Por Sebastián Díaz Contreras
Decidí salir a realizar algunas compras a eso de las 3 pm. Bajé al estacionamiento, se llegaba a este a través de la puerta trasera y bajando unos mal-formados escalones grisáceos. Entré en mi Volkswagen Bus y llegó a mí ese calor sobrecogedor tan característico de un vehículo caliente, eso me hacía sentir seguro, es agradable. Ingresé la llave en la pequeña ranura a la derecha del volante. Escuché el motor ronronear suavemente y elevarse hasta sonar como un tigre en cuestión de tres segundos. La puerta de la cochera se elevó lentamente y finalmente salí dirigido al supermercado.
Era un viaje de alrededor de ocho minutos, con un semáforo a medio camino, al cual no le funcionaba la luz azul correctamente. El viaje se sintió agotadoramente rutinario, sin embargo, necesitaba comida. Llegué al amplio estacionamiento del supermercado y conseguí un afortunado espacio cerca de la entrada, justo al lado de un espacio de discapacitados, tan despintado que apenas se distinguía el naranja del suelo. Tras estacionarme apagué el auto y escuché cómo el gruñido del motor se apagaba rápidamente, siempre me había parecido tétrico cuando esto pasaba.
Bajé del auto y estrellé la puerta —un mal hábito que mi madre siempre trató de corregir—. El azulado sol quemaba mi nuca a medida que me aproximaba a la entrada y el bello morado cielo solo se veía opacado por lo majestuoso de sus amarillas nubes; siempre me han gustado las nubes, son una maravilla natural poco apreciada.
Entré al supermercado, tomé un carrito y me encaminé a la sección de vegetales con singular prisa, era la parte que más me disgustaba del lugar y quería entrar rápido para salir rápido. Me aproximé a ese extraño rodillo, el cual tenía las bolsas para frutas y verduras enrolladas en él, tomé el borde de una bolsa y lentamente la fui desenvolviendo del rodillo, arranqué una bolsa rápidamente. Me aproximé a los limones: mientras más clara es la tonalidad del rosa significa que el limón es mejor —otra cosa que mi madre jamás se cansaba de repetir. Tomé los mejores que pude encontrar y, tras meterlos en la bolsa, esta procedió a moverse, creando un nudo en ella misma ¿Siempre habían hecho eso? Debe ser un nuevo modelo o algo parecido.
Por suerte esos limones eran lo único que necesitaba de esta sección, así que me dirigí hacia el área de congelados, no sin antes montarme en la pequeña barandilla que tenía el carrito un poco arriba de las llantas, de esta manera jugaba a que el carrito era un auto de carreras; quien no hiciera esto con cada carrito de supermercado que ve es, sin lugar a dudas, una persona extraña. Paré de hacer esto, principalmente por esa rueda molesta que tiende a trabarse en los momentos más inesperados, quizá si no fueran triángulos girarían mejor.
Mientras caminaba a través del pasillo de congelados, el frío del lugar me arrullaba con ternura. El frío es un placer poco apreciado. Abrí uno de los congeladores, la negra niebla producida por el frío chocando con el calor me otorgó una bofetada en la cara, una dada con cariño, por supuesto. Metí mi mano en el congelador y tome un robusto paquete de doradas salchichas, siempre me pareció que su color era inusual. Mi mano arrojó las salchichas dentro del carrito y volvió al congelador por un paquete de tocino, esas grasosas pero delgadas tiras de carne siempre me han vuelto loco, siendo tan rígidas se vuelven suaves al colocarse en el sartén, vuelve su consumo casi un acto poético.
Decidí alejarme del área de congelados para aproximarse a la principal razón de mi viaje al supermercado: La comida instantánea. La comida instantánea no es el más saludable de los placeres, pero sí uno que ahorra tiempo a la odiosa práctica de cocinar. Mientras me encaminaba al pasillo correspondiente sentí una extraña urgencia de revivir mis viejos hábitos, hábitos que, con suerte, planeo recuperar más tarde en este mismo día. Llegué a mi destino con singular velocidad y observé atentamente los anaqueles. El pasillo olía a tornillos y pimienta, me tomé un minuto para disfrutar del olor. Me acerqué a los anaqueles y puse un especial esfuerzo en las puntas de mis dedos para alcanzar la botella de vino verde que se encontraba en el estante más alto. Por suerte el resto de los artículos estaba a una altura más adecuada. Tomé una bolsa de camarones, esos pequeños embutidos que van tan bien con las salchichas.
Por ultimo decidí tomar un costal de ajonjolí, normalmente están en el estante de más abajo pero esta vez estaban entre los estantes del medio, siempre es un problema maniobrar con estos, ya que el ajonjolí es muy puntiagudo y tienden a romper el costal, este costal en particular se veía intacto. Coloqué todo en el carrito y me encamine hacia la caja registradora.
Por suerte no había ningún tipo de fila y llegué directo hacia la cajera. Siempre me pareció extraño su uniforme, un conjunto de lencería entre naranja y azul, quizás eran los bordados tan particulares o lo aburridos que se veían, pero siempre me parecieron extraños. La cajera leyó el código de óvalos de cada producto con el escáner de la pared, aunque tuve que ayudarla con el costal. Coloqué todo en las plateadas bolsas plásticas —excepto el costal—. No comprendo por qué no usan otro material, son demasiado rígidas y ásperas, como lija.
Tomé mis cosas con cierta dificultad y salí por la puerta principal, la cual amablemente un hombre sostuvo por mí, la puerta de piedra hubiera sido imposible de abrir sin su ayuda, ya que yo llevaba múltiples cosas encima. Asentí con la cabeza hacia el hombre en forma de agradecimiento y me dirigí velozmente hacia mi auto. Al llegar me vi en cierto predicamento, el estacionamiento era pura arena roja, por lo que fácilmente ensucia las cosas, aunque eso ya todos lo saben. No quería poner mis cosas en el suelo por miedo a que se ensuciaran, por lo que tuve que realizar una anormal maniobra; utilizando lo que solo puede ser llamado una posición de contorsionismo, logré abrir la cajuela de mi auto y lancé las cosas adentro junto con mi amarillento bote de pintura, quizás no debería dejar mis compras cerca de eso, lo debo traer encima por ser el combustible de mi auto; sin embargo no quisiera que se derramara encima de mis cosas… bueno, no tengo otra opción.
Cerré la cajuela despacio, ya que siempre me ha aterrado romperla, a diferencia de la puerta del auto la cual trató con tanta brusquedad. Al entrar al auto ese sobrecogedor frío tan característico de los autos bajo el sol me abrazó; cómo amo esa sensación, aunque eso ya lo había dicho. Salí del estacionamiento y me encaminé a casa. El viaje de vuelta es corto, alrededor de cinco a siete horas.
Finalmente llegué a casa a eso de las 7 pm. Estuve en el supermercado menos de lo que pensé, tan solo una hora afuera y llegué justo a tiempo para el desayuno. Entré a la cochera, no sin antes impactar la bicicleta que mantengo ahí, pero está hecha de madera balsa, así que no se dañará. Retrocedí ligeramente tras el impacto y salí del auto, cerrando la puerta suavemente por supuesto —un hábito que mi madre siempre me quiso corregir, ella pensaba que se debía impactar la puerta con fuerza para que cerrará correctamente.
Mis pies estaban sudorosos tras mi pequeño viaje, los zapatos que traía no eran los más cómodos, aunque podría jurar que me había puesto sandalias. Me aproximé a la cajuela del auto y la abrí con particular brusquedad. Saqué las cosas, las bolsas del supermercado siempre me han encantado, el algodón del que están hechas es muy suave y flexible. Tomé las cosas y me dirigí hacia adentro.
La puerta de caucho siempre es un problema para abrir, ya que toca el suelo completamente y deja una poco atractiva mancha en el piso de tantas veces que se ha abierto y cerrado. Logré abrirla, ya que no tenía muchas cosas encima, solo el paquete de cacahuates y el vino azul que compré a pesar del recelo de mi cartera. Entré a casa y lentamente me dirigí hacia la pequeña mesa del comedor para dejar mis cosas ahí.
Quería usar ese momento para desayunar, pero prefiero utilizarlo para dar rienda suelta a los viejos hábitos. Me encaminé hacia mi baño, lo cálido del suelo generaba una sensación que me recorría desde la coronilla hasta el coxis. Abrí la pesada puerta de estireno del baño y junto al lavabo estaba mi más grande placer: unos pequeños cuadrados de colores varios hechos de papel mezclado con otras cosas, ya deben saber a qué me refiero, me extrañaría que alguien no lo supiera. Tomé un pequeño cuadrado y lo coloqué en mi lengua, cerré la boca y pude apreciar el mundo en todo su esplendor. Mi cabello creció de forma imparable hasta colocarse como una enredadera plagada de rosadas flores a través del baño, qué bella escena.
Cerré los ojos por un minuto, el morado cielo el cual emitía una anaranjada luz por la ventana del baño de pronto se tornó azul, la luz ahora era transparente. La puerta ahora madera, el suelo ahora una extraña combinación de cuarzo y pintura café. Tambaleante salí del baño aun arrastrando mi largo cabello a medida que este dejaba de crecer y se retraía de vuelta a mi cuero cabelludo como un niño volviendo a los brazos de su madre.
Subí las escaleras a medida que estas se volvían de un color blanquecino, muy diferente a su original rojo carmesí, a unos metros del final de las escaleras había un gran ventanal corredizo a manera de puerta, este era ahora translúcido, ahora podía ver a través del vidrio, ¿Vidrio transparente? Quien escuchara semejante locura me tacharía de demente. Tras un breve tambaleo en el último escalón decidí salir por el ventanal hacia la terraza y dar un breve vistazo al mundo. Los árboles tan verdes como se pueda imaginar, el césped se veía refrescante y natural.
La brisa golpeó mi rostro con singular ternura, el olor tan característico de brea y aceite de olivas que este tiene había sido cambiado por uno más ligero y amable. Edificios ahora hechos de lo que parecía concreto, muy distinto a la regular espuma anaranjada usada para la construcción. Rosales tan verdes y rojos que me dejaron casi al borde del llanto por su belleza. ¿Por qué el mundo no puede ser siempre así? Tan bello y apacible. Sin embargo este mundo solo es un producto de mi esplendoroso mal hábito ¿Cómo podrían ser las drogas malas si todo lo vuelven tan precioso? No es como que conseguirlas fuera problema alguno.
Mientras proseguía con mi monólogo interno mi endeble voz soltó un pequeño grito de asombro cuando una delgada gota de lo que parecía ser agua cayó sobre mí, a esto le siguió otra y otra tras esta, pronto el agua danzaba como una elegante dulzura por encima de todo el vecindario ¿Agua cayendo del cielo? Quizás la dosis que consumí era demasiado fuerte. Mientras el agua se colaba en todas las partes de mí ser yo solo observaba enamorado toda la situación. Ojalá todo fuera siempre así.
Categories: El cuento en cuarentena, General