Por Emanuela Guttoriello
“Me estoy muriendo”, su voz en el teléfono. “Es más, me voy. Yo ya no existo para ti”. El teléfono. Un negro rayo de luz se había apoderado de su cuerpo. Su corazón se negaba a creer, parecía que iba a estallar. Cuando por fin pudo decir algo, apenas murmuró: “Yo voy contigo”, pero nunca supo si en realidad la escuchó. La razón perdida con tanto dolor. Fue el comienzo del infierno. Sus manos ya no tocaban aquel hermoso cabello negro, brillante. Ahora era solo sangre y ese absurdo y paradójico momento cruel. Era ella, llorando, destruida. Y era él, que no quería estar allí. Tampoco quería que ella, nunca más estuviera cerca de él. No podía tocar esa enfermedad a través del cristal, detener ese sufrimiento, detener la muerte. Era como si una parte del alma y una parte del amor se quedase allí. Pero no se derrumbaría. A pesar de las malas palabras, a pesar de la ira. Y sin embargo, solo queda el sonido metálico que rompe todavía más su corazón, el clic de una puerta que se cierra para siempre.
