Por Paulette Mouras Birr
Era hora de tomar el barco. Todo había quedado en orden en el reino, los años mínimos de cumplir como regente habían sido cumplidos; ahora Si Yin, la reina, debía enfrentar su destino. Al momento de nacer, el oráculo real había predicho que, llegado el momento, ella debería emprender una gran prueba para vivir o morir.
Había llegado el momento de partir. Mientras la barca se ponía en movimiento, el Palacio Blanco y el reino entero iba perdiéndose, como un dibujo que se desvanecía de a poco. Debía viajar en completa soledad, pues había sido predicho que ella y solo ella debería dilucidar el propio rumbo.
A pocos días de iniciado el viaje, en medio de la noche, se desató una tormenta. Olas negras, como inmensas masas de agua azotaban furiosas la barca de la reina. Si Yin luchó por retomar el rumbo pero fue atrapada por los peces monstruosos del Océano Norte, que la rodearon en un círculo apretado. Venían hasta la barca y, aunque la noche era terriblemente oscura, Si Yin podía ver las fauces de los monstruos abrirse, los enormes lomos también negros asomarse entre las olas, llenos de púas y ojos feroces, inyectados de fuego. En medio del terror se escuchó algo así como el soplido de un cuerno, los barcos de la guardia del reino del Océano Norte se acercaban. Al ver que era la reina Si Yin quien viajaba, le pidieron esperar las órdenes del rey. A la mañana siguiente fue llevada al Palacio en el Abismo.
Una vez frente al rey, Si Yin habló:
—Oh, rey del Océano Norte, me otorgas tu ayuda en un momento de apremio, recibiéndome en el hermoso Palacio en el Abismo. Espero algún día poder corresponder a tu gesto como es debido —dijo Si Yin y los ojos del rey se alumbraron.
El rey del Océano Norte era uno de los seres más poderosos en esas latitudes, sus rasgos eran hermosos y terribles, tenía el porte y presencia de quien ha gobernado por miles de años. La belleza del Palacio en el Abismo era conocida en todas partes. Se decía que, bajo las aguas, el rey guardaba indescifrables secretos de batalla capaces de, desde los abismos, remecer los cimientos del mundo, por lo que era respetado y temido por todos.
—Reina Si Yin —respondió el rey—. Ha sido la buena fortuna que te ha traído hasta aquí. Has llegado a mi reino, y has de saber que desde ahora es tuyo, porque te haré mi esposa. Nuestro matrimonio será un vínculo glorioso, nuestra progenie estará destinada a regir el mundo.
Si Yin sorprendida y presa del miedo respondió:
—Oh, gran rey del Océano Norte, me has salvado en un momento de peligro. Ahora, me ofreces el honor de regir a tu lado. Pero aun cuando tu generosidad me conmueve, no está en mí aceptarla. Te pido, oh rey, me dejes partir, pues de no completar mi prueba, moriré. Es el destino que me ha sido impuesto, y he de cumplirlo.
Al rey poco le importaba el destino que recaía sobre Si Yin. Tomando la mano de la reina, una cadena de diamante apareció en su muñeca, atándola a lo más profundo del reino. Se casaron entonces, y Si Yin se convirtió en la reina del Océano Norte y los Abismos.
Cuando la reina Si Yin nació, el poder que le fue dado era el de tener la voz más hermosa entre todas las criaturas del mundo. Entonces pensó en cantar al rey, en una súplica por su libertad. El rey escuchó, quieto, como encantado bajo la voz de la reina, pero desesperado por la idea de perderla. Diez mil años la escuchó, sin conceder su deseo. Pero el rey podía ver que la voz de Si Yin era tan dulce y poderosa, que iba rompiendo las cadenas de diamante poco a poco. Cuando ya no hubo cadenas, Si Yin quedó en silencio y el rey cayó como muerto. El dolor y el pánico se apoderaron de él y quiso volver a conjurar nuevas cadenas para atrapar a la reina. Pero Si Yin se puso a cantar inmediatamente y el rey entendió: no había poder en él que pudiera dejarla en el Palacio en el Abismo. Entonces Si Yin cantó una última vez para él, ya no para romper las cadenas, pero para confortar su espíritu caído, y el rey lleno de rabia se negó a escucharla. Entonces, la reina Si Yin salió del palacio para volver a su barco y emprendió otra vez su viaje, como si nunca hubiera sido la soberana de ese reino.
Tiempo después, la barca de la reina Si Yin surcaba las aguas que lindaban con el Reino del Hielo. Era una tierra completamente blanca y silenciosa, y aunque nada parecía crecer allí, el espacio tenía una belleza mágica. Las aguas cada vez más gélidas y densas hicieron el timón pesado hasta que el barco encalló entre las rocas y el hielo. La reina no podía sola devolver el barco a su curso. Llegó hasta la embarcación alguna gente del reino y ella pidió ser llevada ante el rey. Era un personaje delgado, de semblante adusto, con cuerpo de piedra y piel de escarcha. Ofreció ayudar a la reina, pero, dijo, tomaría más de cien años.
La belleza de la voz de Si Yin era conocida en el Reino del Hielo y entonces el rey puso precio a su ayuda. Quería escuchar a la reina cantar. Si Yin, de pie frente al rey, cantó canciones de fuego y de sol y de estrellas quemándose en el cielo. El rey sintió miedo al imaginar las palabras de los cantos, pero al mismo tiempo un deseo ferviente se puso en su corazón de roca gélida. Mirando y escuchando a la reina, quiso tocarla, pudiendo ver que ese fuego estaba también dentro de ella. Ella entendió sus intenciones y, sin dejar de cantar, dejó que el rey se acercara y le tocara el rostro. A él le supuso un gran dolor, su piel de escarcha, siempre blanca y brillante, se llenó de ampollas rojas, un dolor lacerante le quemaba y le pidió a la reina que callara. Ella se quedó en silencio, y él de improviso la atrajo hasta su cuerpo frío, quemándose completamente. El dolor fue irresistible, y la soltó cayendo al suelo.
—Te ayudaré, tienes mi palabra, reina Si Yin —dijo el rey incorporándose y conteniendo el dolor—, pero te pido que te mantengas lejos de mí y que nunca más me dejes escuchar tu canto.
La reina Si Yin así lo hizo y esperó en silencio, paseando sola por los campos de nieve. Pasaron muchas décadas y la reina enfermó gravemente por los años de frío acumulados en su cuerpo. El rey vino entonces a verla, trayendo consigo a todos los médicos y todos los remedios en el reino, pero la reina permanecía lánguida y sin fuerzas. El rey le pidió entonces que cantara de nuevo. Ella, con voz débil y temiendo dañarlo, cantó otra vez de las cosas que sabía y, aunque el rey debía soportar un gran dolor, vio cómo ella recuperaba la energía rápidamente.
Así pasó más de un año, el rey venía a diario para escucharla cantar y tiernamente sostenía su mano, aunque le suponía un sufrimiento apenas soportable. A pesar del dolor, el rey amaba el canto de la reina Si Yin y no quería dejar de escucharlo jamás, así que decidió hacerla su reina.
Era evidente que el cuerpo de Si Yin no resistiría el frío del Reino del Hielo; entonces, el rey mandó a buscar por toda la tierra un lugar donde hubiera solo el calor de la luz de la luna. El día en que un emisario volvió diciendo que ese lugar existía, al final del mundo, donde casi nadie podía llegar, fue el mismo día en que el barco de Si Yin estuvo listo para zarpar. El rey preparó entonces una fiesta y la reina acudió para celebrar la despedida. Todo era hermoso esa noche en el palacio del Reino del Hielo,y el rey esperó hasta el final de la noche para, una vez estando a solas, contarle de aquella tierra al final del mundo.
Al principio Si Yin no dijo nada, pero luego, con ojos tristes, se puso a cantar. El cuerpo del rey se laceró al instante y la voz de Si Yin se quebró. Entonces Si Yin se alejó lentamente hacia el puerto y el rey fue tras ella. Cuando ella lo miró desde la baranda del barco, él, lleno de angustia y decepción, le lanzó rayos blancos, junto con un hechizo, diciendo: “Si Yin, quisiste engañarme con tus cantos, más que reina eres bruja, quisiste hacerme perder mi reino, pero yo te digo, Si Yin, nunca más podrás hacerme escuchar tu voz, nunca más podrás verme, aunque esté ante ti, y nunca más podrás surcar las aguas que rodean el Reino del Hielo”.
La reina dejó a la barca alejarse poco a poco con las olas, con el corazón lleno de angustia, viendo al rey darle la espalda y envolverse en un remolino de agua y hielo hasta desaparecer para siempre ante sus ojos.
Durante varias jornadas la reina Si Yin dejó la barca avanzar sin rumbo, llorando a veces, descorazonada. Así fue que llegó un día a nuevas aguas, cálidas, donde habitaban hermosas sirenas, que la recibieron cantando. Al ver que era la reina quien viajaba, le pidieron que uniera su canto al de ellas. La reina cantó suavemente y las sirenas sintieron su corazón conmoverse. La llevaron entonces en presencia del Rey de las sirenas. Él escuchó atentamente su historia, que Si Yin entonó con voz dulce, pero no cantó de los hechizos que los reyes habían puesto sobre ella, por miedo a que su voz se apagara por la tristeza. Pero el Rey de las sirenas era sabio y le regaló una daga pequeña.
—Cuando estés lista úsala, y corta lo que necesites soltar —le dijo—. Cada vez que vuelvas a mi reino, tu voz se hará más fuerte y más hermosa, así que Si Yin, ahora te digo, que mi poder está contigo.
Si Yin siguió entonces su viaje, no sin antes cantar la melodía más hermosa y más profunda que llenó de gozo dulce el corazón de todos. Cubrieron su barco de algas doradas, y perlas blancas, flores perfumadas que crecen en las orillas de las aguas, y así siguió Si Yin su viaje, y los que veían el barco sabían ahora que era la reina quien viajaba, cumpliendo su prueba, y nadie se atrevía a perturbarla.
Si Yin sabía que en su recorrido debía encontrarse con un gran hechicero, que era capaz de tomar la forma que le placiera y así podía encantar los corazones de todos los seres existentes. Apareció el hechicero un día, en plena mañana, volando en el aire, cantando con una voz de terciopelo tan delicada que Si Yin sintió desmayarse. Bajó del cielo ante Si Yin y sin dejar de cantar la llevó de la mano a tierra firme. Si Yin nunca había escuchado una voz tan bella, y lloró, sintió su espíritu conmoverse ante tanta hermosura.
Ella cantó también y el hechicero fue anudando las voces, sin que ella lo notara, pasando entre los nudos encantamientos negros, que hacían que la voz de Si Yin y la de él se hicieran una y ella ya no pudiera jamás cantar sin él. Si Yin sintió las amarras en su voz y quiso alejarse, volver al barco; pero el hechicero la siguió y, al llegar ambos al agua, el cuerpo de él se transformó en un dragón de barro, que se fue envolviendo alrededor del cuerpo de la reina Si Yin. La reina trató de luchar, pero sus manos se hundían al tocar el cuerpo fangoso del dragón. Entonces Si Yin cerró los ojos y lo dejó envolverse, sin luchar, pero cuando empezaba a contraerse para matarla, ella cantó haciendo un esfuerzo con lo último que le quedaba de aire y de voz, y los músculos del dragón empezaron a derretirse y a ceder lentamente. Si Yin cantó una última nota desgarrada: el dragón se prendió en llamas y la soltó para retorcerse de dolor.
Si Yin se levantó trastabillando, exhausta, con sus ropas de seda blanca y los negros cabellos mojados, muda al final, y se quedó viendo al dragón quemarse, transformándose en cenizas, hasta solo quedar el cuerpo del hechicero, desnudo, pequeño a la orilla del mar. Si Yin se acercó, se agachó a su lado. El hechicero la miró con ojos grandes llenos de terror, pensando que iba a morir, pero Si Yin quitó la vista para mirar al frente, se puso de pie y se alejó.
Se fue entonces la reina sin su voz, débil, triste y enferma. Caminó tierra adentro y se cruzó en el camino con alguna gente, pero nadie podía reconocerla. Escuchó en su silencio nombrar a una diosa, que vivía en lo más alto de las montañas. Se fue a buscarla, y al llegar a la cima, el viento arreciaba tanto que Si Yin no podía abrir sus ojos. Ciega y muda, esperó por la diosa por mucho tiempo. Un día, al amanecer, la diosa apareció cantando con una voz como un trueno, tan fuerte que Si Yin cayó al suelo. La diosa se acercó a ella suavemente y, dándole la mano, la ayudó a levantarse. La reina Si Yin no podía hablar, pero la diosa la saludó por su nombre y con reverencias. La diosa era la única en este mundo que podía verla aún en su silencio.
—Reina Si Yin, has venido hasta mi con gran desespero y dolor, pero yo te digo que tu prueba está por terminar —dijo la diosa—. Ahora canta para mí y yo, en recompensa, te ayudaré.
Si Yin, confundida, sin voz como estaba, no supo qué hacer. Entonces la diosa tomó de entre las ropas de Si Yin la daga que el Rey de las sirenas le había dado, y dejándola en las manos de la reina, dijo: “Corta las nudos”. Y Si Yin entendió. Cantando con una voz muda fue cortando los nudos uno a uno, de los que brotaba sangre sin parar. El dolor era excruciante, el cuerpo de Si Yin se doblaba con cada corte, como a punto de morir. La diosa solo observaba, cantando también con su voz de trueno, hasta que la voz de Si Yin también empezó a oírse, las manos llenas de sangre, temblando antes de cada nueva embestida contra su propio cuerpo.
Si Yin cortó el último nudo y cortó también los antiguos hechizos de los reyes y su voz rugió como miles de huracanes y la diosa calló, con los ojos cerrados y y una sonrisa en los labios. Si Yin se irguió entonces, otra vez como la reina Si Yin, con su cuerpo emanando un fuego incandescente y su cabello flotando en el aire. La diosa y Si Yin cantaron juntas el canto más grandioso que jamás había sido oído, y los demás pensaron que en la cima de la montaña se desataba una gran tormenta. solo algunos pudieron reconocer el canto y escucharon maravillados.
—Vuelve con el Rey de las sirenas —dijo la diosa, ahora con una voz calma y clara—. Descansa en su reino y luego sigue tu camino, porque tu prueba ha sido cumplida, y ahora eres libre.
Si Yin agradeció a la diosa y volvió sola a su barco. La diosa se quedó mirando desde la cima de la montaña, Si Yin podía verla diciendo adiós con la mano, hasta que solo fue un punto brillante en la distancia.
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