Antología

El cuento en cuarentena | Irdi’ch

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa MagazineTintero Blanco y Zompantle, este cuento será incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual podrás hallar próximamente de manera gratuita en la página de Palabrerías]

Por Karina Guadalupe Reyes Morales

La ciudad resplandecía con el reflejo de las luces en los charcos, tremendo chubasco cayó aquella tarde calurosa: los transeúntes corrieron a refugiarse bajo el edificio principal de gobierno; empapados, esperaron un rato a que cesara lo que parecía una torrencial llovizna y resultó ser insignificante. Más adelante está el ex cuartel donde los aromas del día afloran residuos que los locatarios dejan a la ciudad dormida. La humedad mezclada con los estupores; ahí parados frente a la plazuela Baca Ortiz. 

Aquella tarde Delgadina se fue. El cielo parecía desmoronarse como si el mismísimo Dios del rayo, en medio de una batalla, quisiera acabar con su sufrimiento. La madre de Delgadina, Doña Eulalia, servía siempre la comida al padre de sus ocho hijos, todos menores de once años; a veces alcanzaba para darle de comer a seis de ellos y otras solo para cuatro, pero nunca rendía para los ocho. 

Allá en lo más hondo de la sierra del Mezquital, donde nunca faltaba una Coca cola de vidrio bien fría, pero al médico sí que le quedaban cortas las piernas y largas las distancias para llegar. A veces alcanzaba para frijoles, en cambio, otras había que poner a hervir la olla con bastante agua, hojas de laurel o eucalipto y ponerle las 8 piedritas, dejarlas hasta punto de hervor, humeantes y esperar a que poco a poco, en medio del fogón del suelo, los niños se quedaran dormidos, agotados por la espera y el hambre, anhelando aquel platillo que jamás estaría. Varias veces así lo hizo Doña Eulalia, entre sueños la escuchaban decir las criaturas:

—Ya mero está el caldito, le falta un irvor.

—Mamá, tenemos hambre —lloriqueaban los niños en coro, sin distinguir si aquel caldito era una alucinación.

—Ya verán qué sabroso va estar —les contestaba Doña Eulalia. Tantas veces aplicó la receta que hasta perdió la cuenta. Sus ojos inundados con una sensación de desgarro en las entrañas y el apetito devorador de mil cabezas de ganado. 

Eran tiempos de aguas, lo que los citadinos conocen como verano. Delgadina, de tan solo dos años, hija única de Doña Eulalia y Remigio, se enfermó: tenía unas mejillas sonrojadas y un cuerpecito robusto, la barriga inflamada y el cabello corto y encrespado.  Remigio, su padre, tardó en darle permiso a Doña Eulalia de llevarla al centro de salud, a unas 10 horas, en la cabecera municipal del Mezqui: primero, la razón fue el dinero; luego, el tiempo, y, finalmente, que esas cosas no eran de fiar.

—Ya, vieja, mejor cuécele unas hierbas a la chamaca.

—Mira nomás cómo está, no deja de toser y como que se pone morada.

—¡Ándale, pues! Despierta a los chamacos y ámonos.

Prepararon un morral y montaron a Delgadina en la mula que tenían, cubriéndola con un rebozo de colores bordado con lentejuela y chaquira, así se la navegaron las doce horas con los otros siete hijos en fila, caminando casi sin descanso, hasta el centro de salud. Al llegar, entraron directo al consultorio y el médico rural la comenzó a revisar. 

—¿Cuántos años tiene la niña?

—A penas los 2 años, dotor.

—Señores, no está nada bien, tiene un grado de desnutrición avanzado.

Jax ji na ba´.[1]

Le comentó don Remigio a Doña Eulalia que hablaba tepehuano y español.

—Dotor, ¿se va morir? 

—Su estado es delicado, necesitamos trasladarla de emergencia a la capital, al parecer también tiene bronquitis y, por su debilidad, las defensas están bajas.

—Hay que buscar al presidente municipal, viejo.

Jee´.[2]

—Señores, no desesperen, buscaremos la forma; si no, la niña morirá pronto.

—Nosotros no tenemos dinero para sacarla.

Remigio y doña Eulalia, con Delgadina en brazos, cargaron de nuevo la mula, pese a los intentos del doctor por convencerlos, y partieron de regreso a casa.

Comenzó a lloviznar en el camino y, cuando parecía cesar la lluvia, divisaron en el cerro la casa. En el momento en el que llegaron, el cielo comenzó a tronar.

—Vieja, arregla todo para el funeral de la niña.

—Pero ¿qué vamos a hacer?

Doña Eulalia, entre sollozos, fue desvistiendo a la criatura hasta dejarla únicamente con un fondito blanco y envuelta en el rebozo; el aguacero no cesaba. Mientras tanto, el doctor consiguió una camioneta y salió de inmediato para tratar de alcanzarlos y convencerlos, en compañía de la policía municipal, de trasladar de emergencia a la pequeña. Para cuando llegaron a la casa del cerro la tormenta seguía; vieron a lo lejos una mesita de madera con un bulto, el doctor se bajó deprisa y tocó violentamente la puerta de madera, gritando “Doña Eulalia, Remigio, ¡ya conseguí cómo transportar a la niña! ¡Vámonos!”. La puerta se abrió, crujiendo la madera: en su interior, junto al fogón, yacía la familia reunida de rodillas con las palmas de las manos juntas, orando por el alma de Delgadina. Nadie contestó, estaban concentrados en sus rezos. El médico no vio por ninguna parte a la niña, salió y reconoció aquel rebozo bordado que formaba un bulto sobre la mesa; lentamente, se acercó a la mesa, descubriendo el rebozo de colores bajo tremendo aguacero, vio que era Delgadina con los ojos ya cerrados, las manitas juntas, vestida con un fondo blanco y con el rostro morado, fría por completo, la piel violácea edematizada. Eso fue todo, murió de hipotermia. Se dirigió desorientado hacia la patrulla, completamente empapado.

—¿Qué pasa, doctor, y la niña?

—Hemos llegado muy tarde, se ha ido.

El policía bajó de la patrulla para cerciorarse y quedó impresionado al ver el cuerpo ya inerte tendido sobre la mesa; salieron los padres rogándole que se fueran y los dejaran con la pena.

En un abrir y cerrar de ojos, es otra mañana con aroma a petricor en la plazuela, se observa un escenario que pocos logran alcanzar y que la vista gorda, aun siendo tan ancha, no los deja ver. Se escuchan los chirrines de fondo, tocando la canción de “La Delgadina”

Delgadina está en el cielo, dándole cuenta al creador,

y su padre en el abismo con el demonio mayor.

Ya con esta me despido con la flor de clavelina,

 así termina la historia la historia de Delgadina.

Alrededor del kiosco, donde por años se han guardado los ecos nocturnos de los infelices que, con gracia, fueron colgados del pescuezo en aquellos sauces, uno a uno, por los malandrines (sabe Dios qué fechorías habrán cometido), están reunidos, como de costumbre, niñatos, jóvenes y viejos. Las mujeres con trajes coloridos irradian alegría, cargadas de joyas y uno que otro artilugio al cuello (para el mal de ojo o cualquier otro infortunio), y aguardan el paso de las horas con un ayuno prudente en la barriga, el latido en el estómago a ritmo volcánico, las pupilas bien despiertas y la Coca cola en la mano.


[1]¿Por qué será?

[2]Sí, cómo no.

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