Por Maria Fernanda Neri Romero
Miraba a cada rato en cualquier ángulo, giraba la cabeza esperando observar nada, pensando en cualquier ayer que pudiera significar un conflicto en su liada cabeza, la de siempre, la única que tenía. Ya con grafito en mano y apenas 19 años respirados iniciaba el tan repetido ritual, situando a él en medio de la página sin preguntarse por qué cada una de sus historias enmarcadas en la memoria (algo jodida) iban de deslavados flashback y, casi sin excepción, apuntando a él.
—Para que escribir la misma mierda —Con su aceptada negación a exteriorizar el mismo quejido, el mismo tema de los pasados diez días ¿o meses?
Marissa soltó el lápiz dejando la libreta a sus espaldas, cogió el pequeño frasco de forma hexagonal donde guardaba la yerba amada, buscó la pipa de vidrio, también la lumbre y se fue a la sala a tenderse en el sillón. Después de unos jalones a la pipa, con un exhalo apareció Ernesto gracias al tufo de la yesca, Marissa extendió la mano rolando la phyrex que de inmediato él se llevó a la boca. Ése sábado y toda su noche él no volvería a casa, (al departamento heredado de su fallecida madre) se iba con los amigos que Marissa le presentó alguna ocasión, pero sin ella, la muchacha no había conseguido plata. Eran ahora más cercanos a Ernesto por eso de que no se perdía una fiesta de trance en medio del bosque. Dark Psytrance la música del tema.
Marissa había quedado con Joel, antiguo colega del colegio que, aunque nunca hubieran entablado charla, el chat los había unido después de cuatro años. Joel le invitaría a la fiesta esa noche a Marissa, por supuesto que sin Ernesto, la casa no era el hogar que Marissa habitaba y ella no se quedaría a soportar el post “cold turkey” por ella misma (los anteriores 5 días los dos muchachos esnifaron metanfetamina que para entonces se había terminado al igual que su energía) entonces aceptó reunirse con Joel para no estar sola o para no tener que soportarse y mejor olvidarse. Alejarse.
Los adictos con euforia tienden a querer andar de un lado a otro con la mandíbula bailando, más que nada no son capaces de quedarse quietos ni tranquilos. Causa: la sustancia.
—Marissa, no folles con nadie hoy que yo no esté, por favor respeta la casa.
— ¡Pero qué buena idea me has dado! —Se burló, aunque Ernesto la había pillado antes faltando así el “respeto a la casa” (a él).
La verdad que no lo había pensado e igual las ganas le faltaban, así que armar una reunión improvisada en la que ella pudiera hablar por horas deteniéndose solo para tomar agua, (largas horas que eran minutos en su alterada perspectiva) no sería necesario.
Aquel día, uno de esos que a su nido y de Ernesto, no le apetecía meter a nadie era cuando más le pensaba, claro que toda la vida ella le sentía, pero pensarlo… Bastaba sentirlo un poco lejos al ver el sucio colchón sin él tendido con su cara triste y su ropa tirada (como siempre, como solo dos adictos que comparten el spot, a veces campo de guerra, otras más refugio de amor entre el majestuoso desorden se deleitan, ya con un poco de pinta a basurero que aprenden a sobrellevar) para pensarle de verdad y aceptar con ternura lo a gusto que pasaban los días aislados, dopados o muriendo de abstinencia, sobrios locos. Porque no siempre fueron así; necesitados a la droga, nada que ver. Sabía que era amor, vaya cursi hipocresía tomando en cuenta las infidelidades que tiempo atrás, cuando fueron pareja, cometió Marissa; en cambio ella llegó a pillarle solo mensajes con otras, de los que él se desentendió. Cada uno tenía su versión de las cosas, eran unos cabrones que la metanfetamina generó, pero, ese singular desahuciado amor existía y solo podía terminar en una recíproca alergia.
Se puso las medias, la blusa blanca de flores en uve y negros los shorts. Botines café, mala elección porque le jodían los juanetes pero no tenía calzado mejor.
—Creo que quedamos 12:20 ¡carajo! No tiene pila el reloj —se dijo al espejo, sin noción de la hora y con muy pocas cosas que aún sirvieran en la casa. Esta niña sí que hablaba consigo a cuestas de aborrecerse porque sabía de la incongruencia con que ‘manejaba’ su vida y menos aún tenía dinero para transporte; por lo que atravesaría dos colonias a pie: desde Valle, pasando por San Felipe hasta la 25 de Julio. Casi corriendo, por el retardo que sospechaba, cruzó los múltiples puestos de tacos por las avenidas, las farmacias, el mercado. Ya le dolía cada paso por aquello de los zapatos. Corriendo ahora, trató de no parecer una ladrona porque conocía bien hasta por propia boca que al ver a alguien correr: Ora ora ¿qué te robas? Tampoco quería que creyeran que estaba en problemas o loca.
Algo tenía esa niña casi actriz que, las habladurías y discriminación, por adicta pasaba, decía no le importaban pero claro que dolían, sentía pegada una etiqueta en la frente, en las ojeras. Y las frases crueles; a la chaveta adheridas. Muy buena para fingir que no dolía. Muy buena apretando la lengua a cada ardor en la herida.
Trotó y trotó e incluso un microbús verde a paso muy lento, la rebasó. Marissa óolo lo noto y calles adelante el camión verde estacionado se repitió en el camino, a la niña le pareció un chiste lo lento que corría y otra vez el bus vacío arrancaba sin prisa alguna, mientras ella sin poder llegar. Emparejaron el paso y el conductor le habló desde su asiento volante en mano.
— ¡Eh! te doy un aventón.
Marissa saltó al estribo del bus y colgando sujetada a la puerta se limitó a agradecer. No iba a adentrarse en el móvil, por supuesto que era torpe pero viviendo en México el país de los feminicidios, su conocimiento empírico no le permitió meter el cuerpo entero.
—Gracias ¿qué hora tienes?
—Son doce treinta, solo te puedo acercar a la gasolinera de la 25 ¿está bien?
—Simón, queda guay.
Marissa se quedó frente a la gasolinera, fuera de una licorería esperando a Joel ya con el piquete de que el chaval se había marchado de tanto esperar, lo que la preocupaba eran las bachas de los porros que guardaba en la bomber y los policías que rondaban el lugar. Junto a su mano, dentro del bolsillo, iba el inseparable MP3 barato con auriculares.
La licorería le daba pinta de prostituta pensó, porque las miradas de los borrachos y más la de los polis puercos la incomodaban, mejor le pareció ir donde el tendero y preguntar la hora.
—La una en punto.
Encaminándose hacia San Felipe, algo cabreada por tanto en vano, se fue metiendo en cierta calle donde conocía algunos vatos y planeaba quemar sus atesoradas bachas con ellos. Para su fortuna en la oscura cuadra ya estaba la banda bebiendo y fácilmente se integró a pasar el rato en la comodidad del asfalto. Tras unas cuantas cubas de ron barato, otras más de alcohol de dudosa procedencia, las horas corrieron junto con el equilibrio y control de sí misma. El control de sus pasos, de sus palabras y de su voluntad en mantenerse alejada del veneno. De ahí la incongruencia con que se estrellaba al desatar preguntas frente al espejo, ¿quién era Marissa? ¿Qué hacía Marissa?
El hombro de Mowgli recibió un choque proveniente de Marissa que ya cabeceaba pero también resistía, aguardando en la acera por la llegada de Sol para volver.
—Chica, que estás más dormida que despierta, te vendría al punto una línea.
—Trato de dejarlo. —Aunque Marissa sabía que para regresar a casa debía dejar antes la embriaguez en aquel sitio y recobrar dominio propio.
—Tú dirás…
No hizo mucha falta que Mowgli insistiera, cuando Marissa ya tenía el billete enrollado al cañón de la fosa. Asomaba la euforia desmedida en su pupila y el cosquilleo placentero que flotaba veloz hasta sus pies con el puro rose al cuero cabelludo. No vio venir la culpa pero intentó consolarse al afirmar que de no haber esnifado, seguiría tirada y vulnerable.
A eso de las siete se alejó caminando sin rumbo fijo, caminar era lo que más hacía ya colocada -además de mirarse al espejo con una obsesión casi temerosa y bailar perdida al punto de provocarse lesiones lumbares, algún esguince en cierta ocasión-. Resultó que unos semáforos adelante se encaró con una desviación que anunciaba la cercana unidad habitacional “La Milagrosa” a donde se dirigió. La vagues que sustentaba le dio conocidos regados por los barrios y dicha ocasión visitaba a Ignacio, el portero de la entrada principal viviendo en el cuartucho que llamaban “caseta”, no queda de más decir que era Ignacio un chico de 30 años que estaba hecho un alambre porque rellenaba de crack el gotero de vidrio con cobre al interior, sus ojos verdes y apagados cobraban vida únicamente cada vez que conseguía cincuenta pesos canjeables por una dura más.
— ¡Qué onda! Menudo milagro verte.
—Nada, venía de encontrarme a unos carnales.
—Bien… Me llaman en la reja, ¿te vienes?
¿Y por qué se negaría? Caminaron hasta la reja en la entrada y ella se relajó hasta donde la estimulación le permitió, gracias a la charla que llevaba con Ignacio. Ya sentían una sintonía similar tal vez porque sus rutinas -ruinas- del día a día eran muy repetidas entre en el ir y venir al gotero de vidrio cuando Ignacio o al billete enrollado Marissa. Quizá por el desafío martirizante para el cerebro de conseguir plata para el siguiente impacto o puede que por la tristeza espejo que se asomaba: transparente, ojos frente a ojos y un ”hola” sin palabras con una mueca que no era una sonrisa ni un gesto contrario, un rostro pintado en los ojos de ambos, inexpresivos pero el aura; gris.
La niña Marissa sentada en la acera con las rodillas al pecho admiraba perdida un muro de tabiques, a los pájaros en parvada que en círculos deformados se paseaban, luego se puso de pie, y al igual que los pajaritos, fue de un lado al otro y sin prisa. A lo lejos divisaba a Ignacio que trabajaba abriendo y cerrando la reja cuando se aproximaba un carro dispuesto a salir de la unidad, uno que otro le entregaba moneditas en la palma y los más humanos decían gracias. De reojo en la rendija de una coladera notó Marissa la cara de Diego Rivera, sí, era un billete de 500 pesos que no dudo en levantar, eso sí, discretamente. Siguió de largo deteniéndose en una tiendita donde vendían cigarrillos baratos de apenas doce pesos y tras verificar que el billete fuera bueno, el tendero le dio el cambio completo a la niña.
De regreso divisó a Ignacio sobre la misma acera charlando con una mujer de no menos de cincuenta y tantos años que vestía un chaleco colorido muy bien tejido y botas negras de casquillo, sin decir nada se incorporó a ellos con el tabaco apretado entre labios.
—Marshall delgados —dijo la mujer a Marissa—. Te cambio uno delgado por uno normal.
— ¿Por qué no? —Al tiempo que acercaba la cajetilla a la tía y de paso ofreciendo un cigarrillo a Ignacio que ambos cogieron; así uno tras otro de los tabacos se fueron esfumando.
Un rato después se hallaban los tres metidos en el departamento de la mujer (dentro de la unidad), esperaban Ignacio y Marissa en el sofá igualmente tejido de alegres colores mientras la mujer buscaba algo en una de las habitaciones contiguas con desesperación -a decir por las maldiciones que lanzaba-.
—La tía es buen rollo, a veces permite que me duche aquí y me deja quedar, pasamos la noche bebiendo café y ella saca las piedras que fumamos, ya entrada la mañana se toma sus chochitos y duerme. Yo le ayudo a reparar alguna lámpara, a limpiar aquí, la pasamos guay. No te saques de onda si se pone brava, así es ella.
La niña solo asentía con la cabeza y no iba a sacarse de onda, en realidad se sentía agradecida por la compañía que estaba disfrutando, con todo y su retorcida concepción de disfrutar. Sin hacer mucho, la tía e Ignacio le brindaban chispas de calor a su encogido corazón; taquicárdico corazón. Se acercó de vuelta la tía sonriendo por el hallazgo y mostró a los chicos el cofre de madera que abrió, dejando ver en él varios canutos, muchas pastillas blancas y papeles doblados.
Fumó Marissa ciertos canutos de la verde y más tarde dos chochos le vinieron perfecto para calmar la ansiedad que el cristal de la noche anterior ocasionó. La tía e Ignacio acontecieron las horas pegados al gotero y cuando la niña no pudo seguir acompañándolos por la somnolencia de las pastillas, se tendió en el sillón y se permitieron sus sesos volver a Ernesto, inclusive a mil kilómetros distantes ella vibrará hasta él, a la imagen de ambos unidos, a la sensación de pertenencia que solo halla junto a él para después desvanecerse.
Entre sueños abrió los ojillos topándose el rostro de Ignacio -predominaban sus labios agrietados y fue lo único que miró, igual de secos y rotos que los de ella-, inclinándose hacia la niña, le pidió hiciera un espacio para recostarse él también, quedando así el pecho de Marissa pegado a la huesuda espalda de su compañero y le colgó los brazos encima para seguir durmiendo.
La luz de la mañana la despertó con migraña, se cubrió los ojos con el negro cabello y llamó a Ignacio por su nombre dos veces sin una respuesta, entonces le enlazó los brazos al cuello y al pecho con suavidad. Contemplando la nuca del chico se preguntó si estaría de verdad dormido y recorrió su dorso, llegó al cordón de zapato que él llevaba por cinturón y postrando la misma mano en la cintura de la mezclilla, dio un ligero tirón que bastó para dejar libre el bóxer, entró por su ombligo y paso por debajo del resorte. Masajeó con tacto apacible la polla y alrededor de la zona, luego dotó su mano de saliva, volvió la palma de arriba hacia abajo una y otra vez apretando con presión relajada, al punto. El respirar de Ignacio se puso cargado y a cada inhalar su espalda se extendía pero él siguió mudo, mordiendo su labio superior. Con pericia se deslizaba la mano y la vista se quedó varada en la nuca del muchacho.
Con cautela pero sin pretensión apareció la tía que venía somnolienta de su dormitorio y ante la escena pegó una carcajada corta.
— ¡Así me pagas escuincle! ¿Para eso trajiste una malparida? —gritando.
— ¡No tía, no! —En menos de dos segundos ya tenía los pantalones arriba, lleno de vergüenza.
—Mírate qué asquerosa, llena de sudor. ¿Crees que alguien sin remedio ni arreglo puede importar si acaso un poco? —dirigiéndose con desprecio a Marissa— ¿Piensas que puede una pordiosera tomar a mi hombre?
Marissa ya de pie y atónita, con la mandíbula bailándole dolorosamente, no pudo poner la mirada más que en los ojos de la mujer, le parecía que la tía le había leído los letreros y etiquetas que llevaba adheridas a la frente; al tiempo que palpaba sus bolsillos cotejando que tuviera en ellos sus pertenencias. Ignacio tampoco dijo nada mientras la mujer humilló a la niña, sin embargo, si los ojos le fueran pistolas, la tía habría muerto. Se aproximó Marissa entonces a la puerta para salir sin más, de un azoton dejó las blasfemias atrás; alejándose como en shock cuando la tía abrió la ventana que daba a la calle asomando un revólver que empuñaba firmemente.
—Sí, ¡vete puta! —Apuntándole a la cholla de Marissa.
La niña se detuvo para voltear la cabeza arriba y mirarla por última vez; terminó sus palabras la mujer y Marissa sin miedo le pinto dedo para luego seguir la marcha con un punzante nudo en la garganta que, metros adelante, se convirtió en una lágrima (cuando mucho dos) cesada a la fuerza por una mordida potente en el paladar. Sacó de los bolsillos de la bomber el MP3, los audífonos y se estacionó en “Manual” de Cráneo. El clonazepam la tenía sedada todavía y la suerte le tocó una vez más con la última bacha de reserva —a huevo—. Revisó en 360° para no encontrar ningún oficial cerca y le prendió fuego; gloriosa.
—Que la crome esa vieja. —Exhaló aire y humo.
El panorama retrataba un cielo naranja y púrpura, tal vez violeta. Adornando los postes de cemento, los cables colgantes negros y flojos; algún pajarito allí tendido, y debajo, la locación de un estudio de tatuajes, remataba de fondo “Own” melodía también de Cráneo y la plata en los bolsillos de Marissa daba luz verde. No tuvo que pensar al decidir penetrar en aquel sitio. Una hora después su muslo izquierdo perpetuó con tinta: “chavales descontentos con el mundo”. El día no podía pintar mejor, el dolor sublime de la aguja la extasió casi tanto como la voz de Ernesto llamando su nombre. Sabía ella que la cereza la colocaba junto a Ernesto fumándose un porro bajo las estrellas que él confundiría con ovnis muy a menudo.
—Ojalá Ernesto no haya llegado aún —En ese caso él preguntará con la mirada acusadora qué salió a buscar Marissa—. Si ha llegado a casa voy a divisarle en la azotea bailando Hi-tech —De ser así, la música retumbará en los vidrios de las casas vecinas y, en efecto, ella lo verá aunque aún a distancia, bailando en la azotea al aire libre y sus ojos también la encontrarán: redimidos. Por supuesto él fingirá no verla volviendo. Se incorporará entonces ella al nido cual aguja en pajar, recorriendo todos sus peldaños al ritmo de la vibrante música, el corazón bailando y se le llenará la frente de un nosotros que incluye a Ernesto, sin etiquetas ni ansiedad por otra dosis. solo por ese momento y lo que resta de ellos unidos.
Sí, Ernesto había llegado a casa y Marissa se disponía a contarle lo sucedido y su increíble hallazgo en una coladera. Ernesto se negó a escuchar la aventura mientras los ojillos de la muchacha se encogían desilusionados, él argumentó que sus historias las conocía de sobra y no le importaban. Aunque ni una sola vez antes hubiera aceptado acompañarla a sitio alguno, estaba como adherido a esos cuartos, tampoco en el futuro lo haría. Empero en el interior la abrazaba, postraba sus agrietados labios en la nariz de la niña y se cuestionaba por un segundo fugaz, qué labios (quizás agrietados) habría rozado la muchacha en su ausencia, quién se habrá ensalzado con esas manos más que resecas, tan así, tan ella. Por otro lado, si a ella le preguntasen por qué ha jugado de esa manera con la polla de Ignacio responderá: porque sí, nada más (no lo sabe).
Años después Marissa archivará libretas con memorias borrosas en lo profundo de cajones dentro de roperos -que guardan ropa de ella y no hay ‘nosotros’ vigente- situando a él (a ambos) en la parte superior de una página, en medio o en el inferior de la misma y en cada cuaderno nuevo y despejado inscribirá: cambié de libreta, la otra, rota y llena, me rompía más de lo que yo a ella. Mientras de fondo aún, el multicolor atardecer la quebrará a diario y vendrá sin duda el momento en que, lo posible para subsistir será algo parecido a una (r)evolución. De entre mezcolanzas grises, rojas, rosas, azules, negras, amarillas y con yesca verde se edifica. Paulatinamente Marissa se inventa un color que ella jamás antes había percibido pero el corazón, ahora saludable y limpio, le agradece.
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