El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Los labios de Rita

Por Dulce María Ponce

El señor Miguel Solano esperaba impaciente en el burdel Jarabe de flores el espectáculo principal. Médico de profesión y con 38 años apenas, era viudo; sin embargo, aún portaba la argolla de matrimonio que debía de haber guardado en el fondo de la cómoda desde hacía tres años. Miró con molestia el reloj, pero nada, no había pasado el tiempo suficiente para obligar a las diminutas manecillas a marcar más allá de las nueve. El tugurio oscuro de mala muerte, con olor a alcohol barato y sexo en cada una de las mesas, le parecía bastante desagradable; se vio obligado a tomar una bocanada de aire y contener la respiración para no oler el aire inmundo mientras se repetía en voz baja la razón del porqué no podía irse hasta ver a “Rosa”, la estrella del lugar: “Debo conocer a esa mujer y ver si tiene la esencia de Rita… debo verla y comprobar si es como Rita… y si fuera…”.

Una voz aguardentosa resonó en el lugar e interrumpió sus murmullos. Por fin anunciaban el espectáculo principal, por fin bailaría en la barra la prostituta que traía locos a cientos de hombres y de la que se hablaba en sitios igual de honorables que el Jarabe de flores. Las luces se apagaron y comenzó a sonar una tonada muy al estilo del blues de los sesentas. De cada esquina del pequeño escenario, comenzó a salir humo para acompañar la sensualidad del momento. Todos los espectadores, incluyendo al Doctor Solano, esperaban ansiosos a la chica. El médico sintió un escalofrío bajar por su nuca, el humo comenzaba a asfixiarlo levemente; muy en su interior resonaba una vocecilla que le exigía ver a la chica, tomarla, acariciarla, besarla… sobretodo besarla. Fue inútil.

Una luz blanca iluminó la figura femenina a la que todos los presentes habían estado aguardando. El Doctor Solano  sintió una terrible decepción. Rosa era una mujer bella, de unos dieciocho años, piel morena y cabello rubio, muy rubio. Los ojos grotescamente maquillados con sombra plateada no le favorecían al intento de ojos azules que simulaba la “señorita”, ya que claramente se notaba el uso de pupilentes. Los labios rosas con gloss excesivo le revolvieron el estómago al buen médico y una vez contemplado el vestido negro entubado que apenas le cubría las nalgas y el escotazo que terminaba a la altura de la boca del estómago, se convenció de pedir la cuenta e irse. La voz que clamaba en el fondo de su ser respiró frustrada.

El Doctor Solano condujo decaído a la casona de tres pisos oscura y vacía. Al entrar, se dirigió mecánicamente al sofá marrón frente al televisor, estaba agotado. Se llevó el dedo pulgar y medular izquierdo a las sienes y, luego de masajear levemente, relajó cada uno de sus miembros cansados por la ardua jornada de trabajo en el Hospital San Ángel.

¿Cuánto tiempo llevaba así? ¿Recorriendo burdeles y esquinas oscuras en busca de una mujer similar a Rita de Solano? No estaba de humor para plantearse el límite de su búsqueda.

Rita de Solano, conocida también por su apellido de soltera como Rita Hernández, había muerto en el Hospital San Ángel hacia tres años debido al cáncer de útero que no le fue detectado a tiempo. El viudo sufrió varias críticas por parte de familiares, amigos y colegas luego de que pareciera una ironía de la vida que él, siendo ginecólogo desde ya varios años, no hubiese detectado el mal de su mujer. Al Doctor no le importó mucho que la gente hablara de su fracaso como esposo y médico, pero lo que no podía soportar era la ausencia de Rita.

Había conocido a su mujer desde que ella tenía 16 años, entonces él tenía 20 y llevaba dos años en la facultad de medicina. No fue hasta que era pasante cuando le confesó el arduo amor que sentía por ella y le maravilló el hecho de saberse correspondido. Hacían una pareja espléndida, Rita se hallaba en la flor de la juventud todavía cuando se casaron. Quién diría que el matrimonio Solano duraría 10 años. La mujer del Doctor tenía 31 años cuando se retorcía de dolor en la cama del Hospital y no duró ni un mes bajo el efecto de la morfina.

Por desgracia, la soñada pareja nunca fue capaz de procrear descendencia, lo que profundizaba más la soledad del viudo. A pesar de esto, la desesperanza de Miguel Solano provenía de la pérdida de Rita, más aún, la pérdida de su sensualidad.

La razón por la cual una jovencita de 16 años había logrado despertar la llama del amor en un joven de 20 y había logrado que el Doctor le fuera fiel durante los 10 años de matrimonio siguientes, no era su inteligencia o su belleza, sino su sensualidad; probablemente, heredada de sus ancestros, pues era bien conocido el hecho de que la familia Hernández había llegado de España, luego de que los bisabuelos de Rita hubieran sido expulsados de la Madre Patria por ser gitanos. Incluso, a pesar de los años que llevaban viviendo en Tlacopac, los vecinos rumoraban que todos los integrantes de la familia eran practicantes de magia, ¿blanca o negra? Nunca se ponían de acuerdo.

Rita era una mujer de cabello negro y lacio, cuyo largo bajaba por los senos. Medía 1.60 m y su complexión era delgada; a pesar de ello, tenía un cuerpo  muy bien proporcionado, del que ninguna mujer podría quejarse, ni mucho menos, un hombre. El tono de piel acanelado resaltaba los ojos cafés cuya forma podía encantar a cualquiera. Su vestimenta nunca incluyó tacones de 18 cm, ni vestidos excesivamente cortos, ni siquiera abusaba de los escotes que bien  pudo lucir con dignidad. Rita no parecía la mujer más bella de la tierra, pero emanaba sensualidad de cada célula de su cuerpo.

El Doctor Solano siempre intuyó que se debía a su cara. La forma natural de los ojos, ligeramente rasgada, le daba cierto misterio, pero maquillados con la dosis exacta de delineador, rímel y sombra café, le daban un porte elegante. La nariz afilada y con pequeñas pecas le otorgaban dulzura, mientras que los labios daban el toque final. El labio superior era ligeramente más delgado que el inferior, mismos que tenían un color rojizo por naturaleza.

Desde la primera vez que vio a Rita, fue hipnotizado por aquel par de bellos labios, voluptuosos a la medida perfecta, del tamaño perfecto. Nunca los vio resecos, ni rotos. Ni siquiera en el hospital. Sí, seguramente eran los labios de Rita lo que Miguel Solano extrañaba con mayor frecuencia.

No debe de sorprender que a los tres meses de luto, el Doctor buscara llenar el vacío de aquellos labios perfectos. Tres meses de abstinencia habían sido suficientes para dejarle ver que era adicto a Rita, o mejor dicho, a sus besos.

Así pues, luego de percatarse que en su círculo de mentes brillantes no existía ninguna mujer que le llegara a los talones a su difunta esposa, quiso buscar en lugares fáciles, como bares y antros, hasta que la desesperación lo condujo a burdeles y prostíbulos. De vez en vez, Miguel Solano hacía alguna conquista rápida con alguna mujer que tuviera el mismo encanto en los ojos que Rita, a veces le llamaba el color de piel, en ocasiones el cabello, pero hasta entonces no había hallado a ninguna mujer que le proyectara el aura sensual de su amada esposa.

Atribuía sus fracasos a los labios de sus amantes fugaces. Ninguna mujer tenía los labios como Rita de Solano, por ello, el Doctor no le daba importancia a sus conquistas y se quedaban como encuentros de una, hasta tres noches. Se aburría con facilidad.

En aquel punto muerto de su vida, en el que no soportaba más la sed que sus labios le exigían saciar, le llegó un pensamiento absurdo a la cabeza. Al principio soltó una carcajada que resonó en toda la estancia, pero luego comenzó a darle vueltas: se creyó maldito.

En los diez años de matrimonio no le había preguntado ni una sola vez a su mujer si era feliz, si quería probar algún método de inseminación artificial o si disfrutaba la vida que llevaba a su lado. Por primera vez, el Doctor Solano sospechó del recuerdo perfecto de su mujer. Quizás le había guardado rencor toda la vida por no haberle podido dar la dicha de ser madre, quizás su mujer le guardaba resentimiento por todas las veces que él la había dejado a su suerte en una casona de tres pisos sin ninguna compañía por las exigencias del trabajo, o quizás por convertirse en completos desconocidos después de verse únicamente por casualidad durante el desayuno; no tenían mucho tiempo de calidad juntos, las jornadas en el hospital eran demasiado largas y solía encontrarla dormida cuando regresaba.

Hizo memoria. Él había sido feliz con Rita, ¿pero ella? Nunca se le ocurrió preguntarlo y ahora no entendía si su soledad era producto del egoísmo que tuvo con ella, al fin de cuentas ¿la amaba realmente? Recordó su primer encuentro, a los veinte años, algo despertó en aquel tiempo y él le dio el nombre de amor. Toda la vida le dio el nombre de amor, pero entonces, en ese momento de confusión total, se le ocurrió pensar que quizás sentía un terrible y loco deseo por Rita, por sus labios, por la sensualidad que no había podido hallar en ninguna otra mujer bella.

El dolor de cabeza se volvió más intenso, notó que le era difícil recordar algunos momentos junto a su esposa, como si su cabeza se esforzara por enterrar hasta el más mínimo detalle de ella.

Ahora que se obligaba a poner sobre la mesa el motivo de buscar a Rita en otras mujeres, sintió un vuelco en el estómago. Por primera vez, en tres años de ausencia de su mujer, se había percatado que no tenía grandes recuerdos de conversaciones, salidas a restaurantes o vacaciones con Rita. La gran mayoría de sus recuerdos con ella se basaban en el preludio del encuentro sexual, porque era en aquel momento en el que él podía saborear cada uno de los movimientos en los que sus labios atrapaban por fracciones de segundo, a aquel manjar adictivo y húmedo de su esposa.

La migraña le provocó un mareo terrible; sin embargo, su esfuerzo le había traído como regalo otro recuerdo. La imagen que divisó era de Rita en una habitación blanca, en el hospital. Los últimos días de su vida, su mujer se había convertido en una persona totalmente diferente, distante. El esfuerzo mental le provocó un sangrado en la nariz, pero el señor Solano había detectado un recuerdo borroso que no podía dejar ir por lo terrible de su naturaleza.

El día que Rita murió, él estaba ahí, observándola a través de la ventana de la habitación, mientras los médicos y enfermeras buscaban desesperados una forma de estabilizarla. Obviamente no lo lograron, mas si su mente no lo engañaba, antes de que su esposa expirara el último aliento de vida, ella se volvió a la ventana y con las pupilas totalmente dilatadas y los labios rojizos, musitó: te maldigo. Todo ese tiempo de luto había reprimido ese recuerdo, o quizás se había visto obligado a olvidarlo, ya que, después de esa vaga imagen de Rita convulsionándose hasta la muerte, se veía en el cementerio, hundido entre los pésame de los familiares lejanos y las críticas de los familiares cercanos. Desde aquel día había comenzado a escuchar esa voz interior que clamaba por besar nuevamente a su amada.

Sintió que un calor reconfortante recorría sus labios, ahí estaban avivándose nuevamente las ganas fervientes de tocar esa boca bendita una vez más. La vocecilla en su interior despertó de nuevo, le exigía a gritos besar los labios de Rita de Solano. Su sangre hirvió, el pulso cardiaco aumentó y pronto un par de escalofríos que bajaron desde su nuca provocaron que comenzara a sudar.

Todas las noches se convertía en víctima de ese deseo imposible. Volvió a recordar las últimas palabras de su esposa, entonces rio nuevamente, ¿y si la maldición consistía en buscar a Rita toda la vida?

Le vino a la mente la boca grotesca de Rosa y entonces tuvo que morderse los labios para no vomitar. El calor que recorría sus labios segundos antes dejó de palpitar, pero no lograría acallarlos por mucho tiempo. Necesitaba, fuese como fuese, encontrar unos labios similares a los de Rita Hernández, antes de volver a sentir aquella abstinencia que lo torturaba y que poco a poco, lo conducía a la locura.

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