Por Ariatna Gámez Soto
La luz es fría y titilante. En la esquina izquierda del elevador podemos encontrar a Fernanda, de espaldas al chico con quien había acordado verse horas antes. Fernanda parecía conocer muy bien aquel edificio que sobrevivía al paso del tiempo y se alzaba como una muralla arrogante en pleno centro de la ciudad.
Seguimos los pasos de Fernanda y la vemos observar el mapa colocado al lado del elevador. Fernanda aprieta el botón y espera los 5 cinco segundos que le toma a la puerta destrabarse. El ruido de las bocinas reventadas hace que nos olvidemos de la chica por unos segundos.
Fernanda llega al piso de la cafetería, entra y busca la mesa más cercana a la entrada. Cada que ve a algún chico entrar, observa con detenimiento su rostro esperando encontrar a aquel cuyo nombre aún desconocemos. Fernanda saca el celular de su bolso, abre la galería y pone atención a las fotografías del chico. Se acomoda en la silla con una expresión cansada que a la vez busca hacerse notar. De pronto un chico se sienta en la mesa y dice:
—Hola. ¿Tú eres Fernanda?
Nos damos cuenta de que no puede ocultar su asco y vergüenza. Para quien no lo sepa, Fernanda tiene pogonofobia. El chico que acaba de sentarse frente a ella es aquel al que esperaba y el que en su perfil de la conocida app de citas mostraba un rostro depilado. Ahora se muestra con una enorme barba que cubre la mitad su cuello.
Fernanda se levanta, toma sus cosas y corre hacia el elevador. El chico la sigue y ambos quedan dentro. El viejo elevador es un lugar pequeño, con las paredes de un plateado que se muestra sin brillo y las luces a punto de fundirse, con los botones desgastados donde el número 10 apenas y podía verse. Fernanda presiona el botón que ordena al elevador llevarla a la planta baja y se apresura para colocarse de espaldas al chico. El elevador tiembla, las luces se apagan y la música se calla, el elevador se detiene. Ahora observamos a Fernanda atrapada en las penumbras con el chico y todo se siente como un infinito insensible que se apodera del pasar del tiempo. El chico se decide a hablar:
—Soy yo, Carlos. Tal vez no me reconoces porque me he dejado crecer la barba y olvidé decirlo.
Fernanda permanece muda. Carlos continúa hablando:
—Entiendo si estás enojada porque he mentido, pero solamente es un pequeño detalle que no afecta en nada el hecho de que tengamos una conversación o no. Estamos aquí atrapados y no nos conviene mantenernos así durante el rato que lo estemos. Si estás enojada podrías decírmelo o perdonarme, ya te pedí disculpas y parece que solo buscas ignorarme dándome la espalda.
Fernanda responde:
—Las barbas no me gustan. El elevador siempre falla, lo sé porque aquí se encuentra mi cafetería favorita. Pronto va a funcionar y no vamos a tener que vernos.
—Bueno, pero ese no es motivo suficiente para ignorarme y salir huyendo como tú lo hiciste, así, sin siquiera saludarme o tomarte el tiempo para inventar una excusa y no hacerme sentir tan mal. Sí, mentí un poco, pero ya te pedí que me perdones.
Las luces del elevador se encienden y volvemos a observar a las dos personas, aún atrapadas. El elevador no parece tener intenciones de continuar el recorrido.
—¿Podrías mirarme, dejar de darme la espalda? —dice Carlos en un tono que no sabemos si es suplicante o exigente.
Fernanda continúa inmóvil observando el fondo sarcástico que las paredes del cubo metálico le presentan. Observamos que luce pensativa y creemos que va a darse la vuelta para enfrentar a Carlos. A final de cuentas, uno vence sus fobias enfrentándolas. Resulta que Fernanda no solo se da la vuelta, también intenta besarlo apretando los ojos para no ver la barba.
Lo que observamos como una posible imagen bella de dos personas besándose en el elevador acaba por convertirse en una chica vomitando sobre el hombro del chico, un vómito largo donde las arcadas se sincronizan con el parpadear de las luces.
El elevador avanza, llega al primer piso y tarda cinco segundos en destrabarse para abrir sus puertas. Fernanda sale corriendo.
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