Por Andrea Zarate
La historia que te voy a contar tal vez la hayas escuchado ciento de veces, incluso puede que te la sepas al derecho y al revés, pero aquí va otra vez. Es sobre una pequeña de ojos café claro y cabello rizado. Es un demonio andante, siempre con ocurrencias, todo el tiempo riendo y haciendo locuras. Vive en una aldea, su casa es pequeña, muy común y corriente. Esa personita soy yo.
Hoy desperté y de pronto me dieron ganas de escalar por las paredes, así lo hice. Brinqué de casa en casa hasta llegar a la de mi Romeo. Así como lo dicen los cuentos, las novelas y películas, así tengo a mi persona favorita. Bueno… prosigo con mi anécdota.
Lo tengo encerrado, bajo 3 candados y 2 puertas. Es muy travieso, pero es porque no entiende que así es el destino y lo debe aceptar. El nació para mí y yo para él, mi madre me dice que así debe ser, todos algún día encontramos a nuestra media naranja. Bueno, yo ya la encontré y la amarré, porque no la quiero dejar ir. Como decía, esta mañana fui a visitarlo.
—Hola, solecito. ¡Buenos días! ¿Cómo amaneció el amor de mi vida?
—Te odio, déjame salir de aquí. Extraño a mi familia y además hace mucho frio.
—Mi pequeño Romeo, siempre tan dulce. Eres exactamente lo que soñé. Jamás me dejes, por favor, moriría si eso sucede.
—El que va morir aquí soy yo, si no me alimentas de una vez.
Y entonces le planté un beso.
Mi mama dice que cuando uno está enamorado ni ganas de comer tiene, que solo piensa en esa persona y con verla es más que suficiente. Pero mi Romeo aún no comprende eso. Hace 10 meses que no come porque no es necesario, o sea, me ve cada cierto tiempo y ambos sabemos que estamos locamente enamorados. No hay necesidad de que pruebe alimentos, además, de dónde sacaría yo comida si ni siquiera hay una nevera en mi casa, apenas y hay para alimentar a mis padres. Sería muy egoísta de mi parte dejarlos sin comer para que un charlatán glotón sacie su apetito. Pero bueno, prosigamos con lo que sucedió ese día.
Volví volando a mi casa, pues pronto mis papas se darían cuenta de que no estaba.
—¡Marilú! ¿Dónde estás? Ven aquí, hija.
—Dime, mami, aquí estoy.
—Ve a darles de comer a las jirafas, hija, qué no ves que tienen hambre.
Bueno, no les he dicho cómo es mi casa. Hay un sembradío de papas, zanahorias, cebollas, jitomates y a lo lejos, de señoras. Ya sé, ya sé. Es muy raro. Pero mi papá siempre se va muy lejos y se oyen unos gritos de mujeres. Un día decidí preguntarle al señor este por qué siempre que se iba hacia allá se escuchaban esas mujeres gritar y su respuesta fue: “No seas chismosa, niña. Vete a limpiar.” Entonces, yo deduje que se trataba de un sembradío de señoras que cuando las poda o arranca, las lastima mucho y por eso gritan las pobres.
Pero, ¡hey! Ya me desvié otra vez. Le decía que esa tarde, después de darle de comer a las malditas jirafas, que, por cierto, ¡una me mordió! Pero fue un mordisco intencional, lo vi en sus ojos redondos, negros como el petróleo. como cuando un niño travieso hace alguna dañaría y luego se va riéndose. Podría jurar que esa jirafa se burló de mí.
A veces los animales hablan conmigo, pero esas estúpidas jirafas son malas. Siempre se la pasan diciendo mentiras. Una vez me contaron que mi papá se veía con una señora, se iba entre las milpas y hacían cosas muy feas, pero yo sé que no es cierto, porque él se va a podar como les había dicho. Son animales muy feos y malos. Siempre que mi mamá me manda a darles de comer, les doy la mitad de su comida y yo me como el resto, porque quiero que mi cuello también este así de largo como el de ellas, así, cuando quiera podré ir a robarme un par de estrellas.
Maclovia me contó que ella tiene un par en su casa, que a veces las saca a pasear, pero nunca me las quiere mostrar. Dice que se ponen tristes si las ven muchas personas, pero yo digo que no sería así, yo les haría cosquillas para que no se sientan mal. Pero ella no me cree, dice que lloran y reniegan mucho.
Pues bueno, ese mismo día, después de haberle dado de comer a las jirafas, sin que mi amiga se diera cuenta, le robé una y la llevé con mi Romeo. Se la presenté.
—¿Qué traes en las manos? ¿Me vas a matar? Qué más da, prefiero eso a estar un segundo más aquí.
—Es un regalo para ti, mi amorcito, mira, ten.
Yo estoy segura de que la dejé en sus manos. Pero comencé a sentir unas gotitas en el pie, era un líquido viscoso y, bueno, todo estaba muy oscuro. No pude ver qué era, creí que la estrella estaba llorando como lo dice Maclovia. Ya era muy tarde y de pronto vi una luz que poco a poco iba creciendo. El cielo se puso rosa, había un par de nubes. Era magnifico, todo se nubló color rosa con una especie de amarillo. Era como si el sol naciera, entonces sentí cómo todos mis sentidos se agudizaron. Todo era perfecto, hermoso y lo mejor es que estaba con mi Romeo, estaba viendo algo similar a un atardecer, pero ahora el sol no se iba, sino que salía.
Quise besar a mi Romeo, ya sé que soy pequeña, pero lo sentí como el momento perfecto para hacerlo. Le tomé la mano y me di cuenta de que estaba muy frio, entonces lo abracé para que no se fuera a resfriar.
—Así es como pasó, doctor. Le juro que no fue intencional, así que, por favor, ¿podría quitarme esto? Es que mis bracitos me duelen. Además creo que el blanco no le queda a mis ojitos cafés, ni tampoco a mi cabello rizado.
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