El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Vacío

Por Julián Penagos-Carreño

Me llamo J. y estoy a punto de quedarme ciego. Aunque ahora pienso que mi visión me abandonó hace mucho tiempo. Por eso estoy aquí, sentado, desnudo, en esta silla vieja, en medio de la sala semivacía de esta choza, escuchando la tormenta desplomarse sobre el desierto. Pensando en ella, en Lucía.

Antes que nada, debo decirlo. Mi ceguera es blanca. Blancas las figuras que apenas distingo. Blanco el desierto. Blanca la lluvia. Todo es lácteo, infinito y atemorizante. Se cumple así lo dicho por Borges. La ceguera es opuesta a la oscuridad. Lo sé. El blanco es el color del espectro sin descomponer de los rayos del sol. Si el vacío tuviera un color sería este. 

Los problemas con mi visión albina aparecieron al alba de un sábado. Tenían la forma de una baba prematura y resbaladiza cubriendo mi ojo derecho. Esa mañana, mis gritos despertaron a Lucía. Sorprendida, tomó mi rostro entre sus manos y me dijo: 

—Debes ser fuerte. 

Su reacción me extrañó. Ese mismo día fuimos a la clínica. Me hicieron muchos exámenes. Me dilataron la pupila. Mi ojo izquierdo se resintió. El dolor era intenso. En el derecho no sentí nada, como si me lo hubieran sacado, como si no existiera. Pero, ante el asombro del doctor (y de todos), la telilla había desaparecido. Podía ver bien de nuevo. 

El lunes recogí los resultados. Estaba solo. Lucía se había quedado en casa, enferma por, como dijo, cosas de mujeres. En la clínica me dijeron que la enfermedad era progresiva. Pronto perdería la vista por completo. Los médicos no encontraron explicación ni cura. Esa misma tarde no vi más por el ojo derecho.   

Cuando se lo dije a mi esposa ella estaba en el baño vomitando. Según recuerdo, sonaba, en algún lugar perdido, la canción “The last pale light in the west” de Ben Nichols. Tarareo… esa melodía es el fango que viene a borrarlo todo; y mi memoria, el desierto que se resiste a ser arrastrado.   

—Tengo algo que decirte —digo. 

«In my hand, I hold the ashes»

—Yo también— afirma ella. 

—No sé cómo decirlo.  

«In my veins, black pitch runs»

—Me estoy quedando ciego. 

«In my chest, a fire catches. In my way, the setting sun. Dark clouds gather ’round me. Due northwest, the soul is bound»

Ella se quedó en silencio. Olía a vainilla. Siempre olía a vainilla. Era por su perfume. Se acarició el estómago. Me miró. En sus ojos noté un arrepentimiento. Luego, preguntó:  

—¿Qué haremos?  

—No sé —respondí. 

«And I will go, on ahead free. There’s a light yet to be found» 

—Abrázame —ordenó. 

«The last pale light in the west, the last pale light in the west. And I ask for no redemption. In this cold and barren place».

—Quiero irme —dijo. 

—¿A dónde?

 —Adonde sea. Al mar, si quieres. Vamos juntos. 

—Claro, sí —respondí. 

«Still I see the faint reflection. And so, by it, I got my way. The last pale light in the west, the last pale light in the west»

Nunca fuimos al mar, a ninguna parte. Al día siguiente, pasé el tiempo sentado en una silla de la sala de mi casa, “mirando” el horizonte por el gran ventanal que daba al estacionamiento de mi edificio. Imaginé lo que venía, las palabras de aliento, los gestos desapercibidos de pesar, los besos condescendientes, los cuidados superficiales, el sexo por lástima, la virilidad terminada, la independencia amputada. Todo adornado por una cortina blanca, suave y densa. Entonces, intenté hundirme en la ceguera. Perderme en ese vacío blanco. Pero todo estaba demasiado “lleno” como para hacer la transición: ruidos de vecinos molestos, alarmas de automóviles, el graznido de algún pájaro, el zumbido extenuante de un avión en la lejanía. Todo era demasiado para mí.   

Esa tarde aproveché. Ella había ido al médico a hacerse un chequeo de no sé qué cosa. Salí de la casa para no volver. Quería buscar ese vacío, el mismo que aparece cuando concentro mi mirada en el ojo derecho. En el umbral de la salida agradecí no haber querido tener hijos y que a ella no le gustaran las mascotas. 

Unos meses después de mi partida pasé por una zona desértica donde, a lo lejos, solo se divisaba un horizonte amarillo. En aquel lugar el azul del cielo brillaba en recorridos cóncavos, acabando en lo convexo de una lejanía desolada. Divisé una casa de ladrillos grises, ubicada entre dos montículos de arena, completamente aislada. Tenía un solo piso, un techo en punta, sin ventanas. Simulaba estar trabada entre dos mundos. Como yo. 

La sala de la choza parecía una caja vieja y vacía. El piso y las paredes se habían desquebrajado. La pintura que los cubría ya no existía. Se podía ver manchas puestas al azar, de color ocre, del orín de algún atrevido perro, entremezclarse con el gris del cemento primigenio. En ciertas zonas incluso, se asomaba el tono naranja oscuro de algún ladrillo desprevenido. La sala se asemejaba a una caja claustrofóbica. Estaba diseñada para no dejar salir a nadie. No tenía ventanas. La sensación de asfixia se acentuaba con cada respiro. Al fondo de la choza, casi invisible, había otro cuarto, también sin ventanas. Lo ocupaba un colchón viejo, cubierto con algunas sábanas sucias de color azul. En un rincón. una cocinilla de gasolina, llena de polvo, se pudría. Sí, la choza era como una vieja caja en la que no hay nada, ni nadie, solo yo. En el centro, frente al marco de una puerta desvencijada, estaba la silla en la que hoy espero. Barbudo, sucio y medio ciego. 

Contemplo la lluvia. Recorro el camino final hacia la penumbra blanca. La tela que hasta el momento había cubierto la mitad de mi ojo izquierdo ha caído. Una lágrima resbala por mi mejilla. Otra tela blanca reemplaza a la primera, esta vez más espesa. Me duele. No me impaciento. La lluvia se acrecienta. Ahora solo puedo escuchar el repiqueteo de las gotas y el rugido sordo de los truenos. La capa blanca y espesa parece moverse. Parpadeo para hacerla caer. Lo hace. La capa blanca cae. Algo rasga mi córnea. Lagrimeo sin cesar. En mi interior alcanzo a percibir el sabor de una esperanza insípida. Una nueva lágrima se lleva la tela blanca. Mi visión ha vuelto. Me quedo quieto. Me sumerjo en aquella ilusión. Hago esfuerzos para no pestañear. No quiero dañar ese aparente y suave receso en mi descenso hacia mi clara oscuridad. 

No hay euforia en esa esperanza placentera pero pasajera. Luego de ver la tormenta con la nitidez de un último momento de visión, otra capa blanca me cubre el ojo, esta más gruesa y espesa. Parpadeo una y otra vez, cada vez más rápido. La capa se mantiene allí como si hubiera sido pegada con engrudo. Ha pasado. Esta vez no hubo gritos de angustia, ni ansiedad como cuando perdí la vista del ojo derecho. Esperaba esta ceguera. Estaba preparado. Aguardaba ser cubierto por esa nívea penumbra y quedar percibiendo esta soledad voluntaria, quedarme solo. 

 Después de un tiempo la tormenta ha cesado casi por completo. Sigo aquí sentado, impedido, no solo por la ceguera sino porque me he abandonado al nada vanidoso descuido. Solitario. “Observando”. Como siempre lo quise. Sumergido. Casi ahogado entre las olas de aquel océano albino. Varias preguntas rondan mi interior: «¿Fue egoísta sucumbir al dolor, haberme dedicado a la contemplación pesarosa, cliché y melancólica de mi desgracia, abandonarla a ella para que pudiera hacer su vida?». 

Nadie responde. Todo parece quedarse en un completo mutismo. No he movido un músculo. Me mantengo con un mínimo de energía, vaciando mi alma, dejando solo el cascarón de lo que fui. Sin embargo, la quietud no está consumada. Un zumbido sordo parece vibrar entre el éter del desierto. El silencio resulta ser solo otra forma de ruido. 

—Estás flaco, peludo y sucio, te has descuidado.  

Huelo a vainilla. Reconozco la voz, pero, «¿cómo?», pregunto. Lucía no me alcanza a oír. Siento sus brazos recorrer mi cuerpo, levantarme con firme suavidad, acariciar mi rostro. Intenta limpiarme. Ella lo sabe. No la puedo ver. Estoy entumido. Remoja mi cuerpo con agua revuelta con arena. Lucía se detiene por un momento. Exhala. Está exhausta. 

Entonces, lo puedo percibir. Abajo, al lado de la silla, junto a mis pies, un bebé duerme. Escucho sus gimoteos. Huelo la compota de papaya que debe tener untada por toda su boca. Siento el alborozo del aire al movimiento de sus brazos pequeños. Siento la dulzura del olor de la leche materna. 

No puede ser, o ¿sí?  Lucía me seca.  Me viste. Me acomoda en el colchón. Luego, la oigo moverse al lado de la cocinilla como si estuviera buscando algo. 

—No tienes nada de comer, ya vengo, voy por algo al auto —me informa. 

¿El auto? No escuché ningún auto. Debo hacer la pregunta: 

—Solo dime, ¿cómo me encontraste? 

—Preguntando por un hombre que se estaba quedando ciego —me responde con tono sutil y natural.   

Después, acomoda al bebé a mi lado. Quiero tocarlo, tantear sus manitas, acariciar su rostro, palpar sus ojos, reconocerme en él. Lo intento. Me arrepiento. No soy digno. Lucía se aleja. Permanezco allí, con los ojos cerrados, acostado, intentando entender. Lucía y el niño me han encontrado en mi vacío. Pero, ¿es real? No lo sé. 

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