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Cuento | Lágrimas de Noche

Por Luis Antonio Reyes Angel.

Había un cuervo en la rama de un árbol, tenía un pequeño trozo de carne entre sus feroces fauces, sus alas eran tan grandes como los pequeños brazos del niño que lo observaba desde su casa. El brillo de las alas tenía un negro tan intenso como los ojos del pequeño Sebastián, quien es tan inocente como cualquier curioso. El niño caminó ligeramente hacia la ventana, se subió a una silla para lograr empujar los vidrios polvorientos, pero al escuchar el ruido, la corpulenta ave escapó del lugar. Inmediatamente el pequeño se bajó de la silla de madera y se dirigió hacia la puerta, pues sabía que al cruzarla nada impediría continuar el vuelo emprendido por el ave. En cuanto salió de la casa, sintió cómo el viento golpeaba su rostro sin respetar su edad. Sus pequeños pies avanzaban solos a su destino, que era guiado por sus ojos. Mientras el cuervo se alejaba, observó aquel hogar, con poco color, pero lleno de alegría, con una pequeña barda de roca sólida rosada, una cerca de madera, unas gallinas y aves que cantaban en los árboles grandes y frondosos que había alrededor. Era un hogar más que suficiente para esa alma que busca más allá de sus ojos.


Caminó entre hojas secas y musgos verdes para localizar su ansioso tesoro: el cuervo. El pequeño, a pesar de su edad es un cazador, se agachó para evadir las ramas que obstruyen su camino, sus ojos se fijaron en el vuelo que culminó en la copa del árbol más alto. Su trayecto se vio interrumpido por la sombra siniestra de un hombre triste que estaba sentado cerca de un árbol. Curioso del sentimiento que produjo tal avistamiento, cambió de dirección. Movió una rama verde con frutos rojos y logró acercarse lo suficiente hacia él. Hacía frío, el sol trataba de encontrar su piel; las sombras murmuraban el peligro que lo estaba acechando; las hojas verdes iban perdiendo su color; los lobos aullaban aunque no era de noche; las lombrices del suelo se arrastraban en tan atroz escena que se dibujaba. Sebastián tocó la pierna de aquel extraño ser que estaba frente a él; en cuanto lo hizo, todas las aves del bosque agitaron aterrorizadas sus alas teñidas de colores vistosos.

— Hola —dijo el pequeño niño.

El ser se puso de pie frente al niño. Tenía una capa negra pálida de muerte que cubría sus brazos, llegaba hasta el suelo y, más importante, una capucha impedía ver su rostro; su postura era tan recta que imponía desesperación; sus cuatro alas oscuras, un par más grande que el otro, se extendieron tanto que podrían abrazar un elefante sin problema alguno. Al notar que el niño no sentía miedo, volvió a guardar sus alas. El pequeño tenía la boca abierta y sus ojos intentaban ver el rostro de aquel ser, pero le fue imposible.


—Hola —repitió Sebastián.

Aquella presencia sentía curiosidad por el niño, así que extendió el brazo hasta su mejilla; cuando rozó aquella piel tibia, sintió una sensación extraña que rehabilitó sus huesos. En aquel instante una lágrima brotó del ojo del niño, por lo que dejó de acariciarlo.


—Hola —pronunció aquel ser con voz temblorosa—.


—Pareces tener hambre. Estás demasiado delgado y tu voz es débil —contestó el pequeño.


Sebastián corrió lo más rápido que pudo hasta su casa, al llegar a la cocina tomó unos panes recién horneados.

—¿A dónde vas? —le preguntó su madre mientras sacaba más panes.

—Siempre debemos ser buenos —contestó Sebastián y continuó su travesía.
Regresó y le ofreció el pan a su nuevo amigo, quien aceptó cordialmente.

—¿Por qué haces esto?

—Parece que lo necesitas. Debes estar hambriento y cansado de estar aquí solo.

—Soy el ángel caído, Lucifer, el sirviente leal de un Dios que todo lo ve. Muerte —pronunció mientras se arrodillaba para presentarse, al mismo tiempo extendió sus alas, parecían una corona oscura sobre él.

—Mi nombre es Sebastián —respondió el niño mientras soltaba una carcajada.

—¿Acaso no sabes quién soy? — exclamó furiosa la muerte
El pequeño extendió la mano hacia la mejilla de la muerte, pero solo logró acariciar la ropa vieja que le cubría la cara. Una lágrima cayó de aquella oscuridad y la vida, que había sido bendecida, con esa gota murió al instante; el pequeño pasto empezó a secarse y se detuvo a los pies de Sebastián. Una sonrisa salió de él, por lo que la muerte se sorprendió.

—¿Tienes miedo?

—¿Por qué he de tenerlo? Temo más por la enfermedad de papá, está en un lugar donde lo ayudarán, al menos eso decía mi mamá. Ahora ya no me habla de él

—¿Qué edad tienes? —la muerte tomó el pan y lo guardó entre su ropa.

—Siete, eso dice mi mami. La muerte volteó y se quedó viendo fijamente un árbol.

—¿Qué haces? —preguntó Sebastián.

—Mi trabajo —le contestó—. Espero a que ese árbol muera completamente, pero se resiste. Siempre es así, a veces tratan de hacerlo, pero puedo tocarlo y terminar su sufrimiento.

—¿Y si no quieren morir? —la cuestionó mientras se sentaba a su lado.

—No es decisión mía, mi existencia es lo único que tiene sentido en este mundo. Si yo no existiera, el mundo sería un lugar triste, sin nada que aprecie las maravillas del momento. Nadie sentiría emociones porque se cansarían de ellas y nadie cumpliría sus promesas de amor eterno. El tiempo es algo maligno que corrompe hasta el más puro de los corazones.

—¿Yo moriré? Mi mamá dice que no, porque como mis vegetales.

Un silencio interrumpió la tranquilidad de los dos. Mientras el sol se ocultaba tras los árboles, la muerte notó cómo el niño empezaba a temblar, pero, por alguna extraña razón, sintió afecto hacia él así que extendió las alas para cobijarlo. Cuando las hojas cubrían las nubes oscuras del cielo el pequeño le dijo que ya se iba y le prometió que al día siguiente le llevaría más pan. La muerte le hizo una pequeña reverencia.

A la mañana siguiente el niño llegó al mismo lugar del día anterior y se encontró con el trozo de pan que le había dado a la muerte. Notó que el árbol ya estaba seco. El pequeño empezó a buscar a la muerte astutamente por el bosque. Comenzó a gritarle que dónde estaba y, aunque la muerte podía escucharlo, prefirió observar detrás de un árbol. El pequeño Sebastián volvió al lugar del tronco para dejar el trozo de pan y después se marchó lentamente. La muerte, curiosa por saber si el pan estaba duro o envenenado, se acercó rápidamente sin hacer ruido alguno; pero para su sorpresa el pan estaba esponjoso, suave y caliente, recién hecho por la madre del pequeño. La muerte entusiasmada tomó aquella ofrenda y la guardó entre su ropa.

El tiempo transcurrió monótonamente, el pan siempre estaba recién hecho; pero, un día, una taza de chocolate se unió al festín. La muerte sintió mucha curiosidad por el comportamiento de aquel niño que no sentía miedo hacia él; con el tiempo dejó de preguntarse por qué el pequeño podía verlo, por qué ese niño es el único que podía y, más importante, por qué sentía afecto por el pequeño.

Después de varios días la muerte esperaba los alimentos con agrado. Aunque sentía un poco de pena por su nueva experiencia, siempre se escondía detrás del mismo árbol, el que tenía un cuervo en la copa del árbol. Esta vez notó algo extraño, el sol ya estaba por esconderse entre las montañas y el niño aún no aparecía. La muerte se asustó un poco por no tener compañía, así que siguió el camino que llevaba al pequeño pueblo, como no conocía el hogar de Sebastián, se puso a tocar puerta por puerta sin tener una respuesta.

—Hola, espero que tenga una excelente noche ¿De casualidad ha visto al niño más lindo de este lugar? —preguntaba la muerte, pero las personas no veían a nadie en sus entradas, no esperaban a la muerte ese día.

Meneaba su cabeza de un lado a otro sin respuesta alguna, hasta que un sonido llamó su atención. Era Sebastián, estaba llorando con su madre entre sus cálidos brazos. La muerte tembló en cada paso que daba para llegar a la ventana de la casa. La escena era atroz, un pequeño y su madre se encontraban en el suelo como si de una pintura de óleo se tratase. No comprendía aquel sentimiento que emanaba de esas dos personas, era tristeza al ver a su amigo sufrir, pues era la única persona que no lo había tratado como una desgracia, sino como una mariposa con el ala herida. Entendió que nadie lo invitaba a pasar a sus hogares porque a ninguna persona le gusta tenerla de visita.

Con la cabeza caída y las alas por los suelos, se retiró sin esperanza alguna. El sol se había ocultado por completo y sus pisadas secaban el pasto. Regresó al lugar de siempre y aguardó ahí toda la noche. Se odio a sí mismo por la tragedia, pero comprendió en ese momento que el pequeño podía verlo porque podía presenciar la muerte misma.

A la mañana siguiente no siente frío o calor en sus palmas, pero sí a su amigo Sebastián que aún con los ojos llorosos le llevó pan y chocolate.

—Papá murió ayer —susurró— ¿Es tu culpa?
—Sí —respondió con pena.
—¿Por qué mueren las personas? —tartamudeó el pequeño.
—No lo sé. Se me confió esa tarea, existir nada más.
—¿Nunca lloras? —la cuestionó mientras las lágrimas caían en su ropa.
—Nunca.

Aquel pequeño tomó la mano de la muerte y la llevó consigo, los ruidos de las hojas crujían en sus pies y los animales se alejaban de ellos. Al llegar la muerte reconoció la ventana.

—Mamá está triste por la muerte de papi. ¿Podrías ayudarme?

La muerte, desconcertada por la situación, vio abrir la puerta del pequeño hogar por primera vez, sintió el calor del día sobre sus alas. Era la primera vez que la habían invitado cordialmente a pasar a un hogar. El pequeño Sebastián continuó tomándolo del brazo.

—Mami está en su cuarto —le dijo mientras señalaba con su pequeño dedo—. Queremos ver a papi.

La muerte soltó al pequeño rápidamente; sin saber qué hacer, salió de la casa y se escondió entre unos arbustos.

—Señora Muerte —exclamó mientras derramaba lágrimas de dolor.

La muerte no supo qué hacer mientras observaba el dolor del pequeño. Por primera vez en su vida alguien fue respetuoso, amable, cariñoso y comprensible, por lo que se preguntó si había sido elegido para ese trabajo debido a que estaban seguros de que no podía sentir nada por nadie. Pero pasó, el amor se puede presentar de distintas maneras. Con la cabeza en alto, las alas extendidas y los brazos abiertos, regresó con el pequeño, quien se encontraba agachado y con los ojos cerrados.

—Tu padre te espera con ansias —susurró la muerte mientras acariciaba su cabeza.

El niño se levantó para darle un fuerte abrazo que la muerte recibió con gusto. Entrando al cuarto de su madre, vieron que dormía profundamente.

—Mi mamá lloró hasta quedarse dormida.

—¿Cuánto amas a tu padre? —le preguntó mientras lo volteaba a ver.

—Mucho.

—Quiero que pienses en él hasta el último segundo, hasta que dejes de sentir la brisa cálida de la mañana

Sebastián no dijo nada, pero su respuesta fue una sonrisa inocente. La muerte extendió un brazo y envolvió a Sebastián, con el otro sujetó a la madre para llevarlos al encuentro esperado; no obstante, el peso de la madre era demasiado, por lo que la muerte no podía volar con esa vida tan pura.

—¿Qué pasa? —le preguntó Sebastián

—Aunque el cuerpo de tu madre es muy ligero, su amor hacia ti no lo es. Tu muerte hace que quiera quedarse más tiempo con vida

—Pero tú puedes llevarla. Por favor, di que sí —le suplicó con lágrimas el pequeño.

La muerte empezó a agitar las alas como si de una gallina sin cabeza se tratase, pero era inútil. Aunque el cansancio no estaba presente, la desesperación invadía sus acciones, los aleteos eran más seguidos pero sin ningún resultado. Del otro lado de vida se encontraba la madre respirando tranquilamente en la cama, con trabajo movía las manos.

Un nuevo día comenzaba y los rayos del sol despertaron a la mamá. Se levantó, se puso su vestido azul que era claro como su piel, suave como sus codos y delicado como su pestañas. Era un nuevo día, pero el sol ya no brillaba como siempre pues una brisa fría envolvía todo su cuerpo. La muerte continuaba abrazando fuertemente a la mamá, sin conseguir resultado alguno, por lo que se sintió deshecha y frustrada por la situación; ya no había más por hacer, su existencia había fallado..

—¿Qué pasó? —le preguntó Sebastián mientras veía a su madre cocinar el desayuno.

La muerte decepcionada de sí misma, se puso de rodillas y comenzó a rezar palabras que apenas si recordaba, sus alas caídas reflejaban la profunda decepción de su ser. Sin obtener respuesta notó que el cielo carecía de voz, que nadie respondería sus plegarias.

—¿Mami no vendrá a ver a papi?

—No. Tu mami no vendrá con nosotros, pero podrá verte una vez más. Es lo menos que te mereces. Hazme un favor mi pequeño amigo, piensa en tu padre, cuéntale de mí, cuéntale que un pequeño niño tiene el corazón tan grande que pudo compartirlo conmigo y dile que lo siento, que nunca fue mi intención separarlo de ti.

—¿Y quién es ese niño? —le preguntó Sebastián sin comprender que se veía a sí mismo.

La muerte reía mientras veía el cielo. Lo notó cálido y hermoso. Se dirigió al pequeño y acarició su mejilla; en cuanto lo hizo, una lágrima del pequeño cayó y pequeñas flores surgieron tras tocar el suelo.

—Ve con mami.

El pequeño caminó hacia la puerta lentamente. En tanto la muerte tocó el suelo suavemente y la vida comenzó a morir; el suelo café, adornado por pequeñas piedras rosas, se volvió pálido. El final alcanzó los pies de Sebastián, llegó hasta su hogar; los árboles se secaron; las hojas verdes caían como si fuera el otoño en ellas; la casa estaba invadida de la palidez de la muerte que no se detiene; las aves en el cielo empezaron a caer, sus cráneos se rompían al impactar contra el suelo y se descomponían al instante; el aire se volvió frío y pesado; las gallinas comenzaron a caer suavemente; los vecinos alegres y felices caían tan fuerte que se rompían la nariz, algunos trataban de respirar aire puro pero solo conseguían sofocarse más, los gritos y lamentos se escuchaban por todo el pueblo; los perros ladraban tan fuerte que se rompen las cuerdas vocales.

La madre de Sebastián escupió la comida del desayuno al ver a su pequeño. Comenzó a sangrar de la nariz, estaba confundida, caminó con pasos firmes hacia él, pero la muerte hizo que ella se cayera, así que se arrastró hacia él con ayuda de sus uñas. Sebastián se acercó para darle un fuerte abrazo, no sentía su corazón, pero ambos se abrazaron con el alma.

—Quería que vinieras con nosotros. Perdón por ya no despertar.

—No importa hijo. Te amaré hasta que la vida se me acabe.


—La muerte dice que no puedes morir porque piensas en mí.


—Si muero —le dijo su madre mientras tomaba su cara— nadie en el mundo te amará, nadie llevará flores a tu tumba, desaparecerás por completo.


—Te amo mami, le diré a papi que aún lo quieres.


Su madre le regaló una última sonrisa y ambos rieron como cualquier domingo por la mañana; ella cerró los ojos, se acercó a su frente y le dio un pequeño beso. Al abrirlos notó que su pequeño había desaparecido.


—Siento mucho lo que pasó —le mencionó la muerte con las alas extendidas.
La madre la escuchó como un susurro, al alzar la vista lo único que encontró fue un paisaje inerte. Su sonrisa era tan grande como sus lágrimas, mismas que le recordarían a diario su promesa: mientras ella esté viva su amado esposo e hijo vivirán hasta que sus huesos se vuelvan cenizas, hasta que su carne se pudra o, tal vez, hasta que la muerte vuelva de nuevo a su casa.


A lo lejos un cuervo negro con ojos rojos había estado como espectador, mientras devoraba un trozo de carne, continuó su vuelo al ver que la muerte había desaparecido del lugar.

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