Por Ana Olea
No te podría contar cómo sucedió, ni qué fue lo que ocasionó mi condena. Fue tan rápido, como si millones de olas estallaran y continuaran estallando. Repentinamente, me encuentro atrapada en el mar y en su constante marea, olas entrechocan, movimientos violentos debajo del agua salada impidiendo la salida, la respiración. Lentamente me sumerjo.
Abrí los ojos y ya no era libre, bueno, en realidad nunca lo fui. Desde que tengo memoria he estado atrapada. Las paredes se han transformado de aire a concreto; son tangibles.
Vivo, sobrevivo en una sociedad estricta, intolerante al quebranto de las normas, por más tontas o inútiles que sean; no se tocan el corazón al momento de violarlas. Para ellos, no poseemos nombres propios, a sus ojos somos tan solo el número tatuado en la muñeca derecha. Son dieciocho dígitos, el mío inicia con cuarenta y seis, así me dicen, ese es mi nombre, hace mucho olvidé el que me otorgó mi madre.
Ya te lo he dicho, ¡no recuerdo qué fue!, ¿cuál de todas las normas estúpidas fue la que violé? El caso es que rompí una, lo sé, por eso estoy aquí.
En las paredes viejas se encuentra mi calendario, pintado con sangre, narra el tiempo que llevo encerrada en El Palacio Rojo. Cuatro años con cuatro meses y cuatro días. Atrapada en el mismo día, congelada en el tiempo. Sé que mi condena es de seis años. Cada amanecer hay nieve en el suelo y el anochecer sigue la nieve intacta en el piso. Nunca han dejado de caer copos blancos que ensucian el palacio. Inviernos eternos que no cesan.
No sabría decirte si es una memoria lo que sueño cada noche; me gusta pensar que son recuerdos atrapados, al igual que yo. Es extraño, ¿no? No recordarlo, no recordar el momento exacto, ¿no lo crees?
¿Qué sueño?, preguntarás.
Son imágenes en movimiento, pequeños trozos rotos de un relato, van y vienen como la brisa helada y los fríos eternos. Él aparece, creo que es él a quien amo, quien daría su vida por la mía, si eso fuera posible. Su nombre cobra vida en la forma de un susurro, me calienta. Francisco, quien no pertenece a este mundo blanco, tiene la tez innaturalmente bronceada por el inexistente sol, ojos grandes, único color, un solo color: café; pestañas largas los adornan y rizos castaños que cuelgan de su perfecto rostro moreno. Bailamos bajo la luna llena, bajo las estrellas. Sonrío. Sonríe.
En el sueño es un día común, como cualquier otro. Llegamos al Palacio Rojo, es enorme, bello, la arquitectura proviene de un lugar llamado Rusia, al cual nunca he ido y nunca iré. El techo rojo sangriento está adornado por cúpulas vestidas de esferas doradas. La entrada es enorme, has entrado al palacio de la danza, de los secretos. Escaleras te dan la bienvenida, en el techo los rayos del sol se logran escapar danzando junto con las bailarinas. Al entrar ignoro a los soldados vestidos de negro, sé que en el brazo derecho lucen una banda; dentro de ella una cucaracha negra. Francisco se quita su gorro y baja la cabeza al entrar. Por un instante me libero de él, por un respiro, creo haber tocado algo… no sé, no vi, escuché que algo se rompía una y otra vez en innumerables pedazos, ¿qué fue?, ¿mi corazón? Soldados, tres de ellos, me llevan, quiero gritar, quiero luchar por mi libertad, pero sé que si lo hago las consecuencias serán…
Lo último que veo es la mirada congelada de Francisco y la cucaracha negra en el brazo de uno de los soldados, mientras me arrastran al cuarto más alto del palacio.
Despierto agitada, el sueño se ha congelado. Tiemblo violentamente. No me encuentro en mi cama, no. Aquí nos visten con trapos sucios y nos dan las sobras de las ratas. Una de las normas: prohibido quejarse o consecuencias habrá, la única culpable de tus desgracias eres tú. Una de sus consecuencias es añadirte años de condena, el tiempo es un concepto ajeno en el palacio, pues no hay objetos para contar las horas, los minutos, los segundos, únicamente la luna y el sol, junto con la nieve blanca. Las noches consisten en sacarnos a pasear bajo temperaturas que te roban el cuerpo, que te roban el alma. No sé cuándo fue la última vez que sentí las manos, ahora son un simple accesorio más de mi cuerpo. Si te atreves a llorar, o a pedir ayuda, los soldados de Cucarachas negras te arrebatarán una prenda de ropa. Esas son mis noches; en los días, es decir, antes de que salga el sol, limpiamos los espacios a los que nadie se atreve a entrar, pues el olor es tan fuerte que lágrimas que juraba extintas, renacen. Limpiamos cada centímetro de este enorme y bello lugar. Somos nada, hasta las ratas reciben mejor trato.
Cuando no estamos limpiando, o congelándonos en las noches en la oscuridad, nos encierran en el cuarto más alto y más pequeño del palacio. Es aquí, en donde me asomo por los ductos de oro que ventilan el cuarto. Ahí escucho bellas melodías y me imagino a las hermosas y finas bailarinas de ballet. En mi imaginación flotan, vuelan elegantemente, añoro y pienso: “Qué alegría es estar aquí, atrapada.”
De vez en cuando veo a otra alma desafortunada, cometiendo un simple error en el perfecto/imperfecto sistema y siendo raptada de la vida por las Cucarachas.
Escuché que una de las otras planea huir. ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Por qué tuve que escucharla! Ahora, ellos sabrán que lo sé. Se desata una guerra dentro de mí, en donde dos voces distintas cobran vida.
—Diles.
—¡No puedes! Tú no eres una la traidora —me grita.
—Diles, sabes bien qué pasará si no lo haces.
Observo a los Cucarachas, los miro con odio, con rabia. Decido callar.
Es de día y por alguna razón nos encontramos alineadas contra la pared, nuestros números, nuestro orden. Las soldados Cucarachas nos pegan con sus macanas mientras cuatro mujeres pasan, sus vestidos parecen emitir luz, son hermosas, flacas, lucen estar felices, se dirigen al baño, somos su cirnco. Se ríen, ¿no saben que podrían ser nosotras si rompen una norma? Sí, lo saben, por eso ríen.
Al salir las mujeres del baño, una de las soldados me arrastra del cabello y me lleva junto con las otras al baño. Nos avientan trapos más limpios que yo. Antes de que salgan las Cucarachas se aseguran de escupirnos y mear en el piso de cristal. Limpiamos con escaso jabón el sucio del baño que hiede a mierda. Sé que tienen más, es su manera de hacernos la vida miserable. Escucho de nuevo a la que planea huir, es Cincuenta y tres, no lleva mucho tiempo aquí, cinco o seis meses. Conversa con Veintidós, hablan en susurros de revolución. Peligroso. No deberían de hablar. Punto.
No fue lindo, nunca lo es. Me da vergüenza admitirlo. Me convencieron, de nuevo caí en la ilusión, en la esperanza de salir, escapar. Lo que me gané fue el regresar al frío, a la miserable noche que conoce y reconoce mis llantos. Fue peor, no sabía que podía ser peor.
Al no informarles a las Cucarachas de los planes, una vez más me raparon, me desnudaron, me pegaron cómo nunca antes lo habían hecho, altos miembros del Cucarachismo, hombres que no había tenido el placer de conocer, nos cazaron. Fuimos forzadas a correr y correr y correr, descalza entre montañas de nieve, en el desierto congelado, perseguida por Cucarachas negras. En la noche, la luz de la luna iluminaba nuestras siluetas.
Tuve suerte, sobreviví. O quizás no fue suerte, sino desgracia. Seis de mis compañeras fueron asesinadas esa noche. Escuché los disparos, vi el contraste de sangre contra la nieve blanquísima, lentamente se torna a carmesí. Observé las miradas vacías que provenían de mis amigas, ahora cadáveres. No las enterraron, no, las dejaron ahí congeladas, como evidencia, para hacernos saber lo que sucede cuando se susurra sobre revoluciones.
¿Qué fue de Cincuenta y tres?, preguntarás.
Cinco días después, me dijeron que su nombre era Luicidia. No la asesinaron, no, haberlo hecho hubiera sido un regalo, fue enviada a la Otredad. Nadie conoce dónde está, pero nadie se atreve a negar que no hay humano que no le tema a la Otredad.
Eran diez quienes lentamente fueron condenadas y fríamente asesinadas, ahora quedamos tres.
Nunca más volví a pensar en levantamientos. Nunca volví hablar, a gritar, a llorar. Olvidé cómo hablar, olvidé el recuerdo de mi voz.
Por años fuimos forzadas a hacer el trabajo de veinte manos, con tan solo seis, las Cucarachas dejaron de recibir mártires de las normas. Esto no fue por las excusas baratas que nos daban, no. Estoy segura que era con la intención y con el único propósito de darnos más trabajo, más tareas y menos descansos. Lo bueno de esto, sí, hay algo bueno: debíamos de estar más tiempo limpiando los suelos de cristal del palacio, y así podía ver, de vez en cuando, pasar a las hermosas bailarinas e imaginaba que era una de ellas.
El Palacio Rojo es grande, bello, ostentoso. Con enormes escaleras que forman figuras nunca antes vistas. Candelabros cuelgan de las bóvedas, iluminando los amplios pasillos rojos de oro.
Elegante, bello, hermoso, un mundo, mi mundo, un solo lugar. Como ya te habrás dado cuenta, prohíben mostrar las emociones; ahora sé que esta fue la norma que violé.
Después de seis años fui liberada por las Cucarachas, no hubo noche que no soñara despierta con Francisco. Al final, se encontraba frente a mí. Aún no tocaba la nieve, pero no podía mirar otro objeto que sus ojos marrones. Uno de ellos agarró mi brazo y me llevo al fondo del palacio. Cuando al fin toqué la nieve, los Cucarachas lo tenían amarrado, se lo llevaron a las profundidades del Palacio Rojo.
Ahora lo sabes, el Palacio Rojo conserva un secreto, una prisión en forma de palacio. ¿Realidad o onírico?, ¿fantasía o verdad? Mis demonios salen a jugar.
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