoy me hace encontrarme sin ella y con estas heridas que no cierran, las cuales no se callan, hunden mi personalidad y mi manera de ver y pararme sobre el mundo. Un mundo triste, insensato, cruel, del que me siento parte al no tener mi otra mitad. Con ella me sentí completo, me sentí pleno, mis días tomaban calor y mi inocencia desbordaba colores, todo era posible. Yo que nunca tuve nada, empecé a tenerlo todo.
¡Ay Carolina! ¿Qué estarás haciendo? ¿Dónde has escondido mi pasión y mi dulce juventud? ¿Todavía querrás conocer el mar? ¿Tendrás ganas de parpadear ante la luz de la luna mientras tomamos unos mates? ¿Contarás que una tarde al oído me susurraste que Rodríguez te gustaba más por haberme conocido?
Cuando los días tenían colores y las ráfagas del aire no me hacían efecto, me acomodaba en tus brazos, me desenvolvía en tu olor, me llenaba de tu frescura, me perdía en tus besos y me agobiaba en tu piel. ¡Ay Carolina Bailati! El impulso y la pasión de la atrevida juventud. Entre las hierbas temblaba al tener tu mano, aprieto mis dedos tratando de rasparme con algún anillo tuyo, pero no hay forma. ¿Y la plaza azul? Nunca fui tan bueno ni tan alegre como en esa plaza, me resulta delicioso con solo pensarlo, ¿habremos dejado alguna parte nuestra en ella?
Desde el día que te ví bajar del colectivo en la estación de Las Malvinas no hice otra cosa que pensar en ti. Te contemplaba fascinado, inalcanzable, cómo si un halo luminoso y fugaz emergiera de tu figura. Esa mochila Nike maltrecha de color gris con pequeñas franjas negras, tus Converse gastados de energía, la falda azul marino, la blusa blanca de algodón y manga corta, tu pelo lacio de color negro, una mirada violenta, una sonrisa perpetua, tu carita en flor, esa nariz perfectamente tallada con el detalle del arito. Una simple pregunta fue la llave hacía todo, mis sentimientos no me lo perdonan, hoy sueño que jamás volveré a sentir nada parecido. Desde aquel día a mediados del mes de abril parecía que transpirábamos lo mismo, la adoración muda al observarte me facilitaba un culto extraordinario, la atmósfera era única. En los meses siguientes nos gustaba pensar que el mundo era nuestro. Hoy el tiempo me ha convertido en trizas, la madrugada está apagando mis recuerdos, mientras me debilito me hundo con el silencio.
“¿Sientes el golpear de la lluvia?” Fue lo primero que dijiste luego de tener sexo por primera vez, lamento haberme reído de tu pregunta y no responder aquella madrugada. En mi suave poseer, imagino tu pelo sudoroso en mi pecho, acariciándote. Un destello de placer. ¡Ay Carolina! Tú me comprenderías. No quiero llamarte, no quiero escribirte, no quiero comprender por qué ha pasado esto. Éramos tan felices sentados en la plaza azul, mirando el cielo, era tan simple la felicidad. “Sentados en corro” como decías, sin preocupaciones ni obligaciones. ¿Quién me devuelve los días? Recuerdo todos los sábados que tomábamos el tren y nos ocultábamos en la localidad de Francisco Alvarez, caminábamos agarrados de la mano por sus calles solitarias mientras sentíamos que la gente nos espiaba, recorríamos su biblioteca e íbamos a la plaza arbolada, no recuerdo un invierno más bello y caluroso que ese. Siempre perdíamos el tren de las ocho de la noche, jamás nos importaba. Carolina se sentaba, hacía mate y cantaba: “Ella toma el ascensor en la mañana, sin temor a que se pueda caer, baja en el 5to piso y toca con dos golpes a la puerta “C” (TOC-TOC), se abre y entra Mariel (…)” en su entonación el aire se detenía, la armonía se transformaba en palabra.
Detesto Francisco Alvarez, nunca me ha gustado, sin embargo lo extraño, es que a Carolina le gustaba tanto, no sé el porqué ella lo disfrutaba, había algo que la atraía. Ahora que lo pienso no extraño ese pueblo, extraño el tiempo de estar con ella ahí, acurrucados al costado de las vías mientras el tiempo se detenía. Hay pueblos que saben a desdicha.
El tiempo piadoso me impone recuerdos, los cuales quiero modificar, transformarlos y quedarmelos para que no se me escapen. Me siento condenado a sentir el olvido, a tratar de zambullirme en recuerdos. Si tan solo tuviera el poder de volver el tiempo atrás, vivirlo, aunque sea unos segundos de nuevo. Mi angustia no es escalonada es fulminante, me hace doler los huesos, me achica el alma, no siento mi pulso, se me agrieta el pecho, no confío en nadie, no quiero ver a nadie, me siento solo, jamás volveré a ser el mismo de antes, estoy ciego.
Escupo veneno, el cual no me mata. Sufro por no verla crecer a mi lado, no comprendo que me haya abandonado, no imagino verme envejecer sin estar a su lado. ¿Esto es amor? ¿Me tendrás compasión al verme así? ¿Nos queríamos como realmente lo decíamos? Benditos sean aquellos que no tienen memoria, tienen el paraíso ganado, nunca recordarán. Al dejarme sus palabras fueron balas, me quedé como una estatua tratando de entender lo inentendible, me miró a la cara pidiéndome que no vuelva, que no la llamara, que ya no sentía lo mismo de antes, ¿No será muy egoísta? ¿No tiene miedo a la soledad? Si éramos nosotros dos, solamente dos. ¿Habré sido una distracción para ella?
Antes de que empiece a llover y deje de escribir miro por una ventana con los vidrios sucios, el marco empobrecido y la humedad cómplice a sus costados. Antes de que me invada el sueño o que la pesadilla se alargue y quizás no desaparezca jamás, describire que mi bella Carolina tiene una risa de miel, unas manos chiquitas, un clima primaveral, una pequeña figura, su peso vale oro, una indiscutible sencillez, unos tiernos labios, unas mejillas galácticas, unas pestañas de princesa; unas hermosas piernas, las más lindas que nunca más volveré a ver; un inconmensurable estado de humor, su inquietud ante la vida, descaro ante la vida, una humildad radiante ¡Ay Carolina! Te recuerdo y envejezco. Quisiera contagiarme de ti, escucharte cantar, que me cuentes tantas cosas que piensas hacer, que me cuentes dónde te gustaría viajar y perderte, que me leas Los ojos del perro siberiano sentados en corro, quiero volverme a reír con algunas de tus ocurrencias, por favor quiero sentir mis latidos sin tu ausencia, necesito que me vuelvas a escuchar antes de que amanezca, antes de que desaparezca en este cielo descolorido. Lentamente, la desesperación se apodera de mí y la locura se arrodilla delante mío, una vertiente de razón inmóvil me pregunta: ¿Cómo puede ser que algo tan tonto me desgarre por dentro? La razón opina sin razón, no encuentro respuestas, es inconsciente el amor.
¡Ay Carolina! Me da curiosidad saber si cada vez que oyes mi nombre piensas en mí o si tu memoria inválida te da retazos de algún recuerdo vagabundo.
Es que no me entiendes, solo tienes que sentirlo, ¿volveré a ser feliz?
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Excelente como todos los escritos…Felicitaciones