Por Marlon J. G. Jiménez R.
Recuerdo la sensación de ansiedad y desesperanza que me carcomía hasta el hueso, incontenible. Me hacía erizar hasta los vellos de la nuca y me aprisionaba el estómago contra las costillas dando la sensación de un ataque de asma. Tan solo pensar en eso, en tener que bajar al oscuro sótano de la casa, me producía intranquilidad si era de día e insomnio si era de noche.
Cualquier cosa relacionada me llenaba de terror. En ocasiones mi madre me hacía bajar, pues estaba el piloto que controlaba el gas y el agua caliente y también la lavadora. Era imposible evitar el descender a la oscuridad, al menos una vez a la semana.
Mi mente se llenaba de fantasmas y espectros detrás de cada esquina, que producían el chirrido de las escaleras, que hacían chasquear la bombilla de luz, que aullaban aprovechando el disimulo de sus rugidos con los ruidos del armatoste donde lavaba la ropa. Concentrarme en la oscuridad hacía que mi piel se volviera sensible a las ocasionales corrientes de aire que entraban por las diminutas ventanas que comunicaban con el exterior, creyendo que eran roces demoníacos intentando tomarme por los tobillos desde los escalones al bajar.
Siempre quise luchar contra ese miedo, pero la valentía no duraba más que dos escalones. A veces, para alentar mi intrepidez, arrojaba pelotas u otro juguete al vacío, luego de un profundo respirar, bajaba a gran velocidad; tomaba el objeto con los ojos cerrados y salía despavorido hacia las escaleras.
Mi madre callada veía, disimulaba su sonrisita al verme morirme del miedo cada vez que me enviaba al sótano a buscar algo. Ella se divertía.
Yo apenas contaba ocho años; hasta los catorce dejé de temerle a la oscuridad y descubrí que había miedos peores, que no necesitaban de la oscuridad para aterrorizarme.
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