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Cuento | Siempre ha habido huesos en la tierra

Por Gabriel Martínez Barre

“¡Oye, ¿qué haces?!”, exclama una señora. Le rompen su bolsa de víveres. La gente agarra lo que cae al suelo, gritan y se empujan. Aprieto mis compras con fuerza y me alejo. Mi madre está fuera del país. Cerraron las fronteras y no pudo retornar. Mi padre murió hace bastante tiempo. Vivo en el hogar de mis abuelos.

Ya en casa, la abuela me pregunta por qué llego tan pronto. Le cuento que hay altercados fuera del mercado. “Pobrecita la gente”, comenta. Me asomo a la ventana y pasa un vecino, mira sobre su hombro a cada rato, le grito “¡hey!” y le hago un gesto con la mano. Esconde la mirada. Carga arroz y atún en los brazos.

Empieza a oscurecer, la sirena de las patrullas confirma el inicio del toque de queda. Corro las cortinas y enciendo la televisión. El ruido despierta al abuelo. “Yo también quiero ver”, pide la abuela. Llevo su silla de ruedas hasta la sala. Los reporteros cuentan que la enfermedad se está fortaleciendo y que hay que cuidarse. “¡Carajo, yo necesito salir, tengo cosas que hacer!”, reclama el abuelo. “Al menos cúbrete la boca y la nariz”, dice la abuela. En el reportaje muestran el interior de los hospitales, están invadidos por la desgracia: tumultos de personas rogando atención. “Pobrecita la gente”, comenta la abuela.

Apago el televisor y conversamos de cualquier cosa, intentamos que el tiempo avance hasta la hora de dormir. Se vuelve costumbre del abuelo salir a caminar en las mañanas. “Es bueno para las piernas”, dice.

Una tarde mis abuelos discuten. “El viejo no quiere hablar conmigo”, me informa mi abuela, su rostro denota tristeza. Busco al abuelo y veo que está en el patio trasero. Estoy por salir cuando me detengo en seco. Ha empezado a toser con fuerza.

Al próximo día, la abuela y yo nos llevamos un gran susto. El abuelo no ha vuelto de la calle y está por empezar el toque de queda. Salgo a buscarlo. Las calles cercanas están desoladas. Lejos, hallo personas, es un evento extraño: andan con lentitud en la vereda. Más que caminar, parece que vagan. Hay cuerpos tendidos en el suelo. Personal trajeado de blanco los va recogiendo y dejando en una camioneta. No tengo reloj, deben ser alrededor de las diez, me digo. No he dado con el paradero del abuelo. Retorno a casa, derrotada. Hallo a la abuela dormida.

La mañana siguiente, le digo a la abuela que mi abuelo está bien, que estará un tiempo con unos vecinos.  “No soy tonta, hijita”, me dice. Después de eso el ánimo de la abuela decae, aunque comienza a tener lapsos de alegría: ratos en los que su cerebro le ayuda a olvidar que su marido no vendrá.

Una noche, llevo a la abuela a su cama. “No voy a dormir todavía, hijita, espero a que tu abuelo venga del baño”, me comenta. Yo le digo que está bien. Al cabo de unos minutos se queda dormida. 

Encuentro a mi abuela fría y rígida, me sobresalto. Mi reacción inmediata es llorar, pero en el fondo, me alegra que haya muerto de vejez. Contacto a unos familiares para arreglar el entierro de la abuela. Nadie hace nada. “¿Qué, estás loca? ¿Cómo vamos a salir en estos tiempos? ¿Por qué no la dejas en la vereda? Que se la lleven los de blanco”, me dicen.

Esa madrugada, cuando todos duermen, cruzo la acera hasta el parque y hago un hueco en la tierra. Dejo ahí a la abuela. Asumo que, dondequiera que esté, ya se encontró con el abuelo.

De pronto, unos hombres me agarran, son vecinos que, a cambio de dinero, ejercen la función de vigilantes nocturnos. “¿Qué haces aquí afuera, pelada?”, me interrogan. Les contesto que tuve que salir de urgencia, pero que ya voy a casa. De vuelta, tomo una ruta distinta con el fin de despistarlos, no quiero que sepan donde vivo.

Cuando la emergencia nacional está bajo control, mi madre retorna. Le cuento lo que ha pasado con sus padres. Llora, pero sabe que hice lo mejor que pude. Los años transcurren y el país vuelve, en ciertos aspectos, a estar tranquilo. Mi madre y yo nos mudamos. La casa de los abuelos queda en manos de los familiares que no movieron un dedo para ayudar a enterrarla. Cada vez que me preguntan dónde está descansando les digo que no jodan.

A veces salgo con mi madre y visitamos el barrio en el que vivían los abuelos. Vemos a la gente caminar alegre y a los niños jugar en el parque. No tienen idea de que, junto al gran árbol, está enterrado el cuerpo de mi abuela. Me gusta creer que son esos huesos, que desde hace años alimentan la tierra, los que le han devuelto la vitalidad al barrio; y que si yo regresara al parque, doscientos años más tarde, todo seguiría exactamente igual.

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